Equilibrios parece dos exposiciones o, mejor, una que se doblega, una que contiene a la otra: el montaje pide a gritos ser mirado como conjunto. Un enorme paralelepípedo (la sala 5) cuyas paredes blancas albergan, con generosos espacios entre sí, una docena de grandes telas blancas, enmarcadas en blanco e interrumpidas en su nívea existencia por livianos entramados de líneas, delicadamente producidas a lápiz, apenas realzadas con esporádicas, timoratas eclosiones de colores. Parándose así, en el umbral de la sala, la atmósfera se percibe ya como obra, como instalación, el blanco deja de ser neutro, se potencia, más bien, en la aparente (ahí está el nudo) continuidad con los cuadros. Se vuelve Stimmung, estado anímico, que empuja al espectador hacia una engañosa pureza: el blanco virginal, el blanco aristocrático, el blanco luminoso. El blanco entonces no es sólo una superficie que espera ser cubierta, es un componente cromático radical: como el negro, es ausencia de color, puede poseer pliegues terroríficos (a fin de cuentas, es el tono de lo fantasmal). Es un vacío al que, a menudo, asociamos ideas metafísicas sobre lo impoluto, lo absoluto, lo ominoso: en los interiores modernos, Le Corbusier pregonaba por paredes blancas que actuaran como dispositivos de limpieza moral de la sociedad; cuando Kazimir Malévich quiso redoblar la fuerza de su Cuadrado negro sobre fondo blanco pintó un Cuadrado blanco sobre fondo blanco; al principio de su producción George Segal despojaba de todo color sus esculturas “pop”, que reflejaban el abismo de alienación de su época, pintándolas con un blanco espectral.
Finkelstein prepara ese dispositivo cromático a gran escala para, de alguna manera, interrumpirlo, provocarlo: ahí arranca la “segunda” Equilibrios, o mejor dicho la propia muestra, los 13 cuadros. Como mencioné, lo hace a través de manifestaciones, ahora un poco evanescentes, más decididas, de líneas de grafito que se intrican, imbrican, enredan entre sí; crecen sobre los lienzos, cubiertos de acrílicos, y a veces de pastel al óleo, como si fuesen plantas trepadoras, con una andanza rizomática, adelgazando y engordando, alentándose y agotándose.
Al primer vistazo la serie parece el último anillo de una cadena de obras, donde, por lo menos a partir de la segunda mitad del siglo pasado, predominan el fondo blanco –un blanco más o menos sucio– y el “signo” –un signo más o menos agresivo– de naturaleza aparentemente caótica, que lo agrede e invade. Tal vez el precedente más emblemático y célebre sea la pintura de Cy Twombly: por supuesto que las operaciones de los dos artistas difieren y mucho, así como difieren con respecto a otro pintor que se ha movido a lo largo de coordinadas parecidas, Gastone Novelli, pero por cierto hay afinidades estéticas. No obstante, mientras en estos dos “antecedentes” es evidente el peso que el gesto violento tiene a la hora de “herir”, de alguna manera, su cándido soporte, para Finkelstein se trata de una labor más descansada y paciente, especulativa.
De hecho, de estos entramados ilusoriamente “confusos” realiza bocetos que luego “transfiere” a la tela. Más cercanía entonces tendrá con algunos trabajos a lápiz del que fue uno de sus maestros directos, aquel Nelson Ramos que en los años 60 y 70 solía dibujar manojos de diminutos signos que iban agrandándose y empequeñeciéndose, habitualmente atados, y manchas hechas de marcas abstractas, rostros, calaveras, etcétera.
Sin embargo, se podría pensar en el urdido finkelsteiniano como en una especie de escritura: María Eugenia Grau, la curadora, resalta cómo en estos cuadros está ausente lo escrito, a menudo protagonista en otras obras de la artista. Efectivamente no aparecen letras, pero esas nebulosas indeterminadas se podrían interpretar como máculas de escritura ilegible: la extraordinaria concordancia visual de Desequilibrios con algunos poemas “asémicos” de Vincenzo Accame sugiere esta posible lectura. Pero, en definitiva, ¿qué dibuja o finge escribir la artista?
La tentación de dar una interpretación en clave psicoanalítica es fuerte, considerado que Finkelstein es psicóloga. Pero no se trata tanto de analizar a la analista, que quedaría banalmente en lo anecdótico, sino de poner en juego categorías como sublimación y subjetividad, que parecen protagónicas. Estos “paisajes mentales”, bautizados así por Grau, hacen hincapié en una dimensión amorfa que repentinamente se metamorfosea en el vislumbre de algo “figurativo” –los “sexos femeninos y vello púbico” citados por Manuel Neves en el texto del catálogo–, y parecen así un manifiesto, solar, de un proceso de canalización y representación de las pulsiones (y uno donde el componente femenino es central: así, las manchas rojas o rojizas que interrumpen y adornan el flujo de los signos podrían hacer alusión al ciclo menstrual).
En efecto, las palabras de Finkelstein sobre la muestra, referidas por Neves, que hablan “de la Existencia del Ser y sus múltiples entramados de opuestos, de equilibrios y desequilibrios constantes”, parecen referirse a un mapeo de los irregulares movimientos interiores “trascritos”, con fibra y elegancia, a través de arabescos minuciosos y atrapantes. Finalmente, gracias a su empedernida ambigüedad, también se podrían leer como variaciones pictóricas de aquellos ovillos de sinapsis de la actividad cerebral que los escáneres 3D logran visualizar: se pasaría entonces de un plano psíquico a uno fisiológico y de un diario íntimo a la graficación de procesos comunes. En todo caso, laberintos en los que es grato perderse.
Equilibrios. De Andrea Finkelstein. Curadora: María Eugenia Grau. En el Museo Nacional de Artes Visuales (Tomás Giribaldi 2283). Hasta el 15 de noviembre.