El Cine Arte del SODRE inicia un ciclo de comedias estadounidenses de entre 1930 y 1960, organizada por directores: Ernst Lubitsch (1892-1947), Howard Hawks (1896-1977), Frank Capra (1897-1991), Preston Sturges (1898-1959), George Cukor (1899-1983) y Billy Wilder (1906-2002). Es una selección incontestable: no se me ocurre a nadie que fuera atinado incluir en lugar de alguno de estos seis grandes.
La cosa arranca mañana con Frank Capra: su persona y su cine son como la quintaesencia del Hollywood clásico. Al igual que Lubitsch y Wilder, era un inmigrante europeo que asumió la nacionalidad estadounidense y, durante la Segunda Guerra Mundial, apoyó con fervor a su país de adopción en contra del gobierno de su país de nacimiento. Se metió al cine con espíritu aventurero y contribuyó a conformar lo que conocemos como Hollywood, tanto por el estilo cinematográfico como por la institucionalidad. Creció profesionalmente en paralelo al sistema de estudios, con el que estuvo fuertemente asociado; estuvo entre los que alcanzaron el éxito en la transición del cine mudo al parlante; sus películas fueron taquilleras y prestigiosas; y fue consagrado, de distintas maneras, por la propia industria.
Nació con el nombre Francesco Capra en un pueblito de Sicilia. Su familia migró cuando él tenía cinco años, y siempre recordó, luego de la travesía de 13 días en barco, la primera visión de la Estatua de la Libertad. Su padre le agregó color, diciendo que la antorcha alzada por la estatua era “la luz más grande desde la estrella de Belén”, porque era “la luz de la libertad”. No sorprende que Capra haya asimilado en forma tan plena la noción de Estados Unidos como tierra de la oportunidad para todos, de la libertad y de la democracia.
Vivió su infancia y juventud en California. Estando desempleado, vio un anuncio en un diario de San Francisco en el que una nueva productora de películas ofrecía trabajo. Mintió diciendo que había trabajado en Hollywood, le creyeron y se tiró al agua. Se desempeñó en distintos estudios como utilero, redactor de intertítulos, montajista y asistente de dirección, y luego inventor de chistes para comedias y guionista. Mientras tanto dirigía alguna cosita.
Fue bajo su dirección que Harry Langdon se convirtió en el cuarto de los grandes cómicos del mudo estadounidense (detrás de la trinidad de Charles Chaplin, Buster Keaton y Harold Lloyd), si bien Capra también fue guionista de Mack Sennett, un gran realizador de comedias mudas. Ya establecido, en 1928 fue contratado por Harry Cohn para colaborar en la transición de su productora, Columbia Pictures, entonces muy menor, hacia el sonoro. La imagen emblema de la empresa (la Libertad con su antorcha) debe haber inspirado simpatía en Capra. Las veintipico de películas que dirigió para Columbia, entre 1928 y 1939, contribuyeron a convertirla en una de las majors: su obra maestra, Sucedió aquella noche (1934), fue la primera película que acaparó los cinco Oscar principales (película, director, actor, actriz y guion). En el cómputo general, sus películas suman 14 Oscar en distintas categorías (tres para “mejor director”), de un total de 53 nominaciones. Además, fue elegido cuatro veces presidente de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas, y tres veces presidente del Gremio de Directores. Durante la Segunda Guerra Mundial hizo una histórica serie de documentales de propaganda y entrenamiento para el Departamento de Defensa. Luego de la guerra, empezó a sentirse desfasado: el Comité de Actividades Antiamericanas contradecía sus nociones de democracia, no se acopló bien a los nuevos modos de producción cuando el sistema de estudios empezó a tambalear, y su idealismo simplón pasó de moda. Dejó Columbia en 1939 para probar la vía independiente, pero las dos empresas que fundó tuvieron corta vida (la segunda de ellas se llamó, en forma significativa, Liberty Films). Después de un par de producciones deslucidas para la Paramount en 1950 y 1951, dirigió sólo algunos documentales educativos y un par de ficciones para productoras chicas. Se retiró en 1961, a los 64 años.
Las primeras películas
Más allá de Capra, hay un sabor específico en las comedias de los años 30 y 40: el blanco y negro, la pantalla angosta, la filmación en estudio (son de morirse esos subtes y tranvías de mentira que circulan al fondo de la plaza de Arsénico y encaje antiguo, que estrenó en 1944), los trajes, vestidos y sombreros, la gestualidad sobria y elegante, la cámara funcional. En la década del 40 se impuso una visual mucho más rebuscada, pero sus trazos en el cine de Capra son tenues, y se pueden rastrear, sobre todo, en las escenas en claroscuro de Arsénico y encaje antiguo.
Las entradas de cine eran baratas y el porcentaje de personas con la secundaria completa en Estados Unidos era un tercio de lo que es ahora. No había Christopher Nolans ni Charlie Kaufmans en aquella Hollywood. El cine se hacía para el “hombre común”, con una educación y cultura medianas para los estándares no muy elevados del país. Lo de Capra iba más allá, ya que él parecía identificarse profundamente con las aspiraciones, expectativas y problemas de ese “hombre común”, y su ideología, profundamente optimista y conformista, consistía esencialmente en llamar la atención sobre todo lo disfrutable que hay en nuestra vidita: la amistad, los hobbies, el entretenimiento sano, la familia, las retribuciones que uno “naturalmente” va a recibir por llevar la vida con decencia y generosidad. En su universo vemos muchas personas que padecen necesidades, pero estas casi siempre se atenúan gracias a que los millonarios hombres de negocios se convencen de que es mejor ser menos avaros, conformarse con lo que ya tienen y tratar bien a la gente. Una buena indicación de su anti-intelectualismo es que el personaje del médico asesino interpretado por Peter Lorre en Arsénico y encaje antiguo se llama Dr. Einstein.
