Los primeros minutos de Las vacaciones de Hilda, primer largometraje de Agustín Banchero (Montevideo, 1987), que llega este jueves a las salas de Uruguay, nos preparan para la historia que vendrá a continuación. Afuera está la ansiedad de los tiempos que corren, exacerbada por la pandemia; dentro de la sala de cine los tiempos van a ser otros. La película nos pide paciencia mientras nos presenta algunos de sus artificios: filtros visuales sobre un agua omnipresente, junto a la música casi hipnótica creada por Daniel Yafalian. Durante las primeras escenas, una minúscula presencia moviéndose en la pantalla busca recordarnos que estamos ante una ficción, y sin embargo Hilda llega para que lo olvidemos de inmediato.

Todo gira alrededor de ella, y por lo tanto todo gira alrededor de Carla Moscatelli, cuya actuación podría ser definida como un tour de force si ella no la hiciera parecer tan fácil. Su personaje, una mujer sola y solitaria, se va delineando con el correr de los minutos, muchas veces a través del espacio negativo. Conocemos a Hilda más por lo que calla que por lo que dice. Por lo que los otros devuelven de sus interacciones con ella. Por las camas vacías en un dormitorio infantil. Por la cantidad de veces que les da la espalda a los espectadores, marcando la distancia.

Estoica. Inexpugnable. Tanto, que solamente sabemos su nombre por el título de la película, ya que en los 88 minutos no se la nombra. Hilda es una arquitecta que vive en el interior de Uruguay, ese interior urbano que acabamos de ver (con un tono completamente distinto) en La teoría de los vidrios rotos, de Diego Parker Fernández. En el pueblo de Concepción y sus alrededores, el empleado de un silo puede tomarse todo el tiempo del mundo para abrir una portera. La anciana madre de Hilda se toma todo el tiempo del mundo dentro del baño. Y la protagonista tiene permiso de perderse en la contemplación de una mancha de humedad.

La expectativa por la visita de su hijo parece ser justo lo que se necesitaba para que esta mujer imperfecta volviera a florecer, aunque solamente sea por unos minutos. Para arreglar la mancha de humedad (o conseguir quien lo haga) y cantar un tema de Los Iracundos a viva voz. Hay una Hilda golpeada que quiere ponerse de pie, aunque la historia le tiene reservados nuevos golpes, algunos mucho más gráficos que otros.

Las vacaciones de Hilda son dos películas en una, y la segunda es la que interpreta el título en forma literal. Como si fuera su propia precuela, volveremos el tiempo para entender un poco más, o ignorar un poco menos, acerca de su vida. Del invierno en Concepción pasamos a un verano en la costa, junto a los protagonistas de la fotografía familiar que la cámara nos mostró durante la primera parte.

En ese quiebre, doloroso quiebre, se da paso a una historia con otro ritmo. Con más diálogos, porque ahora Hilda está rodeada de sus hijos y junto a su marido. Irónicamente, estas escenas llenas de vida generan tensión en el espectador, porque las ausencias pueden tener los motivos más diversos. Así que algo tan inocente como la ida de dos niños al mar puede convertirse en la antesala de una tragedia.

Mientras nada explota, somos testigos de una relación de pareja que está como aquella rana que se encuentra en una olla con agua (otra vez agua) cuya temperatura sube en forma lenta, hasta el predecible final. La actuación de Edgardo Castro en este verano de risa, sexo y peleas colabora para mostrarnos otra foto de esa familia, diferente a la del portarretratos visto en el invierno, aunque visualmente sea exactamente igual.

Banchero, director y guionista, no tiene la intención de darnos respuestas sencillas. Habrá suficientes pistas como para construir un relato que una la segunda parte con la primera, siempre y cuando aceptemos que estamos ante una narradora confiable. También volverán los artificios, como un par de caras conocidas que reaparecen donde no deberían estar o la decisión de encuadrar ese verano de una forma diferente al invierno.

La carga simbólica de esta película no dificulta su comprensión, sino que enriquece la experiencia cinematográfica. La fotografía se combina con la ambientación sonora y con un elenco muy ajustado, que juega para que Moscatelli se luzca en el más amplio espectro de emociones. Las vacaciones de Hilda es un gran juego de equipo con dos capitanes, uno de cada lado de la cámara, que hilvanan una historia cuyo final podría llegar en cualquier momento. Y eso se siente.