Esta es una película de celebración del periodismo y de sus componentes de aventura, excitación, descubrimiento, dilemas éticos y rigor que otorgan el carácter extrañamente adictivo que tiene esa actividad para sus practicantes vocacionales. Al igual que otras películas estadounidenses recientes que enaltecen la actividad periodística, como Spotlight (En primera plana, de Tom McCarthy, 2015) o The Post (de Steven Spielberg, 2017), esta tiene un factor nostálgico, impregnado de la triste noción de que la decadencia económica del periodismo, su reemplazo por el googleo y su corrupción por las redes sociales convierten toda aquella épica en algo que, si bien falta bastante para que desaparezca, ya no es lo que era.

Sin embargo, Wes Anderson es un autor que evita el componente confrontativo de la política, y en vez de concentrarse en casos reales del periodismo político del Boston Globe o del Washington Post, que revelaron casos de abuso sexual y actividades ilícitas del Pentágono, elige como tema un semanario ficticio dedicado a comentarios sobre cultura y sociedad. Dicho periódico, llamado como la película, The French Dispatch, habría sido fundado en Kansas pero se trasplantó, íntegro, a la ficticia ciudad francesa de Ennui. Pese al vuelco galicista, uno reconoce en la gráfica de la revista las características de The New Yorker, y al parecer varios de los personajes están basados en periodistas famosos de esa prestigiosa publicación.

De cierta manera, la historia del semanario The French Dispatch emula la de Wes Anderson, que no es de Kansas, pero nació y se formó en Texas, luego migró a Nueva York y actualmente vive en París, uno de los modelos de su Ennui. Es decir, oriundo de un lugar que, en términos culturales, suele ser visto como provinciano, pasó a las dos metrópolis culturales globales del último siglo. Entonces, además de ser un tributo a un medio periodístico neoyorquino en cuanto procedimiento de abordaje, esta película es también un tributo a la cultura y la sociedad francesas en cuanto objetos abordados, y desde una perspectiva que no deja de reconocer, aunque sea con cierta ironía esnob, sus orígenes provincianos.

En la anécdota, el fundador y editor de The French Dispatch dejó un testamento según el cual el periódico se dejaría de publicar cuando él se muriera, excepto por un número de despedida que debería contener su obituario y una retrospectiva con algunos artículos que habían marcado época. Este hilo conductor sirve de marco para tres episodios independientes, que recrean tres de esos artículos, que se corresponden a distintas secciones de la revista. Cada uno de tales episodios funciona en un modo doble: visualizamos el contenido del artículo en sí mismo y el trabajo del periodista que lo escribió. Cada una de las historias es un despliegue de la imaginación excéntrica de Anderson y sus colaboradores habituales en la concepción, Roman Coppola, Jason Schwartzman y Hugo Guinness. Un bruto psicópata condenado a cadena perpetua por crímenes hediondos se convierte en un gran artista plástico gracias a la influencia de una musa, que resulta ser su carcelera. Una revuelta estudiantil a la manera de 1968 se lleva a cabo intermediada por un partido de ajedrez monitoreado masivamente. Un comisario de policía urde un plan para envenenar a los delincuentes que tienen secuestrado a su hijo.

En una especie de radicalización del estilo autocultivado por el japonés Yasujiro Ozu (1903-1963), Anderson definió, ya en su tercera película (Los excéntricos Tenenbaum, 2001), el que debe ser el estilo individual más fácilmente reconocible del cine actual. Los rasgos más evidentes son el humor quirky, las situaciones un poco bizarras (siempre dentro de un marco de recato), la manera godardiana con que los personajes subreaccionan a los hechos, o al menos su disposición a recapacitar muy pronto luego de perder la cabeza. Los encuadres son casi siempre planimétricos, es decir, con la cámara perpendicular a la pared del fondo, y muchas veces con cierta simetría. Los cambios de ángulos están restringidos a un marco ortogonal, es decir, con saltos de 90º y sus múltiplos. De acuerdo con eso, los travellings se limitan a avanzar hacia adelante o atrás (sobre el eje 0º-180º) o a recorrer el espacio lateralmente (sobre el eje 90º-270º). Los efectos especiales, cuando se requieren, son alevosamente rústicos (miniaturas, rayos en dibujo animado, disparos con armas de juguete). Los colores son vivos y siempre para el lado de lo terroso, tipo “Pompeya”. En El Gran Hotel Budapest (2014), Anderson empezó a jugar también con los formatos, alternando las proporciones clásicas con distintas extensiones de pantallas anchas.

Todos estos elementos generan un universo abiertamente artificial, fantasioso. Y además, implican un constante llamado de atención sobre lo formal. Una de las gracias está en contemplar la elegancia con que esas reglas se cumplen, las instancias en las que se forcejean o se generan excepciones puntuales, o se agregan elementos nuevos. Aquí, por ejemplo, buena parte de las historias (el contenido de los artículos periodísticos) está en blanco y negro, algo que remite al cine de épocas pasadas e implica otra estética visual, y que además convierte cada regreso al color en un deslumbramiento. Hay unos raros planos en picado (el plano del piso queda oblicuo con respecto a la cámara) y en ellos, en forma consecuente con las reglas estilísticas autoimpuestas, los travellings se realizan sobre ese eje inclinado, como si se estuvieran resbalando por una pendiente, totalmente distintos de lo que habitualmente se obtiene con una grúa o con un zoom.

