Desde hace unos días está disponible en la plataforma Mubi, por tiempo limitado, el trío de películas de carretera de Wim Wenders, realizadas entre 1974 y 1976. Las tres son bien distintas entre sí, pero todas son impresionantes. Voy a explayarme sobre mi preferida, la primera de las tres, Alicia en las ciudades.
Fue el cuarto largometraje de Wenders, quien estaba afirmándose en el marco del Nuevo Cine Alemán. Este fue el más perenne de los “cines jóvenes” que habían pululado en el mundo hacia 1960 a partir del ejemplo y la influencia de la Nouvelle Vague francesa. La movida alemana surgió a partir de un manifiesto firmado en 1962 por un grupo de jóvenes liderados por Alexander Kluge. A diferencia de otros movimientos similares, los alemanes lograron que se instaurara, para alimentar la movida, un fondo estatal que era otorgado sin comprometer en absoluto la independencia creativa e ideológica y sin exigir ningún contralor de viabilidad comercial. Ello permitió el surgimiento de una segunda generación de realizadores que tuvo aún mayor repercusión que la precedente, y fue responsable por el momento de mayor circulación mundial del cine alemán desde la década de 1920. Los directores más famosos de esta tanda fueron Volker Schlöndorff, Werner Herzog, Rainer Werner Fassbinder, Hans-Jürgen Syberberg, Wenders y Margarethe von Trotta.
Alicia en las ciudades se rodó con un presupuesto modesto, en 16 mm y en blanco y negro. El rodaje se hizo en orden casi totalmente cronológico, en las distintas localidades en que transcurre esta película de carreteras transatlántica (y que no es, por lo tanto, estrictamente de carreteras, sino de viaje, ya que incluye tramos en avión, ferry y tren). Cuenta la historia de Philip, un periodista en crisis que no cumplió el encargo de escribir una nota para la cual le habían financiado un viaje de un mes por Estados Unidos. Derrotado y peleado con su jefe, Philip regresa a Europa (una huelga lo obliga a viajar a Ámsterdam, y no derecho a Alemania). En el aeropuerto de Nueva York hace contacto con una joven que, junto a su hija de 9 años ‒Alice‒, va a hacer el mismo viaje que él. A último momento, la mujer deja a Philip una esquela diciendo que tuvo que atender una emergencia, que por favor haga el viaje con Alice y que ella la recogerá al día siguiente en Ámsterdam. Sin embargo, la mujer no aparece ni da noticias, y el arisco Philip se ve en la circunstancia de cargar con la niña, tratando de averiguar dónde vive su abuela, que supuestamente se encuentra en alguna ciudad de Alemania que Alice no recuerda bien.
Así que, en un sentido, Alicia tiene una historia bien lineal: al inicio Alice es un clavo para Philip y ella obviamente no está nada conforme con estar al cuidado de alguien a quien mal conoce. Por supuesto, ella depende de él, y él es consciente de esa dependencia y sensible a ella. Más allá del aspecto funcional y del sentido de responsabilidad, de a poco empiezan a pasar bien juntos, a quererse. Entonces es la dinámica de la comedia romántica, pero aplicada a otro tipo de amor, el de la amistad o como sea que se llame el cariño (no pedófilo) entre un adulto y una niña. Lo más parecido a ello es el sentimiento padre-hija, y ese subtexto se activa: Philip empieza a funcionar como figura paterna para Alice, cuya madre es soltera. Por otro lado, la función protectora que le toca a un adulto cuando asume el cuidado de un niño parece encauzar a Philip, quien, al inicio de la película, parecía existencialmente perdido.
