Los espectadores se encuentran con una puesta en escena de gran impacto visual. Los personajes despiertan con la euforia de un nuevo día, pero el hilo de noticias que anuncia asesinatos, virus, guerras y miseria vuelve estéril cualquier esperanza.

Se podría decir que la obra presenta dos niveles: uno visual a modo de evidencia y otro, que surge del contenido, como un grito de alerta. En el primer caso nos encontramos ante un espacio definido por la destrucción y el caos. Los seres que lo habitan están atrapados en la lógica de la subsistencia diaria, en la que no existe la empatía. La función vital parece responder sólo a las reglas que dicta el mercado. En esa estructura son, a la vez, víctimas y responsables del desamparo y la desolación que los envuelven. El segundo nivel se desprende del canto de los personajes. A través de ellos, se van configurando algunas ideas reconocibles por actuales, y que son una advertencia de las consecuencias que se pueden sufrir cuando, en lugar de la acción comunitaria, prima la comodidad individual. “Un nuevo orden mundial, en el que el sonido de la voz se va perdiendo”, grita un personaje, mientras todos se transforman en rebaño.

La escena se convierte en una ventana futurista del mundo posapocalíptico gestado por un sistema hábil que ha aprendido a adaptarse a las circunstancias de cada paradigma, para sostenerse. Una red que le impone al ser humano necesidades absurdas, pero que funcionan a modo de anestesia. En este sentido, la dramaturgia le propone al público un problema de corte nihilista. Cada personaje aparece instalado en el impulso de su propia existencia por el solo hecho de despertar. Todos reproducen el absurdo de la comodidad en la que trabajar para tener, amar para olvidar el vacío y tomar pastillas para soportarlo y dormir son partes de un ciclo del que no se puede salir porque no se lo cuestiona o, tal vez, porque la búsqueda del amor redunda en complacencia personal.

Los personajes son una caricatura que no alcanza la categoría de lo humano. Apenas son un dibujo de lo que supuestamente deberían ser. Sin embargo, la idea de la caricatura tiene la habilidad de poner al espectador en el justo límite entre lo que se le está diciendo y lo que ve, de tal manera que logra tener la distancia necesaria para el análisis.

El espectáculo es un festín de cantos, bailes y colores en el que se levanta, a modo de irónico contraste, una oscura visión de la uruguayez. Cierta idea de destino trágico de lo que significa ser uruguayo, asociado a un comportamiento de apatía política y de olvidos, se va diseñando en escena. El punto de quiebre será la aparición de la bestia, que surge como una amenaza, al mejor estilo de Ionesco, sólo que en lugar de rinocerontes acá son carneros, vacas y toros. Los rumiantes representan la derrota del pueblo. Sobrevuelan a los personajes, que ven caer sobre ellos “la bosta”. Una fatal metáfora de lo que significa aceptar ser definidos por el sistema sin cuestionamiento alguno: “¿para qué pensar? Voy a matar al ser pensante que llevo dentro”, dice un personaje. En ese proceso, el miedo, la pasividad, el vacío crítico son los gestadores del animal opresor que viene a imponer el terror y el orden. La subversión se reprime para definir otra estructura de poder, en la que los personajes responden como un diseño sin voluntad.

La puesta en escena es un dispositivo de relojería precisa en el que la música, el canto y la actuación arman una coreografía compleja en la que todos juegan un papel indispensable. Incluso el sonidista, que debe estar más atento a los micrófonos.

Los actores están siempre en escena, y manejan el ritmo y la atención del espectador con un claro conocimiento del tempo necesario para mantener la obra sin que se pierda un punto del espectáculo.

Sin duda todas las actuaciones se destacan, pero queremos subrayar algunas. Andrea Davidovics, que fue vocalista de La Tabaré, y que con esta obra se despide de la Comedia, domina la escena con su evidente talento. Jimena Pérez maravilla con un trabajo en el que desarrolla, con inteligencia, su potencia vocal y su fineza actoral. Alejandra Wolff, también voz de La Tabaré en su momento, juega con gran solvencia escénica su rol a través de múltiples recursos. Luis Martínez y Leandro Íbero Núñez, por su parte, se vuelven claves en el proceso con natural destreza, como amalgama del puzle final.

En escena podemos apreciar un espectáculo completo, definido desde el texto a la dirección y construido desde el talento y la capacidad de trabajo que son propios de la Comedia Nacional. No sólo se trata de un diseño artístico bien elaborado: también es un acto de amor.

Si hay una esperanza de salvación de ese destino anunciado en escena, es, sin duda, la cultura. Como un espacio de desarrollo humano y de advertencia sobre los riesgos que corremos si nos abandonamos al impulso individual del deseo, frente a la necesidad social.

La euforia de los derrotados. De Federico Guerra y Tabaré Rivero. Dirigida por Tabaré Rivero. Dirección musical de Martín Jorge. Viernes y sábados a las 21.00. Domingos a las 19.00. Teatro Solís. Los domingos se pone a disposición el servicio de audiodescripción para personas ciegas o con baja visión.