En el velorio de Michel Piccoli muchos nos encontramos con Francisco Rabal. Es verdad que también estaba el muerto. Espléndido como siempre. Pero Paco se robó las miradas apenas apareció, como recién llegado de la serranía de Ronda.

Todo era exactamente como se esperaba que fuera. Pero a la vez todo tenía algo de irrealidad. Como corresponde a un funeral. Incluso la contraseña fue la esperada: un disparo de termómetro en medio de la frente, o en el dorso de la muñeca. Eso sí, nada de flores.

Una vez en la sala, Montevideo se confunde con ese París que se inventa Luis Buñuel en Belle de jour (1967). ¿O acaso el personaje de Pierre Clémenti –ese canalla de dientes metálicos que se apasiona por Catherine Deneuve– no tiene un eco de Lautréamont, dandi sudaca y adolescente? Sólo Rabal puede mantenerlo a raya. Y aún Rabal permite algunos desplantes, porque el chico, dice, una vez le salvó la vida. Hasta que se harta y lo deja estrellarse contra la desgracia. También por eso es Rabal, y no Piccoli, aunque Piccoli sea la voz del pecado susurrando al oído de Catherine Deneuve, quien se revela como soterrado catalizador del desenlace. “Un secundario de lujo”, diría la crítica especializada. Es que Rabal no necesita protagonizar para lucirse, y eso que el murciano ya había hecho grandes protagónicos. Por ejemplo en Nazarín (1959), también de Buñuel, una película que fue, a la vez, superación mística y condena terrenal del catolicismo.

Pero acá se trata de Piccoli. Caído en mayo bajo el peso injusto de haber tenido que vivir 94 años, Michel Piccoli fue el primer homenajeado del ciclo “Los adioses”, con el que la Cinemateca uruguaya abrió de nuevo sus puertas el martes.

Su muerte, la pandemia y este homenaje ya estaban prematuramente desintegrados en aquel 15 de julio de 1968, cuando Belle de jour tuvo su estreno montevideano en el cine Ariel. Dicen que Jorge Medina Vidal –poeta mayor y uno de los pioneros de los estudios de semiótica en Uruguay– refutaba a los intérpretes de Marcel Proust diciendo que el tiempo perdido no era el pasado ni el presente, sino el futuro.

Algo de eso hay en Belle de jour. Cuando el personaje de Deneuve se proyecta hacia la posibilidad de hacer realidad su fantasía –o su curiosidad– busca encontrar finalmente el amor por su marido. Y sin embargo sabe que es una búsqueda perdida de antemano.

En el tramo último de Belle de jour Paco Rabal desaparece como vino. Deja a Lautréamont a solas con su sino. Al muerto sí le está reservada otra escena. Ahí Piccoli desata la ambigüedad de un final que cruza una raya para dejar de ser onírico y pasar a ser proustiano.

La hipótesis de Medina Vidal, que lo añorado por perdido es lo que está por venir, no es psicoanalítica sino semiótica. Porque si no hay futuro, el tiempo perdido es algo que no se encuentra con el barato arte de la prestidigitación de paladear una magdalena mojada en té. Se necesita la ambigüedad de no saber lo que es sueño y lo que es vida. Se necesita que Michel Piccoli salga de la morgue tres meses después de muerto para decirnos, rebosante de futuro, que futuro es, precisamente, lo que nunca hubo.