Durante los créditos de producción, antes de que aparezca la primera imagen fotográfica, podemos dudar sobre si la masa de sonidos chirriantes que estamos escuchando, con varios ciclos rítmicos desfasados, son grillos, chicharras, ranas y pájaros, o si son producidos por alguna maquinaria. La primera imagen no nos permite discernirlo: el rostro indígena del personaje puede evocar asociaciones con la selva, la única “naturaleza” donde la pequeña fauna puede producir una sonoridad tan espesa. Por otro lado, el casco protector y el chaleco anaranjado evocan las normas de seguridad de un entorno industrial, así como el fondo con rayas verticales regulares. Al poco tiempo se superponen sonidos que son, sin duda alguna, de maquinaria pesada y, en el correr de ese plano inicial de casi dos minutos, van desplazando totalmente al otro sonido. Al hacerlo, quedan en evidencia algunas similitudes, de efecto dialécticamente poético, entre los pitidos electrónicos y otros componentes agudos de esa sonoridad maquinal, y los ruidos selváticos.
Era naturaleza nomás, lo vamos a confirmar pronto. La película está ambientada en Manaos, la capital del estado de Amazonas, en el norte de Brasil. Hay algunas escenas que transcurren en rincones de la ciudad en que la selva amazónica está ahí, del otro lado de la avenida, y sentimos esa presencia imponente, misteriosa, apabullante, fascinante, traducida en esa nube densa de sonoridades. A veces los personajes dan unos pasos y se adentran por la vegetación. No sé cuánto de realismo o cuánto de poesía hay en el increíble diseño sonoro de A febre, pero el hecho es que en algunas escenas exteriores ese sonido de la selva es incluso más fuerte que los diálogos o los ruidos que hacen los personajes al moverse. No hay música incidental, lo que ayuda a que nos dejemos dominar por ese precioso mundo sonoro.
La película lidia con una familia de etnia desano que migró a Manaos, donde Justino trabaja como guardia de seguridad en el enorme puerto fluvial y de noche regresa a su casa en un asentamiento, en el que reside con su hija Vanessa. La historia es muy pequeña: la cotidianidad monótona de Justino se altera con la noticia de que Vanessa recibió una beca para estudiar medicina en Brasilia, y en pocos días se va a mudar. Podemos suponer que la fiebre sin explicación que lo acosa es una somatización de la perspectiva de soledad, que él, sin embargo, oculta en la medida de lo posible. Justo por esos días recibe la breve visita de su hermano y su cuñada, que siguen viviendo en una aldea originaria, y lo tientan para que regrese, aunque sea de visita.
En cuanto a anécdota, no hay mucho más que eso. Pero la mirada tierna, amorosa, de la película hacia sus personajes nos sumerge en su vida diaria y nos permite advertir el sentir dividido de quien abandonó sus raíces pero parece ser constantemente llamado por ellas. Justino maneja bien su pistola, el walkie-talkie, el pórtland y las herramientas de construcción, y habla portugués perfecto. Pero entre los suyos siempre habla desano, duerme en hamacas, desconfía de la ciencia y de la comida comprada en el supermercado. Describe su trabajo de vigilante del puerto como el de “un cazador sin presa”.
Mientras tanto, vemos los contrastes entre la generación de Justino y la de sus hijos, que se apartan rápidamente de los valores tradicionales y se integran al Brasil moderno. En forma más dura, vemos en el personaje de Wanderlei el recordatorio del genocidio. En las conversaciones cordiales que tienen Justino y Wanderlei durante el cambio de turno, pronto inferimos que el trabajo previo de este consistía en proteger una estancia de eventuales invasores indígenas, probablemente matándolos en forma paralegal. Percatándose de que quizá tocó un tema conflictivo, Wanderlei trata de atenuarlo aclarando que se trataba de “indios de verdad” y no como Justino, que es uno “domesticado”. También podemos apreciar las idas y vueltas de la aculturación en un rito evangélico celebrado en idioma indígena.
Hay un caso especialmente doloroso: en un lecho de hospital está una anciana indígena que arribó en canoa no se sabe de dónde, habla un idioma que nadie conoce y no entiende una palabra de portugués. Esta situación muy fuerte no tiene seguimiento. ¿Y qué seguimiento podría tener? Presumimos que la anciana se morirá poco después, última representante de alguna cultura que se extinguirá con ella, y de la que quizá jamás lleguemos a saber nada. Ese pequeño episodio viene bien al inicio de la película, en la escena que introduce el personaje de Vanessa, cuando todavía no sabemos ni siquiera cuál es su vínculo con Justino. Puede verse como un caso extremo del destino probable de las culturas indígenas brasileñas, y va a teñir nuestras consideraciones sobre la condición de los personajes principales. Las leyendas en español de Mubi confunden un poco la escena, ya que, al traducir lo que dice la vieja al igual que lo que Vanessa le intenta comunicar en desano, asumimos que se están entendiendo. En la copia cinematográfica que vi en el Festival de Punta del Este, sólo se subtitulaban los parlamentos en desano y en portugués.
