Los viernes de tarde la ciudad se apaga con furia. Los autos parecen más apurados, las cortinas de los negocios bajan como con la intención de no volver a abrir nunca, y en las veredas van y vienen los planes del fin de semana. La vieja Terminal Goes, hoy reconvertida en plaza y centro cultural, es testigo del ajetreo pero con cierta indiferencia. Unos pibes juegan al ping pong y otros recorren la galería fotográfica, de un tobogán descienden sonrisas y más allá las patinetas intentan piruetas en el mismo lugar donde hace años estacionaba un Copsa destino Santa Lucía. Si hubiera que musicalizar esta escena, este espacio público rodeado de grafitis y tags, este reducto con vista a la bulliciosa avenida, es posible que lo primero que suene en nuestras cabezas sea hip hop o algo por el estilo. Sin embargo, en ese paisaje tan urbano de un momento para el otro comenzará a bordonear una guitarra criolla, un ritmo sincopado en seis por ocho, una chacarera.
“Churita mi buena moza / balanceando la pollera / bailando es la más donosa / morenita santiagueña / Con la chacarera doble / se curan todas las penas”. La canción que suena, aún de manera muy tímida, es “La sachapera” y es parte de la movida autogestiva que, como cada 15 días, monta el colectivo Cuchá Ronda Folklórica y que tiene como objetivo generar “espacios de encuentro con el fin de promover y difundir la cultura identitaria del país”. Son casi las nueve de la noche y se nota el apronte. Un flaco trae un parlante, otro cuelga un pasacalle que dice “Cuidar la pista es cuidar la peña”, sobre el respaldo del escenario –que oficiará de pista de baile– montan los músicos que prueban sonido y canciones. Por ahora sólo baila Jacqueline, una de las organizadoras, quien tira los primeros pasos con el lampazo para dejar el cemento lustrado en condiciones. Unos compases después comenta: “La peña surge en pleno contexto pandémico; había una necesidad colectiva del encuentro, de compartir arte. Los que somos parte de la organización somos artistas de distintas disciplinas, y hay otras formaciones académicas también, pero todos nos encontramos acá por el arte. Y en esa búsqueda, un día dijimos: ‘Che, ya está, juntémonos en una plaza con una guitarra y fue, que sea lo que sea’. Y fuimos dos, cinco, diez, 20, y de golpe fuimos 100”.
Gustavo Zidan, director del centro cultural, cuenta otro punto de vista del origen. Una noche, en plena pandemia, el sereno del lugar le manda un mensaje, ya entrada la madrugada, para advertirle que una gente estaba bailando y cantando con instrumentos en la plaza. Zidan no sabía de qué se trataba pero le pidió que le pasara con algunas de las responsables y les comentó que debían presentar una propuesta. Al otro día, cuando vio videos de las cámaras de vigilancia, le ganó el asombro. “Miro eso y veo una gente en el escenario, bailando en ronda, bailando desaforadamente en una especie de pericón, tocando el bombo legüero y cantando, me pongo a mirar eso y digo: ‘Esto es fantástico, no puedo creer lo que está sucediendo’. Ahí traté de ubicarlas y les dije para reunirnos: ‘Acabo de ver las cámaras y esto es fantástico, esto es la revolución’”.
Para cuando los músicos terminan de probar, ya se nota otro movimiento; el perímetro de la pista se puebla de una barra variopinta, las remeras de Indio Solari y de Nirvana se mezclan con las camisas y los pantalones de vestir, los jeans rajados, las bermudas y las medias de red, además de las típicas polleras campana que se usan en las danzas folclóricas; un perchero solidario ofrece varias para quienes quieran lucirlas. “Voy a tocar algunas chacareras que me acuerdo y alguna capaz no me la acuerdo y se la acuerdan ustedes, y la guitarreamos, porque es así”, dice David antes de empezar el show. “Yo me sueño a ratos / volteando quimeras / Ay, sed, que estoy viejo / Cansado de ausencias”. “Por seguir”, de Raúl Carnota, anima a un puñado de personas que revolean pañuelos imaginarios. El repertorio es abierto pero los organizadores procuran que no sea muy complejo, para que nadie quede excluido. “Baila el que quiera”, le dice Jacqueline a un vecino, “si vos querés bailar, te enseñamos”.
La organización está pero no se nota, los roles se intercambian con naturalidad: el que monta el espacio para la niñez luego intercambia el bombo legüero con quien hará parte del registro fotográfico, hasta que una música lo invite al enredo. “Hay gente que viene del ambiente y hay gente que cae de la nada. Hay gente que tiene grupos de danza y todo y hay gente que viene de vecinos, o de amigos de amigos de amigos; esa es la gracia”, relata Hernán, otro integrante del núcleo, y concluye: “Yo no soy muy del ambiente del folclore, pero por lo que cuentan sé que es muy endogámico: se conocen los que se conocen, hay grupos y cada grupo tiene su peña, y esa peña es de ese grupo, y el músico que va es de esa peña y de ese grupo. En cambio, la idea es que este espacio sea integrativo, que no sea la peña de Ipicuera o Siento el Compás. Viene gente de muchos grupos, se integran y bailan todos en ronda”.