Esa dimensión más anecdótica y con un arco de desarrollo claro para ambos protagonistas reposa en buena medida en los dos actores principales. Rüdiger Vogler fue, durante unos años, el actor fetiche de Wenders. Y la niña Yella Rottländer es extraordinaria. Nunca se busca ganar nuestro sentimiento con gracias, con una desprotección exagerada, con una demostración de cariño ostentosa. A veces recurre a ciertas pataletas porque es el recurso que conoce para obtener ciertas cosas, pero tiene clara conciencia de que no está en condiciones de volverse insoportable. Es tan bella, tiene una mirada tan profunda, trasunta en forma tan neta (pero súper sutil) las emociones que deja escondidas, que es imposible no compartir el cariño, la simpatía y la compasión de Philip por ella, y los tres o cuatro momentos en que se ríe son luminosos, como regalos para el espectador.
Pero esto es sólo una parte de lo que es la película. La propia construcción medio casual, característica de las road movies, deja brechas por las cuales transpira una diversidad de temas o climas. Desde su película de graduación en la Academia de Cine y Televisión de Múnich, Verano en la ciudad (1970), Wenders tuvo la suerte de contar con la colaboración del joven prodigio Robby Müller, un fotógrafo holandés que, en aquel entonces, sólo había rodado un largo cinematográfico. Müller sería el director de fotografía de la mayoría de las películas de Wenders, y estaría fuertemente asociado, también, con Jim Jarmusch y Lars von Trier. Fue uno de los más grandes fotógrafos de la historia del cine. La idea de una película de bajo presupuesto en 16 mm puede sugerir un visual rústico, pero no es el caso aquí. Quitando unas pocas escenas dentro de un auto, es una película de trípode y grúa, con encuadres meticulosos. Es un blanco y negro muy particular, novedoso para su momento, obtenido casi todo con luz ambiente, con un contraste moderado cuya contrapartida es una fiesta de grises distintos, ligeramente extrañados por el granulado del 16 mm. La mirada mágica de Wenders y Müller les da a todos los ambientes una extrañeza de irrealidad casi futurista, acentuada por el hecho de que, curiosamente, nunca vemos mucha gente en esas ciudades grandes: puede haber muchos autos y muchos edificios altos, pero las personas visibles, constatables, siempre están solas o en pequeños grupos, contribuyendo a la sensación apocalíptica, solitaria. Aun en los pocos momentos en que vemos barrios de tradicionales casitas alemanas, la cámara nunca se deja seducir por la belleza de la tradición. Hay una atracción/rechazo muy particular por el ciclo vital de las ciudades en la era industrial casi posindustrial. Por doquier hay construcciones y demoliciones, estructuras funcionales afeando lo que fue bucólico, avisos, grafitis, neones y marcas, chimeneas y fábricas inhóspitas, boliches con azulejos en las paredes, viaductos tapando el cielo, basura desparramada alrededor de tachos mal cerrados. Esas imágenes increíbles nos parecen comunicar todo el tiempo una mezcla de fascinación y rechazo, como si fuera una nostalgia que nunca se permite la complacencia de refugiarse en un rincón impoluto, pero que, en medio de esa severidad impiadosa, no logra esquivar la búsqueda de una nueva forma de belleza decadente. Una parte nada menor de esa magia que permea la película tiene que ver con la música incidental del grupo coloniense Can: consiste en un acorde arpegiado repetidamente en una guitarra con cuerdas de acero, con intervenciones puntuales de metalófonos y de un sintetizador: estático, melancólico, volado, introspectivo, uno no se cansa nunca de oír esa música, que contribuye a imprimir a la película su sello tan especial.
Wenders fue el más nouvellevagueano de esa generación de cineastas alemanes. Se puede notar unos cuantos puntos de contacto entre Philip y el protagonista de Sin aliento (1960), por ejemplo. Philip no llega a ser un ladrón asesino como el personaje de la película de Jean-Luc Godard, pero es intempestivo (rompe el televisor del motel porque lo irrita la basura televisiva yanqui), irreverente, prescindente (le saca una foto al jefe mientras este lo está echando), quiere cierto apoyo pero se rehúsa a pedirlo, a veces no sabemos bien qué tiene en mente, se aburre pero nunca es propiamente abúlico.
