Mis viejos nunca nos llevaban a ningún lado, hasta que se separaron, y entonces claro. Mucho cine, paseos en bicicleta, largos, recorriendo los barrios. Íbamos a la heladería. Un día mi padre cayó con entradas para ver a Jaime en el Solís; mi hermana me miró con la intriga cándida de los bambis.

Era junio del 97, concierto aniversario, 20 años del candombe del 31. Estábamos bien de frente al escenario, una ubicación privilegiada. Recuerdo cómo me impactaron las luces, el techo, el sonido. La banda lucía afiatada. De a poco fui sumergiéndome en ese tuco denso de murga y candombe beat, de jazz y rocanrol; la música de Jaime se me fue metiendo por los huesos, la piel quería escapar, pero la solemnidad del Solís me inhibía y tampoco quería incordiar a la gente alrededor. Sólo cuando salimos del teatro pude desatarme, y de camino a comer algo íbamos laraleando la línea de bajo de la flaca diquera o tamborileando en el pecho los futuros murguistas. Deseé que mis padres se hubiesen separado antes.

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Yo nunca hacía nada con mi madre y mi hermana, hasta que me separé, y entonces claro. Era una piltrafa, dormía todo el día, me tenían que juntar con cucharita. Había dejado facultad también y tampoco estaba trabajando porque mi jefe –un antiviejo de 80 años, vital que ardía– se pegó un tiro y me mandó al seguro de paro.

Lo que se hereda no se roba, y un día caí con entradas para ver a Jaime en el Solís. Era julio de 2008. Hermana, te estoy hablando. En esos diez años cultivé con desvelo la obra de Roos; en la oficina no me dejaban escuchar radio pero sí música, entonces aquello para espantar el sueño, el puente, estamos rodeados, ocho horas de lunes a viernes. Este show, en particular, me hacía ilusión no sólo porque lo vería con la sangre de mi sangre, sino también porque Jaime se olvidaría al fin de la catarata de éxitos para presentar, en esta ocasión, otras canciones, las escondidas, las menos populares, esas que tanto a él como a mí más nos gustan.

Estábamos en los palcos laterales, una ubicación privilegiada. Los músicos en el escenario eran solamente cuatro (no como la murga del 97). Montemurro disparaba la batería electrónica desde la compu. Ibarburu en bajo. Los coros de Fattoruso. El extraño animal… Después de que terminó me costó muchísimo volver al plano real. ¡Vamos!, dijo mi madre. Yo no podía incorporarme, la pera contra el balcón, todo fané. Giré el cuello buscando a mi hermana, pero el relleno del asiento lentamente iba recobrando sus formas.

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Si tan cierto era eso de que somos una aldea, con el promedio altísimo de noche que por entonces estaba teniendo, el encuentro cara a cara con Jaime se volvía inexorable. Ocurrió dos veces. En la primera yo no estaba. Fines de octubre, 2010. Tarde en la noche recibo un mensaje de texto. Venite ya al Gallo, está Jaime. No llego, respondí, pero no importa, puedo sentirlo a la distancia.

Compartimos estaño y rocola los cuatro, nos contó de un toque en París cuando los ángeles del infierno fueron seguridad de Jethro Tull, hablamos del doble programa de Buñuel, de la soledad y la muerte, y cantamos a coro all I’ve got to do y el expreso dois dois dois dois.

Tres años después, en pleno diciembre, como si no hubiera pena, vamos con el Pájaro al Peach & Convention. Tarde en la noche se corre el rumor de que Jaime está en el festival, hablando con la gente, sacándose fotos, firmando álbumes y remeras. Es imposible, pensé, si mañana toca frente al Cilindro, a esta hora tiene que estar concentr... ¡Ahí está!, prorrumpió el Pájaro, señalando en dirección a la esquina emblemática. Emocionados de audacia, con los vasos enclenques, fuimos a su encuentro. Lo abrazamos, uno de cada lado, nomás para decirle: Jaime, mañana tenés que tocar las cosas malas.

El guardián del durazno levantó las cejas, frunció el ceño mientras revoleaba los ojos, como buceando en su archivo en busca del mantra, y segundos después, con una sonrisa cómplice y asintiendo con la cabeza, decretó: ustedes son unos jipis.

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Medio siglo después de la fecha original del show, parece que hoy, finalmente, es el día... En estos 15 meses, entre la pandemia, las suspensiones y los cambios de escenario, mi expectativa ha variado tanto que ahora mismo, mientras ingreso al coloso de cemento, lo único que quiero es que el poeta de la baldosa me pregunte, antes que nada, si se escucha el viento ahí.