A medida que el tablado comienza a poblarse, el círculo se hace notorio. Hay un paso básico que marca el ritmo: largo, corto, corto; a partir de esa secuencia cada uno suma tantas figuras como le permitan su experticia y su desfachatez. La base son chacareras, escondidos y zambas, aunque también se cuelan otros ritmos. Según Jacqueline, hay un debe con lo que se conoce como danzas de rancho, como la polca o la mazurca, ya que a pesar de que en el norte del país son muy populares, aquí en Montevideo hay un gran desconocimiento; eso los llevó en su momento a hacer un taller sobre polca; también la huella es una materia pendiente. “Si bien todas las danzas tienen un estudio académico y una especialización, acá apelamos a la búsqueda de la danza desde el ser parte, desde el compartir la alegría. Nosotros apelamos mucho a la ronda, porque si bien el folclore tiene esa cosa de danza tradicional, de pareja de frente, del saludo del coqueteo y demás, obviamente eso fue en los orígenes: hoy en día la mayoría sentimos el folclore desde la fiesta y desde el encuentro. Entonces, pensando en esto del encuentro, entendimos que la mejor forma y la más horizontal es la ronda, porque baila el que sabe y el que no; el que no sabe tiene dos personas al lado conteniéndolo, tiene gente enfrente y sabe que en esa ronda están todos a la par”, explica la bailarina.
La Negra también es parte de Cuchá y, al igual que el resto, pasa por diferentes estaciones: monta el perchero solidario, baila, toca el bombo y en un momento se encarga de musicalizar. Desde el costado de la pista relojea el ambiente y selecciona desde un celular las músicas. “Cuando estamos con el parlante hay que ir buscando qué precisa la gente; hay que buscar lo que les llega, en letra y en música, porque tenés que tener en cuenta las dos cosas”. En cuanto a la música en vivo, asegura que es una sinergia con los bailarines, con la energía del público: “Pueden estar nueve horas seguidas tocando y no se cansan, si no hay nadie bailando la quedan”. Para cuando suena “Campo afuera”, de Carlos di Fulvio, hay una alegría ancestral en el aire; el placer de bailar por bailar; las mejillas rosadas del buen cansancio y los pies descalzos dan cuenta de la fiesta. A esta altura hay un centenar de personas en torno a la danza; desde los bailarines profesionales a los de ocasión se emparejan en el redoble unísono de las palmas, ese instrumento percutivo natural con el que la peña late y hace resonar el chaperío. “Como nube en el aire quedó el polvaredal / Hojita y tala, flecos de luna, la chacarera”, canta Di Fulvio, y por un momento Goes es un pueblo perdido y la plaza, un patio de tierra.
Mientras algunos descansan y se refrescan, otros aprovechan un set milonguero. “Histeriquita”, de Cuarteto Ricacosa, invita a la pista a los amantes del género. Entre ellos, Silvana y Joaquín, que pertenecen a un grupo que se reúne a bailar tango, y que hace un tiempo se sumaron a la peña. Ambos coinciden en que es un lindo espacio de convivencia y que se nota que los organizadores se mueven mucho. “Nos encanta la chacarera y nos desestructura un poco aquello tan rígido del tango”, comenta Joaquín, mientras que su compañera asegura que “el secreto es bailar circular, no tiene más secretos. Es la potencia de bailar todos en ronda”. Luego de los tangos, Pablo, el que hace un rato colgaba el pasacalle y que también anda de rol en rol, se acerca al micrófono y desafía: “¡A ver quién se banca esta!”, y salta al ruedo con la “Chacarera del violín” de los hermanos Simón y Javier Zirpolo. “Violín que suena a lo lejos / al son de una chacarera / con el viento gime triste / como un lamento del Kakuy Turay”.
Para Jacqueline, tanto el ambiente del tango como el del folclore son muy cerrados. “Me explotó la cabeza al ver toda la cultura que había y tan reservada, tan para unos pocos. Me enojé bastante con eso y esta es mi forma de protestar”, cuenta entre risas. El colectivo difunde los encuentros a través de su cuenta de Instagram y financia parte de los gastos a la gorra. Aseguran que cada vez son más parte del barrio, que los vecinos los reciben con entusiasmo, incluso se arriman, y destacan el empuje y el interés del Centro Cultural Terminal Goes para que se genere ese sentido de pertenencia. A futuro, el principal objetivo es que siga existiendo ese “espacio sagrado” y seguir asumiendo los desafíos que surgen de hacer camino, como el Festival Terminal que organizaron en octubre; también se plantean que el proyecto tenga su propia infraestructura, ya que por ahora los equipos e instrumentos utilizados son personales.
Por un momento la pista queda vacía. Alrededor, la gente conversa y comparte; el panorama podría ser el de cualquier boliche montevideano cuando la primavera regala noches calurosas. A unos metros las patinetas siguen su viaje con destino a lo imposible mientras los niños incansables se deslizan por el tobogán. La plaza tiene propuestas y espacio para todas y todos y la convivencia se ejerce con naturalidad. “Esto es la revolución”. De repente se escucha: “Fue mucho mi penar andando lejos del pago / tanto correr pa’ llegar a ningún lado / Y estaba donde nací lo que buscaba por ahí”. Es el clásico “Entre a mi pago sin golpear”, que azuza el chamizo y enciende otra vez el baile. Primero son dos, luego cinco, luego diez, hasta que otra vez se arma la ronda. Es la medianoche y hay peña para rato.