Vive como quieras
La oscarizada Vive como quieras (1938; se exhibe mañana a las 20.00, en la sala B del Auditorio Nelly Goitiño) debe ser, de todas las películas programadas en este ciclo, la que envejeció peor: un millonario arrogante y esnob conoce a un señor que menosprecia el dinero y lleva una vida poco convencional. A partir de ahí, el millonario se convierte en filántropo, revaloriza la amistad y las diversiones simples y se libera de la estresante obsesión por acumular dinero.
Aparte de la ingenuidad del planteo, hay algo muy bobote en la manera de mostrar (en un marco autocensurado) cómo sería un grupo humano en el que prime la libertad y cada uno haga lo que quiere. De todos modos, es posible apreciar con claridad algunos de los componentes del encanto del cine clásico, que tienen que ver con la sencillez funcional de la cámara y el énfasis en las actuaciones. Hay dos momentos increíbles: uno es el diálogo entre Vanderhof (Lionel Barrymore) y su nieta Alice (Jean Arthur). Con la presteza habitual, Capra establece el asunto principal ‒el inminente casamiento de ella‒ y además enfatiza la presencia del espejo, que va a ser un motivo importante en la conversación. El centro emotivo de la escena es un plano fijo de dos minutos de los dos personajes, que nos permite apreciar toda una modulación sutilísima de impresiones y reacciones. Esa manera discreta, digna y enteriza de expresar los sentimientos, desplegados en un tiempo cómodo, fue desplazada, en el cine hollywoodense más reciente, por el criterio publicitario de hacer un picadito de “mejores momentos” de cada actuación en el montaje de planos individuales.
Aún más increíble es el plano de más de cuatro minutos y medio en el que dialogan Kirby (Edward Arnold) y su hijo (un jovencísimo y longilíneo James Stewart). La conversación está llena de entredichos, frases interrumpidas y silencios, en un contexto en que Tony sabe que está lastimando a su padre, y sin embargo el afecto entre ambos es inquebrantable. ¡Cómo actúan! La cámara no hace más que ajustarse a los eventuales movimientos de uno y otro, siguiendo siempre el criterio de mostrar a ambos con el mínimo de desperdicio del espacio del encuadre. Sin embargo, cuando Tony se retira y Kirby queda solo, la cámara ya no ajusta el encuadre, dejándolo solo, aplastado en la zona inferior del espacio vacío.
Qué bello es vivir
Al igual que Vive como quieras, el título Qué bello es vivir (1946; se podrá ver mañana a las 17.00) es una moraleja. Pero, a diferencia de la anterior, esta es una de las joyitas de la Hollywood clásica: todo cierra y uno no puede sino maravillarse frente a tal desborde de talento y competencia técnica que derivan en una increíble frescura: durante la noche de Navidad, arriban al cielo las oraciones de un tal George Bailey, que está en apuros y contempla suicidarse. Así, asistimos al diálogo entre dos complejos de galaxias, y se entiende que una de ellas es José y la otra es su superior (¿Dios?). Ellos asignan a un ángel la misión de tratar de convencer a George de que cambie de idea. Pero antes tienen que preparar al ángel, contándole la historia de su vida, que visualizamos: en la jerga cinematográfica, a la voz over subnarradora que nos cuenta la historia en forma objetiva se le dice “la voz de Dios”, pero, en este caso, se trata literalmente de eso. Cada una de las escenas es perfecta, encantadora y llena de sustancia afectiva e interés, los diálogos son un primor, las actuaciones espectaculares (de vuelta James Stewart, en uno de sus roles más intensos, y Lionel Barrymore haciendo de ricachón avaro, es decir, lo opuesto a su personaje en Vive como quieras). Cuando la trama arriba, finalmente, al “hoy” (la Navidad de 1946), la táctica del ángel consiste en mostrarle a George cómo sería un mundo en el que él no hubiera existido, y esa secuencia de 15 minutos es una de las primeras y más famosas instancias de realidad alternativa en una película. El final debe ser el más intensamente feliz de todos los finales felices del cine. Aun el lector inflexiblemente crítico, que dirá que las vidas de nuestro mundo real no suelen ser tan bellas como la que muestra la película, debe conceder que, al menos, nuestra vida es un poco más bella por la posibilidad de disfrutar de esa obra maestra deliciosa. Y fue la película elegida para abrir este ciclo.
Arsénico y encaje antiguo
Realizada en 1941 pero lanzada en 1944 (miércoles 30, a las 17.00), es una comedia totalmente distinta: en una jornada especialmente agitada, el protagonista descubre que sus dos adorables tías viejitas también son asesinas seriales. La cosa se complica con la intervención de un hermano de apariencia monstruosa y que también es un psicópata asesino. La comedia de engaños se tiñe con humor negro en un tono farsesco, con un increíble Cary Grant pasado de rosca, que puede hacer pensar en lo que vendrían a ser las actuaciones de Jerry Lewis o Steve Martin.
Antes de seguir con los demás maestros de la comedia estadounidense, en octubre habrá cuatro títulos más de Capra: Sucedió una noche (1934), El secreto de vivir (Mr. Deeds Goes to Town, 1936), Caballero sin espada (Mr. Smith Goes to Washington, 1939) e Y la cabalgata pasa (Meet John Doe, 1941).