Algo curioso que sucede al envejecer es que las películas de terror se sienten como comedias, al tiempo que lo verdaderamente espeluznante empieza a hallarse en los dramas. Esto parece saberlo Charlie Kaufman, quien a pocos meses de cumplir 62 años (ya muy lejos de ese tipo de 40 y pocos que llegó a la fama con el guion de ¿Quieres ser John Malkovich?, en 1999) acaba de estrenar un drama existencial en el que el monstruo encerrado en el sótano no es otra cosa que el tiempo. En Pienso en el final, es como si Kaufman librara una despiadada partida de frontón contra sí mismo, una lucha dentro y fuera del film en la que un montón de teorías se rebaten y reformulan una y otra vez, con el anhelo de que en ese ida y vuelta se pueda fundir el motor del tiempo.
La pareja que protagoniza Pienso en el final habla mucho. Pero mucho. Un trayecto ida y vuelta en auto y una cena incómoda en lo de los padres del novio son suficientes para dar cita –de forma literal o por mera alusión– al comienzo de Anna Karenina, a un poema de William Wordsworth, al eclipsante suicidio de David Foster Wallace, a las emociones que se disparan con el cuadro Christina’s world (de Andrew Newell Wyeth), a una lectura feminista de la crítica que hace Pauline Kael sobre la actuación de Gena Rowlands en Una mujer bajo la influencia (1974) y a un guiño al famoso discurso de John Nash cuando recibió el Premio Nobel en Matemática.
Jake y Lucy (o Louise, o Luisa, o Yvonne... no nos adelantemos, ya habrá tiempo para explicar) son articulados en lo que les falta de asertividad, pero en todo momento parece que ellos fueran la pizarra en la que Kaufman desarrolla, debate y contrapone estas teorías. Al parecer, esto fue lo que más le molestó a mucha gente que vio el film; es decir, la manera en que la historia puede ser vista como un mero biombo, una excusa para el planteo de todas estas teorías. El error de esta gente es que no sabe de qué lado del biombo está.
Más allá de todos los giros, los fuegos de artificio y los juegos de cajas chinas metanarrativas que tiene el cine de Kaufman, siempre pareció que lo más interesante de sus obras no era tanto lo que pasaba en el film, sino de lo que se trataba el film. En este sentido, en sus películas, más que a personajes, casi siempre nos enfrentamos a premisas, ideas que toman una forma humana, como pueden ser la verdadera dimensión y los efectos de la escritura y la autoría (El ladrón de orquídeas, 2002) o bien los fundamentos de lo que es un recuerdo, y cómo nos construimos a partir de ellos (Eterno resplandor de una mente sin recuerdos, 2004).
La queja parece ir no sólo en la paja intelectual, sino en que el director les “haga” decir a los personajes estas cosas. El problema con este razonamiento es que con él se pierde de vista (agárrense que vienen los spoilers) el hecho de que, en realidad, en Pienso en el final no hay personajes, sino más bien instancias, recuerdos, fantasías, traumas, proyecciones y remordimientos de una misma persona.
La doble premisa
Esta premisa se desarrolla en dos instancias. Una primera, que se basa en la noción de que no hay intersubjetividad plena posible. Nunca hablamos realmente con un otro, siempre estamos triangularizando el vínculo, hablando a través de una especie de pantalla en la que, tal como se señalaba en el anterior párrafo, el verdadero contacto es con una especie de sombra platónica hecha de fantasías, recuerdos, proyecciones, traumas, remordimientos. Esta imposibilidad comunicacional, esta grieta primigenia con el otro es una falla geológica que atraviesa todo el cine de Kaufman.
La segunda premisa es que, así como no hay intersubjetividad posible, tampoco hay chances para una verdadera singularidad: todos somos una especie de compendio de citas, ideas ajenas, parches cosidos unos sobre otros con base en lecturas, personas a las que amamos, enemigos que nos hirieron. En definitiva, el otro es como un virus que, una vez que entra en nuestro organismo, comienza a formar parte de nosotros.
