Casi farsante (Bizarro, 2020) es el tercer trabajo de la banda rioplatense Chillan las Bestias, comandada por el oriental Pedro Dalton en los vocales. No es casual que este nuevo disco lleve un título: a diferencia de los anteriores (llamémosles I y II, o el de la vaca y el del mono, respectivamente), no responde a un mismo marco conceptual, no cierra una trilogía.
Primero, porque en esta ocasión las composiciones salen de la aridez sonora de sus predecesoras y se internan en terrenos más frescos (ay, qué vilipendiado concepto), más pop. Eso no quiere decir que Casi farsante vaya a sonar en los centros comerciales, pero sí que las canciones, grandes canciones, sean más amables sin perder profundidad.
Segundo, porque, a poco de publicarse su segundo álbum, la banda sufrió la pérdida de su guitarrista, Marcelo Chiachiare, Chacha, fallecido en 2017, y es claro que la muerte también es asunto de los vivos. Así, Chillan las Bestias incorporó a los habituales Pablo Ferrajuolo en bajo, Marcos Camisani en violín, José Navarro en batería y Franco Varise en piano, a Luis Filipelli en guitarra y a Marcelo Fernández en guitarra acústica, y reanudó la senda, sin autocompasión. Con sobriedad alemana y elegancia británica. Pospunk de Primera Junta-Plaza de Mayo, y de ahí al Buquebús.
Casi farsante es una pieza de las que no abundan. Hija de los puertos, tanguera como un Johnny Marr entonado con caña Legui, hermana de Einstürzende Neubauten y Tindersticks (los primos son innumerables), amiga de Nick Cave y Celedonio Flores. Una escena de Leopoldo Torre Nilsson, pavimento mojado, humo de cigarros y ceniceros llenos. Y, por qué no, un florero con una rosa roja. Si el don de los milagros fuera una certeza, podría ser que Roberto Arlt, hastiado de inmortalidad, abandonara su tumba para envidiar secretamente esos versos, algún pasaje melódico, la sombra de una canción.
Los tres discos de Chillan las Bestias suenan muy bien, pero en este caso me parece que las canciones son más redondas. ¿Puede ser?
Es un disco totalmente cancionero. Los otros son más como si fuera una sola obrita. Estas son canciones. Cambió un poco la pisada. Marquitos, Franco y Pablo siguen componiendo. En este disco hay dos canciones del Chacha, pero ellos son los que se encargan más de la parte compositiva. Y Franco tiene una inquietud con la música que es imponente. Siempre está tocando. Compone, compone y compone. Es una máquina, y está metiéndose en cosas raras. Ahora se compró un Körg, prueba con la tablet, el iPad, y está muy metido en ese viaje medio electrónico, de cables y cosas. En este disco marcó una presencia bastante grande. Aparte de que es un disco en el que el violín y el piano son los dueños de la pelota.
Es el disco más tanguero, sin tener tango.
No lo veo tanto en la parte musical, pero sí en el sonido. Este es hasta más pop. Un disco de canciones. “La vía”, “Sin casco”. Las siento más para el lado del pop o del rock. Capaz que antes el sonido era menos tanguero pero sí eran tangueras las composiciones.
¿Le prestás atención al tango cuando componés? Porque tu debut artístico vino de la mano de la carátula de Tango que me hiciste mal, de Los Estómagos, y ahora como que cierra el círculo. El tango, en tus composiciones, es como un río subterráneo que no se ve pero está.
Sí. Para mí, el tango es el rock de su época. La música emocional. El bajo mundo, la gente que trabaja en la noche. El tango me encanta, pero escucho poco. Ahora estoy muy colgado con el Tata Cedrón, un tango particular, muy poético. Me gusta mucho. Franco sí tiene ese viaje. Se viste con sombrero, su barrio siempre fue La Boca. O San Telmo. Ahora vive en el límite de La Boca, San Telmo y Barracas. Yo voy mucho a la casa de él, y el tango se vibra. El tango comercial, hecho para los turistas, y el otro, el de verdad. A mí me gusta mucho. El empedrado, el farol, es una cosa muy poética.
