¿Cuál es mejor? ¿Aquella película sobre el capitán español de tiempos de la conquista que se declaró independiente del rey de España y emprendió una enloquecida travesía en busca del Dorado? ¿O la del cauchero que quería construir un teatro de ópera en la selva para escuchar a Enrico Carusso, aunque eso implicara pasar un barco a pulso por encima de una montaña? ¿Y qué pasa cuando ambas, vistas y vueltas a ver desde hace treinta años, se ponen en la balanza delante de otro salto sin red; ese salto en el cual el director hace actuar a todo el elenco bajo el efecto de la hipnosis para dar así, más cabalmente, la sensación onírica de una aldea llevada hasta el abismo por una ilusión colectiva?

Hacer una lista de preferencias es una permanente negociación con uno mismo. Cuando esa lista trata sobre las películas que se han visto a lo largo de casi medio siglo, la negociación es más compleja. Se tiene que tomar en cuenta lo que ahora se conoce ‒qué es originalidad autoral y qué es impostura‒, pero defendiendo a quien uno era cuando recibió por primera vez el impacto de aquel film. Hay, entonces, películas que si se las viera hoy no treparían de los fondos de la tabla, pero que en aquel final de la adolescencia (El diablo en el cuerpo, de Marco Bellochio, 1986) golpearon como un uppercut de Mohamad Ali sobre George Foreman y dejaron en la lona todo lo que se había visto hasta entonces. O autores cuya obra entera hoy no es más que una línea al pie de página de una cinematografía secundaria, como el argentino Jorge Polaco, pero que con aquellas funciones de Diapasón (1986) o Kindergarten (1989) daban la sensación, a los veinte años, de ser la apertura de un portal hacia un universo irrepetible. ¿Les pasará algo parecido, dentro de otros veinte, a los hoy seducidos por Mariano Llinás y sus espléndidas Historias extraordinarias (2008) o La flor (2018)?

El problema, sin embargo, es Werner Herzog. Su conquistador enloquecido de Aguirre, la ira de Dios (1972) y su cauchero empobrecido de Fitzcarraldo (1982), vistas en los años ochenta, parados, ahora, frente al hipnótico profeta de Corazón de cristal (1976), que se acaba de ver, tardíamente, en la plataforma de streaming Qubit como una manera de festejar, el sábado 5, los 78 años del director.

Hay que evitar ceder a la tentación de pensar que ese es, de Herzorg, el mejor salto. Hay que defender al que uno era cuando se vieron sus intentos anteriores de hundir la garrocha en el diminuto cajetín metálico desde el que se impulsa la pértiga hacia lo que nadie ha hecho antes, corriendo, siempre, el riesgo de desnucarse. Hay que defender al mochilero que llegó a Iquitos a buscar la casa del Fitzcarraldo real y que entrevistó a los guías de la expedición de Aguirre, que no era la expedición de Aguirre sino la expedición de Herzog para filmar su Aguirre. Una expedición, la de Herzog, casi tan demente como la de Aguirre. Hay que defenderlo entonces del que uno es ahora y poner las cosas en perspectiva.

Corazón de cristal no es, entonces, la mejor película de Herzog, sino, y con honores, la tercera.