Algún día nos encantará recordar incluso esto. Repasando los discos que alcanzaron a editar unos reformados New York Dolls luego de aquella milagrosa reunión orquestada por Morrissey 30 años después de su separación, el nombre del primero de ellos –One day it will please us to remember even this (2006)– brilla como una revelación ante la noticia de la muerte de Sylvain Sylvain, el titiritero detrás de los Dolls. Su despedida –el miércoles 13 de enero, un mes antes de festejar sus 70 años– deja a David Johansen como el último sobreviviente del grupo, algo que efectivamente supo ser durante casi todo el tiempo que estuvieron separados, al menos dentro del mundo del espectáculo, y bajo el nombre de Buster Poindexter.
Pero el efecto de aquel título de disco, que será cada vez más contundente con el paso del tiempo, también recuerda que los Dolls siempre tuvieron razón, algo que resultó evidente –a diferencia del también apropiadísimo título de su segundo disco, Too much, too soon (1974)– sólo cuando ya era demasiado tarde. “No se puede depositar influencias en el banco”, se lamentó alguna vez Sylvain, consciente del influyente lugar de la efímera banda dentro de un hipotético panteón del rock’n’roll, pero al mismo tiempo incapaz de olvidar todos los fracasos por los que se arrastraron hasta terminar ahí.
Nacido en El Cairo, hijo de una familia que huyó de Egipto escapando del gobierno de Nasser luego de la crisis del Canal de Suez –primero a Francia y luego a Estados Unidos, donde terminaron abriendo un negocio de ropa en los suburbios de Nueva York–, el pequeño Sylvain Mizrahi nunca pudo olvidar cuando, ya de grande y con los sueños rockeros largamente perdidos, entraron los integrantes del grupo Poison en el local que había vuelto a abrir. Uno de los mejores ejemplos de la camada de grupos de los 90 que descubrieron cómo facturar como corresponde sus influencias, le declararon entonces su fanatismo a Sylvain, le pidieron autógrafos y compraron sus prendas. Sobreviviente de demasiados campos de batalla, siempre pensó que debió haber sido menos amable con ellos. Tal como hizo su madre cuando le escuchó decir por primera vez que quería ser estrella de rock, que le pegó un cachetazo y recordó el mandato familiar: “Vas a aprender a cortar camisas”.
Terminaría uniendo ambos intereses para un grupo cuyo look desafiante estuvo siempre a tono con el rock excitante, inspirador y destartalado que fue capaz de crear (inmortalizado en algo parecido a toda su gloria en su aún fascinante debut homónimo, grabado en 1973). Eso sí, nunca hubo sofisticación en los Dolls: como apunta el diario francés Libération, lejos del aspecto felino de Marc Bolan o de la presencia extraterrestre de David Bowie, lo suyo siempre fue de maquillaje corrido y prendas raídas.
El escándalo estaba asegurado, pero sus víctimas terminaron siendo principalmente ellos: dos de sus bateristas –el colombiano Billy Murcia y Jerry Nolan – y su guitarrista estrella –Johnny Thunders, leyenda por derecho propio– hacía tiempo que habían abandonado el edificio cuando el exlíder de The Smiths honró su fanatismo adolescente y se las ingenió para devolverles algo de todo lo que le habían dado, regalándoles un segundo acto en su carrera al convencerlos para reunirse en Londres. Un evento que tiene su mejor retrato en el emotivo documental New York Doll (2005), dedicado a Arthur Kane, el bajista que tocó fondo tras la separación del grupo y se convirtió al mormonismo, pero alcanzó a ocupar su lugar en el escenario del Royal Festival Hall, cumpliendo su sueño más preciado justo antes de que se lo llevase la leucemia.
En aquella película Sylvain mantiene el porte, luciendo siempre un gorro enorme que –según aseguran los obituarios– llevó hasta el fin de sus días, junto con sus pantalones de cuero y toda la parafernalia a mano, sin querer rendirse al cáncer contra el que luchó durante los últimos dos años de su vida en Nashville, que lo obligaba a moverse ayudado por un bastón. Una actitud acorde con aquellas anécdotas de la primera época, cuando los Dolls se maquillaban y vestían para sus recitales pero, como no tenían dinero ni para un taxi, debían caminar caracterizados por una ciudad que no era conocida entonces por ser muy amistosa.
En sus memorias, Sylvain recuerda la noche que entró en un negocio de la zona italiana de la ciudad vestido “de cebra y leopardo, con glitter, plataformas y maquillaje”, y escuchó una voz con inconfundible acento peninsular salida directamente de El Padrino decir: “Las cosas que uno ve cuando no tiene un rifle a mano”.
Hábil declarante, rocker callejero y vital, caracterizaba los primeros tiempos de su grupo –que, como sucede cuando apenas asoman en la flamante serie de Martin Scorsese dedicada a Fran Lebowitz, aún es capaz de excitar a cualquier espectador ocasional– como de rock sucio y bello. “Si no te vuelve absolutamente loco y te hace querer bailar desnudo, mejor olvidate”.
Como recuerda el Times de Londres hacia el final de su necrológica, a pesar de los sinsabores que más de una vez había tenido en su carrera, Sylvain nunca dejó de tocar ni perdió su fe en la música a la que dedicó su vida. “Mi tipo de rock’n’roll siempre fue gracioso, sexy, querible y político cuando tiene que serlo”, decía. “Llámenme estúpido, pero todavía pienso que un día el rock salvará al mundo”.