Alicia es, como las películas de la Nouvelle Vague, una obra cinéfila, fascinada con la cultura estadounidense pero distanciada de ella y del capitalismo salvaje en que se fundaba. Esa americanofilia está en el propio esquema de road movie y, como para afirmar el vínculo, la acción empieza en el interior de Estados Unidos. Wenders hace un cameo a lo Hitchcock, como cliente de un bar, y pone en la rockola “Psychotic Reaction”, del grupo de garage sesentero Count Five. Más adelante, en el parlante del aeropuerto de Ámsterdam, llaman a “Mr. Wenders”. Vemos en la televisión un pasaje de El joven Lincoln (1939), de John Ford, y en una escena muy posterior, Philip hojea un diario alemán en que aparece con destaque la noticia de la muerte de ese cineasta (31 de agosto de 1973). Más adelante, en otro bar con rockola, ya en Alemania, la cámara se detiene en un gurí que está compenetrado escuchando un blues. Philip asiste a un concierto de Chuck Berry. En la época de la película (hace casi medio siglo), probablemente todo ello todavía tenía implicancias históricas vívidas: la forma en que la revolución industrial, un fenómeno originalmente europeo, floreció en forma desenfrenada en Estados Unidos y fue devuelta a su cuna originaria, Segunda Guerra mediante: Europa se vio desvirtuada por la influencia de las nuevas formas de capitalismo de la ex colonia, con sus componentes de injusticia y estética popular, pero también con nuevos elementos atractivos de juventud, libertad y novedad.
También es nouvellevagueana la informalidad de usar la película para rendir homenajes a referentes cercanos o lejanos. Aparte de los ya nombrados, hay guiñadas al escritor Peter Handke, amigo y colaborador de Wenders ‒vemos un libro suyo en la casa de Angela, y el propio escritor aparece en la platea al lado de Philip, en el concierto de Chuck Berry‒. Algunas de esas citas y homenajes se cruzan en un entramado temático complejo. Los créditos indican una participación de Lois Moran: no la ubiqué en la película, pero ella fue la inspiradora de la novela Suave es la noche (1934, de Scott Fitzgerald), otra de las que aparecen en la mesa de Angela. Ahí está también Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister (1795, de Goethe), que lidia con el viaje iluminador del personaje junto a su hijo. La canción de Chuck Berry, “Memphis, Tennessee”, también está dirigida a la hija chica, resonando con el asunto de la película. En el cruce en ferry cerca del final, la mujer que está canturreando es la compositora Sibylle Baier, autora de una canción entreoída, en una escena previa, por Alice en la radio (dicha canción, llamada “Wim”, está dedicada a Wenders).
La estructura abierta de la película permite distraerse con pequeñas magias que no aportan a la historia, pero sí a esa capa espesa de climas y temas que se entreteje con la anécdota: un pájaro volando entre los rascacielos alrededor del edificio Empire State, Jane Jarvis tocando jazz en el órgano Thomas del Shea Stadium, las llaves de una habitación de hotel en Carolina del Norte olvidadas entre los pertrechos de Phil, el curioso monorrail suspendido de Wuppertal, un niño juguetón corriendo en bicicleta. Y, siguiendo esa estructura casual, el final es abierto. Mucha cosa se resolvió, pero nos queda mucho para adivinar. Probablemente, para ambos (Phil y Alice), esos días pasados juntos quedarán como un recuerdo cálido, uno difícil de poner en palabras por la falta de eventos precisos y llamativos, ya que la mayoría de la sustancia de la película está a nivel de lo inefable, indescriptible, intransferible, aunque es también inolvidable.
Alicia en las ciudades (Alice in den Städten). Dirigida por Wim Wenders. Con Rüdiger Vogler, Yella Rottländer, Lisa Kreuzer. Alemania Occidental, 1974. Mubi.