Cuando a Cannes se le venció el plazo de postergaciones y anunció su suspensión definitiva durante 2020, nadie apostaba por la celebración presencial de la Mostra de Venecia. Durante la última década, el festival italiano vivía una espiral de crecimiento en su relevancia, desde que su director, Alberto Barbera, logró ir convenciendo a la industria de Hollywood de que el Lido era una pista de aterrizaje mucho más apacible, serena y cercana en el tiempo a la campaña promocional de los Oscar que el hostil campo minado de la Croisette de Cannes. Así, en estos últimos años, Venecia ha sido el festival que bautizó a The Master, Gravity, Birdman, Spotlight, La La Land, Joker. O Roma, que es mexicana pero también fue la “película evento” de esa temporada.

Por eso, una dificultad añadida a las de por sí inmensas dudas sanitarias sobre cómo hacer viable la celebración presencial de un gran festival internacional –el segundo en importancia de los clase A– era la de cómo plantearse un Lido que pasase de ejercer de pasarela de todo Hollywood a tener que prescindir por completo de la presencia de estrellas estadounidenses. Esto pasaba por reinventar la Mostra en un doble sentido: por una parte, idear un sistema de protocolos sanitarios dentro del recinto del festival, y por otra, pensar cómo sostener una programación que no contase ni con el contenido del Hollywood más arty ni con la pléyade de astros en la alfombra roja de la Sala Grande.

El desafío de esta 77ª edición terminó de saldarse con varios triunfos, además del obtenido por la película estadounidense de la directora de origen chino Chloé Zhao, que se alzó con el León de Oro. Entre los logros se puede reconocer sin rubores a Alberto Barbera y su equipo: la constatación de que el segundo festival del mundo en relevancia artística puede tener lugar a la manera tradicional, con pases en pantalla grande y hasta seis películas diarias en la misma sala central del certamen sin consecuencias epidemiológicas constatables (aunque aún sea pronto para certificar esa garantía) es de manera muy clara un triunfo, no ya de la Mostra, de Venecia y de su dirección, sino de la propia “marca Italia”. Y, aún más allá, una victoria del cine como arte acorralado por la covid-19, condenado por algunos apocalípticos u oportunistas a encontrar ya su ventana natural en los festivales online y el visionado doméstico. Queda ahora, en apenas cinco días, la segunda prueba –y quizás aún más complicada– en España, con una de las cifras de contagio más elevadas y en una de la ciudades, San Sebastián, con índices de transmisión más preocupantes del país, donde se celebrará el segundo festival clase A de la covid-19.

Imponerse al presente

El segundo éxito de esta Mostra se refiere a su supervivencia en tiempo casi de autarquía cinematográfica, sin poder ser puente aéreo con Hollywood. Y es verdad que durante buena parte del festival las grillas de la programación crujieron. A la orfandad estadounidense había que añadir que la mayor parte de los grandes nombres del cine europeo han decidido hibernar un año y aguardar a Cannes 2021, a la vista de que un lanzamiento en festivales ahora mismo supondría una procelosa carrera comercial con las salas semivacías según las normativas de aforos de cada país y aún muy lejos de la normalización de la cartelera.

Por ejemplo, nombres como el del italiano Nanni Moretti, con su última película lista, desistieron de la Mostra, que achicó aguas como pudo y presentó un cartel de sección oficial en la que los escasos nombres reseñables eran una veterana marca habitual de la casa, como el ruso Andrei Konchalovski, el israelí Amos Gitai, el japonés Kiyoshi Kurosawa y dos enfants terribles amputados de Cannes, el mexicano Michel Franco y el húngaro Kornel Mundruczó. Y, además de eso, una excepción en el baldío de Hollywood, una película de maneras indie, dirigida por la china y emergente Chloé Zhao y protagonizada por Frances McDormand: Nomadland.