De acuerdo con el criterio ortogonal, la mayor parte de los picados de Anderson son cenitales, y esto da origen a una escena bellísima en la que el prisionero y la carcelera están acostados, con las cabezas cercanas una de la otra pero en direcciones opuestas. Entonces se genera una especie de plano-contraplano en el montaje a partir de la alternancia de encuadres que son uno el giro de 180º del otro: en uno de esos encuadres vemos al prisionero de manera normal y a la carcelera como colgada de arriba, y en el otro es al revés. Hay un extenso pasaje en dibujo animado, en un estilo gráfico muy de historieta francófona (del estilo de Hergé). La música, que parece un vals de Erik Satie, que ambienta en el pasado francés la historia del prisionero, se interrumpe abruptamente cada vez que cortamos a la conferencia en la que la periodista está exponiéndola a una platea. El motín en la cárcel es mostrado en un momento fijado en el tiempo, como si fuera una fotografía tridimensional que la cámara recorre, en la que vemos incluso una cadena ‒en proceso de golpear a alguien‒ congelada en el aire.

No es una película que vaya a arrancar ni carcajadas ni lágrimas, y no se dirige a un público masivo, sino a una minoría preparada para asimilar sus referencias culturales y que, además, sintonice con ese registro velado, cool, excéntrico. De todos modos, Anderson logró cultivar, en sus 25 años de trayectoria, un público fiel, y actualmente representa algo equivalente a lo que fue Woody Allen en los años 1980: un cineasta de élite cuya élite se volvió suficientemente grande y fanática como para justificar presupuestos medianos. Es muy prestigioso figurar en una película suya y nadie va a rehusar su invitación, aunque vaya a cobrar cien veces menos que lo que suele ganar cuando hace un blockbuster. Además, dicen que sus rodajes son tremendamente divertidos. Como consecuencia, uno de los elementos deslumbrantes de esta película consiste en el desfile obsceno, casi empalagoso, de rostros archifamosos, una especie de alfombra roja que incluye a Bill Murray, Owen Wilson, Elizabeth Moss, Jason Schwartzman, Griffin Dunne, Tilda Swinton, Benicio del Toro, Adrien Brody, Léa Seydoux, Lois Smith, Bob Balaban, Denis Ménochet, Frances McDormand, Thimotée Chalamet, Cécile de France, Christoph Waltz, Jeffrey Wright, Mathieu Amalric, Liev Schreiber, Edward Norton, Willem Dafoe y Saoirse Ronan. Una de las voces subnarradoras es de Anjelica Huston. El reparto incluye a 16 personas nominadas a algún Oscar actoral, y siete de ellas ganaron, lo que suma un total de 11 estatuillas. Las partes de piano que suenan en la bonita banda musical de Alexandre Desplat están tocadas por Jean-Yves Thibaudet, una estrella de la música erudita.

La película se hizo con recursos evidentemente holgados. Hay escenografías espeluznantes que aparecen en una única escena o a veces en un único plano. Hay puestas en escena bastante elaboradas que involucran a muchísimas personas y una sincronización muy compleja de los movimientos y tiempos. Y no hay detalle sin cuidar: los subtítulos al inglés de los parlamentos en francés se disponen siempre en lugares especialmente planeados de cada encuadre. Hasta los créditos finales, que por lo general, pasadas las categorías más importantes, se despliegan de una manera homogénea, aquí están individualizados, y no hay dos carteles que aparezcan en la pantalla de la misma manera.

Supongo que nadie pone en cuestión que esta película sea una exquisitez. En todo caso, la discrepancia está en que algunos se sienten totalmente maravillados con tanto preciosismo, mientras que a otros les da un poco de rechazo porque la sienten como una cosa medio frívola, al no movilizar emociones fuertes y al esquivar opinión sobre asuntos éticos o existenciales, en una actitud alevosamente décadent. Hasta el mayo de 1968 es reducido a una coquetería, mucho más relevante por su estilo que por su fundamento, con un estatus similar al de la canción europop de Ennio Morricone que ambienta ese episodio.

En fin, no queda duda de que la película es como una délicatesse amoral, pero quizá no haga daño entregarse al disfrute de sus múltiples goces durante un par de horitas, y hacerlo tampoco implica acatar la idea de que todo el cine debería ser así y de que esos factores son los más importantes en el arte. Obvio que hay películas mucho más importantes que esta, incluso en lo estético. Queda claro que una película cuyo uno de sus personajes se llama Nescaffier (alusión a la marca Nescafé) y en la que el nombre completo de la ciudad es Ennui-sur-Blasé (Aburrimiento sobre el margen de Apatía) no aspira a la seriedad. A la gente muy instruida y de gusto refinado también le gusta pavear. Y que cada uno mida qué tan en serio vale tomarse la falta de seriedad.

La crónica francesa (The French Dispatch). Dirigida por Wes Anderson. Con Benicio del Toro, Frances McDormand, Jeffrey Wright. Estados Unidos/Alemania, 2021. En Life Cinemas Punta Carretas.