Las actuaciones son de una naturalidad notable, considerando que, con la excepción de Lourinelson Vladmir (Wanderlei), ningún integrante del reparto participó antes en audiovisual alguno. En especial Régis Myrupu (Justino) es un hallazgo, en la manera en que parece guardarse para adentro todos los sentimientos pero deja transparentar su ternura, su disconformidad, su orgullo, su soledad. Hay una escena inolvidable en que cuenta una larga historia a su nietito. Son dos minutos y medio de un plano fijo, cercano, de los dos, en que apreciamos la carita del niño, que tiene la mirada perdida, como si estuviera visualizando el cuento, sonriendo ante las partes que le parecen graciosas. En esa escena, más que en ninguna otra, es una belleza escuchar la sonoridad del desano, sus entonaciones, la colocación vocal de Myrupu mientras hace su expresivo relato. De pronto, cortamos líricamente a una imagen panorámica de la jungla durante la noche, aunque seguimos escuchando el cuento en voz over, ahora superpuesto a los sonidos de la naturaleza, evocando el ambiente en que transcurre el mito.
La realización es bastante formalista. Muchas veces un mismo lugar se representa desde un mismo ángulo, con un encuadre parecido, y esto contribuye a una estructura de variaciones en que cada escena remite a otra anterior, con diferencias que aportan a la significación y a la progresión del relato. Al mismo tiempo esos encuadres preciosistas (valorizados por la formidable fotografía de la uruguaya Bárbara Álvarez) sirven de base para momentos de contemplación lírica. Las imágenes del puerto muchas veces parecen metáforas visuales del desplazamiento de Justino en ese medio, de su pequeñez frente a las enormes y pesadísimas estructuras metálicas, y esto vale especialmente para los muchos encuadres en que lo vemos en un pasillo apretado conformado por las paredes de dos contenedores cercanos. Pero la visión de la película tampoco es ajena a un componente de poesía de esos elementos tecnológicos, y muchas veces se detiene a apreciar la danza de las grúas, contenedores y camiones, sus ángulos rectos, superficies lisas, amarillos y rojos plenos, que tanto contrastan con el verde y marrón del entrelazado orgánico de la selva.
El estilo escueto de la película se presta a vaguedades. Hay una trama secundaria referida a un predador que viene matando bichos domésticos y asustando a los moradores de la periferia. En algunas de las escenas referidas a ese animal la película abandona el criterio naturalista. La primera vez es un sueño, cosa que podemos sospechar porque viene, sin mucha explicación, luego de un plano de Justino dormido, y termina abruptamente. Pero recién confirmaremos que fue un sueño mucho más adelante en el metraje, cuando Justino se lo relate a su hermano. Casi al final de la película, hay un momento aún más ambiguo, que se entrevera con lo mítico y precede al final, que tampoco se explica del todo.
Esta es la ópera prima de Maya Da-Rin. Es una película hermosa, melancólica, conmovedora y que traduce excepcional atención y respeto por los personajes y las situaciones que retrata, y una rara sensibilidad en la realización. Podemos apreciar puntos en común entre su cine y el de los ya establecidos Kleber Mendonça Filho y Gabriel Mascaro, y se suma a un momento especialmente potente del cine brasileño, que ojalá logre persistir pese a la destructiva política cultural del gobierno de Jair Bolsonaro. A febre hizo una muy buena carrera en festivales: ganó premios en Locarno, Brasilia, Pingyao, Chicago, Recife, Mar del Plata, Río de Janeiro y Biarritz. En Punta del Este ganó los premios Litman en las categorías Mejor Película y Mejor Dirección, y el premio ACCU (de la crítica uruguaya). La pandemia comprometió su lanzamiento en cines. Estará en la plataforma Mubi, como parte de su ciclo New Brazilian Cinema, durante por lo menos tres semanas más.
A febre. Dirigida por Maya Da-Rin. Con Régis Myrupu, Rosa Peixoto. Brasil / Francia / Alemania, 2019. Mubi.