En cuanto a lo emocional, tengo la impresión de que las letras de Buenos Muchachos van en ese sentido, y las de Chillan las Bestias son más racionales. Sin embargo, al interpretarlas tienen el valor opuesto: las de Chillan apuntan a un lado más emotivo, y las de los Buenos piden ser racionalizadas, tienen algo concreto tras las imágenes y las metáforas.
Está bien. Esto se trata de sentir; vos lo sentís de afuera y yo de adentro, pero es lo mismo. Chillan tiene una impronta más emocional en lo actoral. Yo voy a Buenos Aires a grabar. No ensayo, no corrijo. Canto la letra de una, dos o tres veces, y queda así. Recién ahora, que grabamos en un estudio más chico, la dinámica fue otra. Ahí grabé los vocales separadamente. Grabé en el momento, con la banda, y volví a cantarlos de nuevo, como para que quedaran dos tomas. Los dos primeros discos de Chillan son en una toma. Creo que la música hace que la cosa sea más estructurada, cerebral. Es verdad que uso un poco más la cabeza para escribir en Chillan que con Buenos, con quienes hace 30 años que lo hago. ¡Y mirá que ahí también agarro el diccionario! En las dos cosas tengo una búsqueda. Y Chillan, a pesar de ser más estructurado, para mí es mucho más relajado. Al principio escribía para Chillan cuando estaba en Buenos Aires. Me metía las canciones instrumentales “en el walkman”, me iba a los bares, a tomar café de mañana, y escribía. Estaba con Buenos Aires. Después ya no fue necesario. Me di cuenta de que escribía para Chillan de una manera, y para los Buenos de otra. Y, quieras o no, la música que hace Chillan está hecha en Buenos Aires, así que escribo para allá.
“C.a.B.a”, por ejemplo, es una canción que pinta una ciudad completamente distinta a esta, más allá de las generalizaciones y semejanzas que pueda haber. Es una canción 100 por ciento porteña. Tiene elementos por los que podés decir que es Montevideo, pero no lo es.
No lo es. Justo esa canción tiene esa cosa directa de la [Casa] Rosada y de la avenida Callao, pero es como una manifestación en Buenos Aires, se vibra de esa manera. “Silba el tren”, me refiero al subterráneo, que vas caminando y sentís cómo cimbra la ciudad. Un montón de detalles que son de allá. Y escribo esas canciones pensando en ellos, en mis amigos. “Hábito al piano” es una cuestión personal con Franco, una vivencia de él. Él es el personaje que tengo en la cabeza en esa canción. En “La vía” está Pablo. Son argentinos, se va directo para ese lado.
¿Cómo hacés para separar los Dalton que trabajan en distintos proyectos? ¿Hay una rutina, un método? Porque, además, hacés mil cosas, no podés estar inspirado las 24 horas.
No, no lo estoy, y a veces se nota. A veces digo cosas de las que me arrepiento, pero todo no se puede. Pero es la misma persona que vive situaciones diferentes. Como compongo a través de la música, y no al revés, apoyo la letra sobre lo que me dan las bandas. Se da naturalmente. Si en un momento busqué escribir las canciones de Chillan en Buenos Aires para que no se mezclaran con las de Buenos, después me di cuenta de que era imposible. Da igual. Me apoyo en melodías diferentes, en métricas distintas. Obviamente hay puntos de encuentro, porque es la misma voz.
“La bajada empezó hace rato. Un día me di cuenta de que ya había pasado la mitad de mi vida: ¿hasta cuándo voy a vivir? A los 40 intenté pensarlo y no le di bola. No, no, sigo de largo, está todo bien. A los 48 me avivé de que me quedaba menos de la mitad de la vida. Y bastante menos. Y elegí este camino. Y eso, en las letras, se nota”.
