Si hace unos años muchos lo recordaban por Beto, aquel contrabandista con su bicicleta a cuestas (El baño del papa, 2007), algunos por el oportuno secretario de redacción (Mal día para pescar, 2009), el militante (Infancia clandestina, 2012) o el informante (Zanahoria, 2014), mientras otros sonreían evocando a aquel legendario dúo Suárez-Troncoso de los años 90 o se emocionaban con su protagónico de Marx in Soho (2012), hoy las referencias se multiplican. Como consigna Oficio de alto riesgo, la biografía que acaba de publicar Diego Faraone, en la que repasa su vida y obra, en los últimos tiempos Troncoso ha llegado a participar en siete largometrajes al año.
Es uno de los pocos uruguayos que lograron franquear la frontera cultural que distancia a Brasil de los demás países de la región, y trabajó en una decena de producciones brasileñas (por su papel en Al oeste del fin del mundo en 2014 ganó el premio de mejor actor en el Festival de Gramado), llegando al gran público con las telenovelas de Globo (Flor do Caribe, en 2013) y producciones como El vendedor de sueños (2016), que fue lo más visto en Netflix hace unos meses.
Cuando comenzó a trabajar en el teatro Circular, dirigido por Fernando Toja, o cuando fue protagonista de piezas que jugaron un gran papel en la dramaturgia nacional, como El bosque de Sasha (1996) y Rococó kitsch (2000), de Roberto Suárez, seguramente no intuía el amplio repertorio en el que se desplazaría, con una versatilidad y sutileza que grabó como marca personal, y una serie de personajes que pertenecen a distintos segmentos sociales, poéticas, vínculos con el poder y la memoria, matices morales, ecos de historias ocultas.
Para él se trata de haber “aprendido el oficio” y de que la “suerte haya estallado”: “Mi papel en El baño del papa le podría haber tocado a Moré o al Negro Lucio [Hernández]. Estuve en el momento y en el lugar, y empecé a ser convocado. Yo tengo claras esas cosas, y lo llevo como un actor, formado en teatro, que aprendió un oficio. Es sólo eso”, admite siempre.
Como les ha sucedido a tantos durante la pandemia, Troncoso está a la espera de varios proyectos truncados. Este año iba a estrenar Esperando a Godot junto con Rogelio Gracia, Santiago Sanguinetti y Ramiro Perdomo, con dirección de Jorge Denevi, y otra puesta de Emanuel Sobré y Camila Diamant. Se iban a estrenar dos películas argentinas (36 horas y En el bosque, de Néstor Mazzini), una mexicana (Oliverio y la piscina, de Arcadi Palerm); una coproducción entre Uruguay y Bolivia en la que trabajó con Mirella Pascual (El visitante, de Martín Boulocq); una roadmovie por América en la que interpreta a un camionero, que se filmó en Brasil y Paraguay (A pele morta, de Denise Moraes y Bruno Torres), y, por supuesto, varias uruguayas, entre las que están Mateína (Joaquín Peñagaricano y Pablo Abdala) y La teoría de los vidrios rotos (Diego Fernández).
Lo que mitigó esta inquietud, dice, fue Oficio de alto riesgo (Estuario), aunque al comienzo se sentía un poco avergonzado con la idea del libro. “Me daba esa sensación porque sentía que darle manija al libro era impulsarme a mí, y me resultaba extraño, pero la verdad que la responsabilidad del libro es de Diego, y me siento muy halagado. Son esas cosas que pasan muy rara vez, y vos no entendés por qué suceden, pero te sorprenden”.
Hoy y mañana a las 21.00, en el Auditorio del SODRE, Troncoso volverá al escenario con Marx in Soho, el brillante unipersonal dirigido por Juan Tocci, con el que desafió los límites del teatro de texto y se apropió de este personaje creado por el historiador, activista y dramaturgo estadounidense Howard Zinn a fines de los 90: en esta obra, Karl Marx tiene una oportunidad de volver a la Tierra por un rato, pero por un error llega al Soho de Nueva York. Después de tantas críticas, el autor de El capital vuelve ansioso por hablar y reivindicarse, y mientras habla de su lucha y sus pensamientos cuenta su historia, recuerda la relación con su esposa y evoca sus dificultades.
¿Cómo es volver a una obra que hiciste hace años?
Es un texto que tuvo sus accidentes. Vengo con él desde 2012, cuando hicimos dos funciones en la sala Verdi, y en ese momento me había salido la chance de trabajar en TV Globo, en Brasil, y me fui por nueve meses. Tuvimos que hacer un corte muy largo, la repusimos en El Galpón y después nos fuimos para La Gringa. Es una obra que me resulta muy lindo hacer, aunque evidentemente retomarla cuesta porque tiene mucha letra y uno no puede pifiar: hay ideas políticas de Marx que no se pueden tergiversar. Tiene otras complejidades en ese sentido, pero por suerte la letra la tengo muy sentida, muy pasada por el cuerpo. Es algo que no siempre sucede.
