Para un cinéfilo adicto a la pantalla grande, estos meses sin salas de cine ya fueron suficiente distopía. Con la reapertura, me tiré de inmediato a Cinemateca para ver Aniara, el primer y, por ahora, único estreno cinematográfico en Uruguay desde marzo. Y me encontré con una distopía aún mayor, y una de las películas más desencantadas que pueda recordar. Su poder, en todo caso, estuvo potenciado por la experiencia que tanto extrañaba del visionado compartido, de la pantalla grande y del sonido envolvente.
El poema épico del nobel Harry Martinson en que está basada fue completado en 1956 bajo las impresiones combinadas de la carrera nuclear, la guerra fría, los preparativos para la exploración del espacio y el descubrimiento, en 1953, de que Andrómeda, la galaxia más cercana a la Vía Láctea, estaba dos veces más lejos de lo que se pensaba hasta entonces.
Aniara reemplaza la angustia de la Tercera Guerra Mundial por la ecológica: diversas catástrofes climáticas hicieron de la Tierra un lugar difícil o imposible de vivir, y por eso la gente se está desplazando a Marte. Aniara es una especie de crucero espacial con capacidad para cientos o miles de personas, que hace el traslado a Marte en tres semanas, durante las cuales los pasajeros pueden disfrutar de atractivos diversos: restaurantes, bares, fiestas, piscina, gimnasio, deportes, y hasta una sala especial dominada por una entidad de inteligencia artificial llamada Mima, que tiene la capacidad de leer las memorias de los presentes y propiciarles visiones agradables de acuerdo a lo que infiere de la mente de cada uno. La protagonista, de quien no conocemos el nombre, es la funcionaria que recibe y orienta los clientes de Mima.
La nave sufre un accidente (se choca con un escombro espacial), se desvía y, al estar irremediablemente dañado su centro de combustible, ya no es posible maniobrarla. Es decir, Aniara rumbea en forma indefectible hacia afuera del Sistema Solar.
Esta es una excelente premisa para una película de aventura, de héroes usando todo su ingenio para lograr objetivos casi imposibles, a la manera de Gravedad (2013, de Alfonso Cuarón) u Operación rescate (2015, de Ridley Scott). Pero Aniara es lo opuesto y tiene una dinámica muy particular: cada solución que se propone, cada esperanza o cada propósito quedan sencillamente en la nada. Y aunque la nave es autosustentable y tiene un vivero de algas suficiente como para renovar el oxígeno y alimentar a sus pasajeros en forma indefinida, y aunque los pasajeros son suficientes como para generar la vivencia de una pequeña ciudad, la mera falta de un proyecto alcanzable va minando paulatinamente los ánimos. El desaliento sostenido e irreversible puede ser más triste y más corrosivo que una desgracia aguda pero localizada.
La película va mucho más allá del evidente alegato ecologista, ya que, en alguna medida, puede funcionar como una reflexión sobre el rumbo del planeta aun sin la catástrofe climática, bajo el mero efecto de la globalización. Aniara está diseñada como un no-lugar (y de hecho, buena parte de la película fue rodada en locaciones de shoppings, hoteles y cruceros), y la gente recurre a Mima para recordar las bellezas de los paisajes naturales idealizados.
Para los estándares escandinavos, es una película bien costosa, con buenos efectos especiales, varios actores, extras, escenografías y locaciones. De todos modos, no lo es tanto como para corresponderse a nuestras costumbres de ciencia ficción, y se ve que el recurso para compensar esa carencia fue adoptar un estilo de tomas muy cercanas, cámara en mano y montaje fragmentado. Quiero creer que no lo hicieron así por gusto y opción, porque el efecto es que vemos la película un poco en el estado de quien está en medio de una pesadilla borrosa. Otra opción baratonga fue la banda musical hecha con teclados y computadora, para peor en un estilo eurotecno que se parece a lo que los personajes escucharían en sus auriculares y fiestas, es decir, ella misma es un no-lugar sonoro. La anterior adaptación del poema, de 1960, dirigida por Arne Arnbom, y que no conozco, tenía música de Karl-Birger Blomdahl, seguramente muy superior.
Por otro lado, lo bueno es que no hubo empeño alguno por realizarla en formato “euro-Hollywood”, es decir, haciéndose pasar por cine yanqui. Aniara es muy sueca y quizá que esté basada en una obra literaria consagrada haya contribuido a definir esa opción. Los rostros y cuerpos no son de bellezas estandarizadas, hay una total desvergüenza con respecto a los desnudos totales, hay escenas de sexo al borde de lo explícito, y la homosexualidad se muestra sin necesidad de ese aire épico de “admiren cómo rompo las barreras del prejuicio”. Tampoco hay empeño por vincularnos especialmente con personaje alguno. Esa textura europea coopera para que lo poético supere en importancia a lo narrativo, lo que contribuye a excusar varias brechas en la verosimilitud (la científica y la de comportamientos).
Es un film bastante único, y deja una impresión fuerte, aunque es posible vincularla (sin que se noten influencias específicas) con aspectos de 2001, odisea del espacio (1968), Solaris (1972), Silent Running (1972), Sunshine (2007), Pasajeros (2016) y, muy especialmente, su contemporánea, también europea, High Life (Claire Denis).
Aniara, dirigida por Pella Kågerman y Hugo Lilja. Basado en el poema de Harry Martinson. Con Emelie Jonsson, Bianca Cruzeiro, Arvin Kananian. Suecia / Dinamarca, 2018. En Cinemateca.