La tardía reapertura de los espectáculos públicos puso en riesgo la realización, este año, del más ambicioso festival de cine uruguayo. Pero las responsables no se resignaron: en 39 años, el Festival de Cinemateca (FCIU) fue omitido una única vez, en 1983, su segundo año de existencia, y no iban a duplicar ese registro de omisiones. Aunque sea fuera de época, casi a fin de año, superpuesto con el 15º Atlantidoc, a corta distancia de la fecha prevista para la edición de 2022, en este 40º año tenemos el 39º FCIU.
En su ya tradicional discurso de apertura, Alejandra Trelles, una de las programadoras, señaló el impasse que viven en este momento todos los eslabones del negocio/arte cinematográfico: “Cada entrada que se vende, cada decisión que de modo individual tomamos cada una de nosotras al acudir a una sala de proyección, es una suerte de voto afirmativo en estos comicios de la democracia de la cultura, por la supervivencia del cine tal y como fue concebido. Y como debe seguir latiendo”.
¿Una realización de emergencia, un gesto militante? Quizá, pero no se nota. Llevo vistas cinco películas y no hubo ninguna que no valiera mucho la pena. Esto no suele pasar en festival alguno. Cuando termine publicaré un repaso, pero en esta instancia intermedia me limitaré a la recomendación entusiasta de dos peliculones de una misma nacionalidad y que aún hay oportunidad de ver.
Cine rumano
La Nueva Ola Rumana se impuso con fuerza en el panorama internacional a partir del éxito de La noche del señor Lazarescu (2005, Cristi Puiu). Las dos películas rumanas de este festival muestran que el ímpetu sigue encendido.
Poppy Field (Eugen Jebeleanu) es, valga la contradicción, un ejemplar ortodoxo de Nueva Ola, con todos los rasgos de estilo de las obras maestras de hace 15 años: los planos extensos, la cuidada coreografía de cámara en mano, la preferencia por los colores fríos, la construcción dramática progresiva que termina atrapando a los personajes (y a los espectadores) en unos líos inconcebibles, la acción que transcurre en unas pocas horas (en este caso, una tarde y una noche), y un nivel de actuación de tipo naturalista que sólo tiene parangón en los cines iraní y coreano. Un gendarme gay se ve involucrado en la misión de establecer el orden en una sala de cine cuya función está siendo boicoteada por un grupo nacionalista cristiano ortodoxo que protesta contra la exhibición de una película que contiene una escena de lesbianismo. Lo que se nos aparece es la situación terrible de Cristi, que debe disfrazar, en el medio machista en que labura y en una sociedad conservadora, su condición de homosexual, y la principal manera de hacerlo es ostentando él mismo un comportamiento homofóbico. Mientras tanto, vemos la manera en que la Policía resulta mucho más connivente con el grupo facho que con los espectadores que vindican su derecho a ver la película, hay un caso de violencia policial y luego complicidad de los oficiales para el encubrimiento. Hay que ver el virtuosismo de las tomas de la protesta, con la cámara zarandeándose en medio de un montón de eventos con gente nerviosa hablando al mismo tiempo. También hay instancias de gran concentración, como cuando la cámara se planta en el rostro de un personaje durante siete minutos mientras cuenta una historia, lo cual, lejos de resultar árido, resulta de un poder inaudito, gracias a la calidad increíble de la actuación, del texto y del encuadre. (La dan hoy, miércoles 8, a las 20.30 en el Life 21).
Sexo desafortunado y porno loco (Radu Jude) es más radical. Tiene una concepción formal rarísima. La introducción tipo found footage muestra un video de un acto sexual muy colorido (totalmente explícito). Luego de ello, nos enteramos de que el video fue subido a internet y se viralizó, lo que puede llegar a complicarle la vida a la chica, que es profesora liceal. Mayormente, sin embargo, lo que vemos es a ella caminando de un lado hacia el otro y la cámara siguiéndola, casi siempre de lejos, y divagándose en carteles, marcas de productos y edificios en ruinas, además de los aspectos de una Bucarest ya sumida en la pandemia. Transpira un aire de agresividad, prepotencia contra los pobres y otros oprimidos, y elementos aislados por la cámara con un componente de ridículo, quizá tomados con cámara oculta. La segunda parte es casi un cortometraje dentro del largo: un “diccionario” de conceptos. La tercera parte consiste en la reunión de padres que quieren discutir la permanencia de la profesora en el liceo, en presencia de ella. Más allá de algunas intervenciones sensatas, en términos generales la discusión es lamentable, sumando, a todas las características humanas puestas de relieve en las dos partes anteriores, una enorme dificultad para articular una discusión real, es decir, una confrontación de argumentos pertinentes. Si el retrato que la película traza de la sociedad rumana tiene alguna validez, entonces tenemos allí la misma decadencia conceptual que atestiguamos en América Latina, pero, al menos para los parámetros montevideanos, sobrecargada por un racismo y un conservadurismo mucho más explícitos, además de una presencia militar-patriótica más fuerte.
Hay tres finales alternativos: uno correcto, otro negativo y otro grotescamente catártico. Hay rasgos del discreto humor rumano en la película, pero en una manifestación mucho más anárquico-corrosiva que en sus antecedentes nuevaolísticos, que hace pensar en la herencia de Dušan Makavejev. Hay un algo de Jean-Luc Godard también, en la plétora de signos visuales, la arbitrariedad alevosa de algunas opciones narrativas y el acopio de citas, algunas extensas, de pensadores tan variados como Walter Benjamin, Bertolt Brecht, Umberto Eco, Curzio Malaparte, Jean-Paul Sartre, Tzvetan Todorov o Virginia Woolf. (Mañana, jueves 9 a las 21.45 en Cinemateca, y viernes 10 a las 20.30 en el Life 21).