Claro, pero no se confunde una canción de Chillan con una de Buenos Muchachos.
No. Incluso, no tengo problemas de dudar dónde depositar cada cosa. Las letras que escribo están apegadas a la situación social que vivo con las personas con las que compongo. Me pasa de estar con el Negro [José] Nozar [baterista de Buenos Muchachos], de hablar de cosas que después meto en las letras de la banda, y lo mismo me pasa allá con Franco, o con Pablo, que es un tirador de ideas. Es un tipo muy lector, está acostumbrado a leer y a opinar sobre lo que lee, y tira ideas. “La vía” es un tema del que me dijo el nombre y sobre lo que tenía que hablar.
Te pone en otro lugar como compositor, te da una premisa. Es un desafío distinto.
Claro. Me encantan esos desafíos. “Under the tilo’s tree”, de Buenos Muchachos, salió así. Fue una idea del Topo [Gustavo Antuña, guitarrista], que me describió una situación que le había pasado. “¿Por qué no hacés una letra de eso?”. “Uh, qué ladilla”, y salió. Está bueno. Es tremendo ejercicio. Y no estoy solo en el mundo, entonces, si un compañero me da un disparador, se va a re copar de que escriba sobre eso.
¿Influye, a la hora de escribir, que ya transitaste más de la mitad de tu vida?
Influye en la vida. Arranca por ahí. Escribo así porque vivo así. A los 48 me avivé de que ya está, que hay dos caminos, que tengo que elegir uno, y quedarme en ese. La bajada empezó hace rato. Un día me di cuenta de que ya había pasado la mitad de mi vida: ¿hasta cuándo voy a vivir? A los 40 intenté pensarlo y no le di bola. No, no, sigo de largo, está todo bien. A los 48 me avivé de que me quedaba menos de la mitad de la vida. Y bastante menos. Y elegí este camino. Y eso, en las letras, se nota. Te das cuenta de que, hoy en día, estoy haciendo de todo. Re tranqui, no desesperadamente, pero voy a hacer todo lo que pueda, todo lo que se me cante. Tengo ganas. De dibujar, de escribir, de ir para acá, para allá, de tocar con uno y el otro, de componer con Luciano [Supervielle], de hacer discos nuevos con Buenos, y voy, y voy. A veces me cuesta apretar clavijas en algunas cosas, me pierdo, pero ya está, le voy a dar para adelante. Si me llevo puesto algo, mala suerte. Pero tengo ganas de hacer.
¿Porque querés hacer o por dejar un legado?
Esto es para mi vida, no para mi muerte. Legado voy a dejar un montón, no tengo dudas; más que nada, buena onda, buena vibra, amor. Pero esto es la necesidad física de hacer. Necesito dibujar, escribir, cantar. Y lo voy a hacer en vida. Después, la cantidad que quede me da igual.
¿Cambia el qué decir?
Sí, claro. Igual hay un momento en el que te das cuenta de que sos un reflejo de lo que hacés. Lo que escribís es un poco eso. En mi vida, por ejemplo, el tema emocional, por ejemplo, está súper bajo. Tranquilo. Pasé para el lado sentimental. Escribo de adentro para afuera, me reviso. Y cuando tengo algo muy emocional lo escribo, lo saco para afuera, pero no lo muestro así nomás. Hay cosas que sí, porque soy humano y está bueno patear el tablero. Pero con el cuidado de ver para qué sirve, a quién lastimás, montones de cosas que me planteo, actualmente.
¿Y antes no?
Antes no, porque me parece que no lastimaba a nadie directamente. Pero hacía cosas peligrosas. Una letra como “Iris de morfina”, si querés, es peligrosa. Hubo mucha gente que quedó ahí adentro, y se fue. Tengo que ser responsable de lo que estoy diciendo, y hacerme cargo.