Poética antitrumpista rumbo al Oscar

Pues bien, mientras el nivel de calidad del festival zozobraba entre las medianías y alguna excepción notable entre las 18 películas en competencia, pueden llamarlo suerte o cálculo atinado, pero en su último día la muestra programó el film de Zhao para que se estrenase mundialmente apenas unas horas antes de su exhibición en el festival de Toronto. Así, llegaron al Lido los horizontes de la gran elegía de los marginados de Nomadland, que se erigen ya en cine instantáneo para la leyenda, aun manejando los materiales de la noble veracidad. La película de Zhao se centra en un personaje de los que se han etiquetado como white trash: los blancos que se han visto empobrecidos en Estados Unidos luego de la crisis. Esos que se interpretan como enfurecidos votantes potenciales de Donald Trump encuentran su reverso de nobleza, de valores e independencia innegociables en la mujer que encarna McDormand, agigantando su figura de actriz de talento ya inconmensurable.

Nomadland es una obra que habla de un viaje, de una antítesis de la epopeya estadounidense: frente a la colonización o a la conquista, lo que McDormand hace en esa vieja autocaravana cuyas cuatro ruedas la separan del suelo del homeless es perder territorio. Su voluntad de irredenta inadaptación es un torrente de cine que se entronca con obras como Viñas de ira (John Ford, 1940) y Días del cielo (Terrence Malick, 1979), y se erige como contrafuerte de las crisis que ya vienen y nos amenazan con dejarnos arrinconados en las lindes. Y de nuevo, esta Mostra marca el territorio de cuna de una película que llegará a la carrera de los Oscar con todos los puntos para que su poética antitrumpista gane casi todo cuando –tal vez– Trump haya perdido ya la Casa Blanca.

Junto a este memorable León de Oro, el jurado presidido por Cate Blanchett –casi la única figura de Hollywood que desafió la pandemia y viajó a Venecia– midió muy bien las decisiones para que todas las obras destacadas de la competencia encontraran su lugar. Así, el Oso de Plata a la mejor dirección fue para Kiyoshi Kurosawa por la relectura del clasicismo del cine de espías de A Wife of a Spy. Los premios de interpretación fueron para Pierfrancesco Favino, inolvidable en su papel del pentito de la mafia Tomasso Busceta, en Il traditore (2019), y aquí, en Padre Nostro, de Claudio Noce, encarnando a un magistrado contra el que atenta un grupo de extrema izquierda durante la llamada década de plomo italiana; y Vanessa Kirby, quien consigue cargar sobre sus espaldas la dosis de gélida insensibilidad que es esencia de la perturbadora Pieces of a Woman, de Kornel Mundruzcó. El Premio del Jurado fue para el Andrei Konchalowski de Dear Comrades!, por la evocación de una represión y matanza de obreros en la cuenca del Don de los años finales de Nikita Kruschev, cuando ya las fuerzas más regresivas preparaban su expulsión del Kremlin.

Es verdad que el gran patinazo de este palmarés sugiere una quiebra dentro del jurado. Creo intuir quiénes apoyaron como candidata a León de Oro a la infecta Nuevo orden, supuesta distopía del muy tóxico director mexicano acumulador de premios en festivales llamado Michel Franco. La suya es una película que –en la confusión intencionada de un guion que mete en un revoltijo una insurrección popular contra la oligarquía y el consecuente golpe de mano militar– se sirve de una orgía de violencia en la que caben violaciones, fusilamientos, incineración de cadáveres, la horca o la numeración en el cuerpo de los presos como en el Holocausto. Un sádico campo de juego que Franco embarra porque sabe que en ese terreno siempre tiene algo que ganar, como ha venido mostrando en Cannes. Y de la capacidad para conmocionar de esa cosa amoral que es Nuevo orden nace la única pústula en la piel noble de la cartografía del palmarés: ese Gran Premio del Jurado, el León de Plata para Franco por verter en la pantalla la huella ensangrentada del ADN de México como Estado fallido. La única grieta en esa superficie hoy ya tranquilizada, luego de la batalla en la que el cine, como arte de disfrute colectivo, venció a las sombras de la pandemia.

Alejandra Trelles, desde Venecia.