Es una puesta de la palabra
Y por eso creo que todo tiene que ser muy orgánico, ya que es una obra en la que sólo hay una mesa, una silla y el actor bajo una luz. Eso hace que se deba volver inevitablemente orgánica. Tenés que hablar con una verdad que, en otras circunstancias o en otras puestas, de pronto podés disimular con un juego de luces. En ese sentido, cuando la paso acá en casa todos los días contra la pared, siento que cambio mi ficción; trato de cuidar el nivel de verdad de lo que digo.
“No hablamos de una conferencia acerca del marxismo y las ideas desarrolladas en su obra, sino de un ser humano construyendo una filosofía, un modo de interpretar el mundo; viviendo la vida con sus altos y bajos, con sus amores y crisis. Se vuelve rico porque se vuelve humano”.
Con el cuerpo emocionado del actor en un primerísimo plano.
Claro, porque además la obra tiene altos y bajos, momentos en los que el tipo tira cierta teoría o plantea su bronca ante un sistema capitalista que sigue dominando el mundo, pero también se indigna con aquellos que malinterpretaron y malutilizaron sus ideas para generar gobiernos represivos, como la URSS, o al menos es la acusación que hace este Marx, que está filtrado por la mirada de Howard Zinn. Pega patadas para todos lados, algo que me parece muy sano. Pero también tiene momentos emotivos, en los que evoca a sus hijas, a su mujer.
Su intimidad alejada del relato habitual.
Sí, porque para facilitar la comprensión del personaje histórico uno muchas veces lo vuelve de una única pieza. Lo transforma en bronce, en piedra. Y lo que muchas veces sucede con las revisiones de estos personajes es que hacen saltar a todo el mundo porque muestran su costado humano, y eso es lo que me parece más rico de esta obra. No hablamos de una conferencia acerca del marxismo y las ideas desarrolladas en su obra, sino de un ser humano construyendo una filosofía, un modo de interpretar el mundo, viviendo la vida con sus altos y bajos, con sus amores y crisis. Se vuelve rico porque se vuelve humano.
En su momento planteaste que si bien venís de una militancia de izquierda, no eras un especialista en el marxismo, pero creías que estos contenidos se debían tratar en el presente. ¿Por qué?
Con Marx in Soho me pasa algo similar a lo que me sucedió con la película El vendedor de sueños, que ahora estaba en Netflix y había funcionado muy bien, en la que yo hago un personaje que está bastante en las antípodas, aunque visualmente se acerque. Porque para muchos que criticaron la película, reflejaba ideas burguesas basadas en el libro de Augusto Cury, un bestseller que tiene mucho de autoayuda. Muchos la criticaron porque decían que buscaba tranquilizar a las personas con un mensaje bienpensante y edulcorado, funcional. Pero con esta película me sucede, al igual que con este texto, que, más allá de las críticas que se le puedan hacer, yo los puedo defender con mi actuación, porque en esto creo. Más allá de que para algunos sean superficiales o para otros sean polémicas, yo lo sostengo. Marx in Soho no busca conscientizar al espectador, sino otorgar insumos para una discusión. En un tiempo en que discutir está cada vez más devaluado, en que los titulares y las frases ingeniosas sustituyen al razonamiento y al desarrollo de ideas, plantear una obra de estas características viene muy bien. Esta obra tiene la fuerza de ideas que merecen ser debatidas, conversadas y discutidas. Por lo menos deben estar sobre la mesa. La banalización creciente es algo que me pone bastante nervioso. Por eso me parece tan necesario hablar de estas cosas.
Y es una obra en la que la convicción también juega un papel muy importante, en paralelo a la lucha y la solidaridad.
Que son valores necesarios. Y cuando vos sos leal a tus ideas, cuando las defendés, cuando luchás, cuando la libertad es un valor por el que vas, merece respeto. En ese sentido, es una obra que no le habla sólo a un público zurdo. Y creo que todos deberían escucharlo, porque lo que se dice trasciende el posicionamiento político.
Me imagino que en su momento te desafió hacerlo desde la figura de Marx.
Tengo los años como para ponerle barriga al personaje; lo puedo sostener, plantar en el escenario. Espero defenderlo y dejarlo en un buen lugar. Más con estas nuevas características, porque aun con las localidades agotadas, va a ser rarísimo ver a ese público distanciado. Espero que esto sea sólo una transición, porque estamos en un mundo muy complejo y no hay ninguna necesidad de sumarle estas distancias físicas. Entiendo que deban ser provisorias, pero después de esta situación, no hay nada como abrazarse, rozarse y salpicarse un poco de saliva al hablar, porque es lo que nos vuelve humanos.
Al compararlo con otros papeles y puestas, ¿qué particularidad encontrás en este trabajo actoral, en este desafío escénico?
Para mí hay un gran desafío, aunque sea muy básico: estar solo sobre un escenario, que muchas veces es amigable y otras no lo es tanto, como pueden ser estos espacios enormes semivacíos, y transmitir una verdad a partir de la palabra. No hay nada que medie. El estímulo está en el contenido de lo dicho. Para algunas personas, por momentos, puede resultar un poco pesado, pero hay que aproximarse y hacer que les llegue y las conmueva. Para mí los desafíos pasan por ahí. Creo que hay líneas de trabajo a nivel teatral, y una de ellas es esta, en la que el contenido y la forma en que se dice pesan mucho. Y lo que más importa es lo que se sostiene desde el texto.