El estreno acumulado de montones de películas uruguayas luego de la reapertura de los espectáculos públicos sirvió para dejar en claro un notable crecimiento, ocurrido en los últimos años, en cuanto a la pinta de las películas. De pronto, la mayoría de las películas uruguayas lucen igual de bien, o al menos casi igual, que las mejores producciones argentinas o brasileñas. Es el caso de La muerte de un perro, y es notorio desde las tomas iniciales de los perros con la imagen ralenteada. Lo del lucimiento visual incluye tanto lo fotográfico como la dirección de arte y la sabia elección de locaciones (la mayor parte de la película está ambientada en Carrasco, otra cosa que aporta a la peculiaridad de esta ópera prima de Matías Ganz).
La calidad de lo visual es más que un adorno, ya que contribuye a tematizar algunos elementos, como ser el contraste entre la arquitectura vieja de la casa de los veteranos protagonistas, atiborrada de muebles, no muy luminosa, algo severa con sus vitrales como de iglesia, con su escalera angosta, y la casa de la hija, de mejor condición económica, moderna, amplia, luminosa, con piscina, jardín, muchas comodidades. La toma, al inicio medio desconcertante (porque podemos no entender bien de qué se trata), de las luces arriba del quirófano veterinario, en que la cámara desciende para mostrar a Mario operando al perro, sirve para acentuar el paralelismo con el momento posterior, que empieza con una toma, al inicio descontextualizada, del techo del sótano lleno de gotículas de humedad. Luego, al igual que en la toma de la veterinaria, el encuadre baja para mostrar a Mario. Sólo que ahora, en vez de estar ocupándose de un perro, se ocupa del cadáver de una persona.
Lo de la pinta se extiende también a lo sonoro. La película tiene un diseño sonoro buenísimo a cargo de Sofía Scheps, quien aplicó a la ambientación sonora su inteligencia de compositora. Ella aporta también una de las mejores músicas incidentales del cine uruguayo, contribuyendo al clima peculiar generado por este “thriller torpe” y “comedia sangrienta”, como bien la describe el eslogan.
Los elementos de comedia quirky, que dan su carácter “torpe” al componente de thriller, son habituales en el cine uruguayo del siglo XXI. Mario es un protagonista como el que vemos en muchas películas de los hermanos Coen: nunca sabe cómo reaccionar cuando alguien se le enfrenta, tiende a ser inerme, pusilánime, y aunque pueda salirse con la suya en alguna situación puntual tendemos a encararlo como un perdedor. Como en el cine de Aki Kaurismäki, disfrutamos la gracia de ver a ese protagonista algo ridículo, callado, mirando hacia adelante con expresión indefinida y algo desvalido, en encuadres planimétricos. Sus acciones están intervenidas por pequeños accidentes: el perro que se cae de la mesa, el cierre del bolso que se tranca.
Lo que es original en La muerte de un perro, al menos en el panorama del cine nacional, es que esos elementos de comedia sutil se entremezclan con un trasfondo de comentario social. Si bien la película transcurre en un entorno que parece apacible, en un barrio pituco, y el único exabrupto se da en la manifestación de los defensores de derechos de los animales, la vida relativamente tranquila de ambas residencias (Mario y su esposa; la hija y su esposo) está constantemente vulnerada por un entorno de pobreza y de amenaza de violencia que, por lo general, vemos, al igual que los protagonistas económicamente acomodados, detrás de una barrera de intermediaciones. La señora se asusta de tirar la caca del perro a la basura porque hay una pobre mujer hurgando en el contenedor. La casa de la hija está llena de cámaras y cercada de alambre electrificado. Todos los días hay gente que toca el timbre para pedir. Silvia ve a la mucama andina como una amenaza, alguien que puede robarle cosas o facilitar la entrada de chorros a la casa.
El paralelismo aludido arriba confiere ironía al título. La película se llama La muerte de un perro porque toda la anécdota empieza cuando el perrito se muere bajo los cuidados veterinarios de Mario, y todo indica que hubo negligencia de su parte. Pero el título es también una alusión irónica al muchacho de clase baja que se muere más adelante: cuando las papas queman para el “nosotros” de la clase opulenta, un tipo como él no es más que un perro. O quizá sea incluso menos que un perro, ya que podemos suponer (aunque la película no aprovecha esa alusión) que su muerte no va a suscitar nada parecido a las protestas de los animalistas por la muerte de la mascota. Y podríamos incluso trazar algún paralelismo más, entre todo el plan de encubrimiento que ocupa la última media hora de metraje, y la primera acción humana que vemos en pantalla, que es una mano humana recogiendo caca perruna del pasto.
Los elementos de comedia sangrienta y thriller torpe son evidentes. El efecto, sin embargo, está medio matizado por un tratamiento muy pudoroso, discreto. Diría que es tímido, pero esto implicaría una voluntad de hacer algo más desinhibido, reprimida por un freno psicológico, y no me queda claro si fue el caso o no. Para mi gusto personal, el relato se hubiera beneficiado de una mayor agresividad en el comentario político-social, en la exposición de la violencia, en la generación de suspensos y clímax, en el humor. Pero esto es quizá salirse de las reglas del juego. La película tiene su clima especial, y es sin duda original, memorable, está muy bien realizada y señala varios terrenos fértiles que, ojalá, Ganz y otros cineastas que se inspiren en su ejemplo puedan desarrollar.
La muerte de un perro. Dirigida por Matías Ganz. Con Guillermo Arengo, Pelusa Vidal, Soledad Gilmet. Uruguay, 2019. Cinemateca, Torre de los Profesionales.