En Pienso en el final hay tres historias que parecen ir en carriles paralelos, pero que en realidad se entrecruzan todo el tiempo: en el registro más epitelial, está la historia de Jake y Lucy cuando van a conocer a los padres del primero; en uno más profundo, la relación entre dos protagonistas de una mala comedia romántica dirigida por Robert Zemeckis; y, en algo anterior a todo eso, a nivel casi molecular, el retrato de un señor entrado en años que oficia como conserje en un gigantesco liceo.
En la cena en la que Lucy conoce a sus suegros, lo que en principio parece un cambio parpadeante de tonos y estilos de actuación termina revelando que los que están en la mesa son distintas versiones de los allegados de Jake. Ahí, los padres titilan entre distintos momentos de su existencia, que podemos determinar por la acentuación o el empeoramiento de algunos aspectos de su salud física y mental. Por su parte, Lucy adquiere una dimensión aún más intrincada, recibiendo múltiples nombres, personalidades y oficios. A nivel performativo, toda la escena es un dispositivo fascinante, sobre todo en lo que refiere a Jessie Buckley, cuyo papel es capaz de ser desmontado en múltiples Lucys tan sólo por el ángulo de una sonrisa, el calor o el frío de su mirada o un leve encorvamiento de hombros. Todas esas Lucys no son la Lucy que fue, sino la Lucy que podría haber sido, una persona que compone diversos personajes creados en la mente de Jake, o más bien extensiones propias, esquirlas dispersas de su personalidad. Ya en el comienzo, ni bien emprenden el largo trayecto de carretera, sentimos una extraña sensación de que todo lo que piensa Lucy, todo lo que aparece frente a nosotros en forma de voice-over puede ser escuchado por Jake. El tema es que, la escuche o no, Jake parece hacerse el boludo y concederle a ella ser el falso punto subjetivo del film.
El asunto adquiere otra dimensión con la aparición del conserje, que cualquiera que esté lo suficientemente despierto entiende que no es otro que Jake de viejo.
Estos ejes temporales entran en colisión cuando la novia de Jake (una o varias de sus versiones) entra/n a su antiguo liceo y se topa con la versión de Jake viejo, solitario, macilento. Cuando ella le pregunta si vio a su novio, el señor le pide alguna descripción y ella no sabe describirlo. Más que no poder describirlo o no poder recordarlo, no lo tiene del todo registrado. Intentar hacerlo se asemeja a “recordar el aspecto de un mosquito que te picó hace 40 años”, dice ella. Sólo está el recuerdo de una salida nocturna, un chico que se la quedó mirando en un bar y que le pareció molesto y perturbador. En esta descripción despiadada, se acerca a una de las versiones más certeras de lo que verdaderamente sucedió: Lucy, Luisa o Louise, científica, poeta, pintora o gerontóloga, no son más que múltiples personas que se imaginó un chico solitario al cruzarse con una chica en un bar, diversas modelos de una misma mujer que permanecieron dentro suyo como una especie de bálsamo para sobrellevar su vida solitaria.
La doble rebelión de Lucy
Lucy lleva una doble rebelión vinculada a su existencia, o a la falta de ella. En un primer sentido, ella es una parte de Jake que no se sabe bien si intenta despertarlo o sumergirlo en una especie de sueño. La frase “estoy pensando en el final” que en la película ocupa la función de un ritornelo (pequeño retorno) al comienzo parece la voz de una persona que quiere separarse de su reciente pareja, pero termina revelando la voluntad de muerte del conserje. En algún sentido, esta frase y su cambio de contexto recuerdan mucho a un famoso sueño relatado por Freud en La interpretación de los sueños, en el que un padre que vela por su hijo lo vuelve a ver por un momento, parado frente a él, y le escucha decir: “Padre, ¿no ves que estoy ardiendo?”; el padre se despierta y descubre que una vela estaba quemando al niño muerto, y el resplandor de la luz del potencial incendio es como si se filtrara en el sueño. La lectura más clásica de esto sería que la realidad encuentra la manera de abrirse al mundo de los sueños, pero el sueño parece operar de otra manera, utilizando sus recursos para recubrir aquella irrupción del interior con otros elementos oníricos que mantengan al padre sujeto al sueño. Así, la repetición de ese “estoy pensando en el final” es tanto una irrupción del inminente suicidio de Jake como una forma que tiene la película/narración de galvanizarlo o acolchonarlo por medio de la fantasía.
Este colchón de fantasía entre lo real y lo imaginario parece ser fundamental. Sin embargo, la verdadera dimensión del peso de la fantasía está asociada al papel de las mujeres que aparecen en el film, y que da lugar a la otra rebelión de Lucy. Una de las principales críticas de Pienso en el final es la manera en que se intenta meter cuchara en algunas disquisiciones actuales del feminismo, como si fuera un mero tanteo de teorías para agregar al arsenal de citas. En el cine de Kaufman las mujeres han tenido un amplio rol, pero en muchos casos han caído dentro del arquetipo de la manic pixie dream girl, que, en la teoría cinematográfica estadounidense, suele encarnar a esos personajes femeninos casi siempre encantadores, medio desprolijos y espontáneos, con elementos fascinantes y contradictorios que están en la trama para lograr que un protagonista gris o triste (preferentemente masculino) descubra una nueva forma de vivir más alegre e intensa. De toda la plétora de las manic pixie dream girl retratadas en el cine, uno de los personajes más icónicos es el interpretado por Kate Winslet en Eterno resplandor de una mente sin recuerdos. En este sentido, por momentos podríamos sentir a Lucy como un personaje femenino que quiere escaparse del influjo de este arquetipo que la piensa (Jake) y que la escribe (Kaufman). Es un paso más de lo que planteaba el film Ruby Sparks (Jonathan Dayton, Valerie Faris, 2012), en el que un escritor creaba y traía a la realidad a un personaje femenino, pudiendo cambiar su personalidad o atributos simplemente al narrar o introducir otros aspectos en su máquina de escribir.
Todas las instancias de Lucy son variantes de una persona que apenas llegó a toparse con un hombre que nunca pudo tener un verdadero vínculo con nadie. De ahí hasta la referencia a la actuación de Gena Rowlands tiene sentido: no sólo forma parte de un artículo de Pauline Kael contenido en un libro que se logra divisar en el cuarto de infancia de Jake, sino que también habla del estilo de actuación de varios modelos de una misma mujer, que debe interpretar Jessie Buckley (“Rowlands externaliza la disolución esquizofrénica. Su personaje Mabel se fragmenta ante tus ojos: un circo de tres pistas podría estar tomando lugar en su cara. La performance de Rowlands es suficiente como para media docena de tours de force, una fila entera de oscars... es agotador. Posiblemente, ella sea una gran actriz, pero nada de lo que hace es memorable, porque hace demasiado. Es la actuación más transitoria que haya visto”), como también el papel de las mujeres en el cine en general, y específicamente en el de Kaufman (el personaje femenino de la película de Zemeckis puede aludir a este tropo).
Cuando, por fin, el conserje toma contacto con su propia creación, cuando escucha de esa misma boca que ella nunca lo llegó a conocer, que sólo fue un pibe que se la quedó viendo y nada más, hay algo de la fantasía que se cae. Ante él está la nada y no queda mucho más que el pasaje al acto, el auténtico suicidio que termina por borrar todas esas versiones, toda esa parafernalia que lo había sostenido todo este tiempo.
Pienso en el final. Dirigida por Charlie Kaufman. Con Jesse Plemons, Jessie Buckley, Toni Collette, David Thewlis. Estados Unidos, 2020. En Netflix.