Esta película parte de una muy buena idea. Está basada en anécdotas vividas por jóvenes estudiantes de actuación, que luego actuaron esas mismas historias en la pantalla con la participación de otros estudiantes. En el rodaje, las actuaciones fueron, al parecer, improvisaciones guiadas. Una parte del proceso se trasparenta al inicio de la propia película, cuando dos de esos jóvenes aparecen en cámara, en un estudio fotográfico, contando sus historias, que pronto veremos en su versión representada y en locación. Podemos asumir que cada una de las demás historias partió de un proceso similar.
La película se propone como la primera de una tetralogía vinculada a distintas estaciones del año. Esta primera entrega, la del verano, fue rodada en los bellos entornos de Playa Verde y Bella Vista, con otro criterio curioso, que es que prácticamente no aparece nadie en pantalla (salvo por algún auto que pasa al fondo) que no sean los personajes, como si el universo se resumiera a ellos. Esto permite una especie de plano-emblema, apenas pasada la mitad del metraje, en que siete de los ocho aparecen en un mismo encuadre, una especie de tableau vivant armado con grandes diferencias de distancia entre ellos.
La importancia que tuvo la improvisación en el proceso y el hecho de que los actores no llegan a ser profesionales implican una apuesta por una textura menos clásica. A juzgar por el resultado visual, se empleó una cámara subprofesional, con poca latitud, que resulta en zonas claras casi quemadas y algunas zonas oscuras totalmente negras. Esto no es común en la ficción cinematográfica uruguaya del siglo XXI, que, partiendo de una sensibilidad para la cual una cinematografía uruguaya profesional regular era una utopía, persiguió con especial empeño una apariencia de profesionalidad y pulcritud técnica (ya que lo rústico no sería sentido, en ese contexto, como un gesto estético sino como una carencia).
Sin embargo, la apuesta no-clásica de Historias de verano se entrevera con elementos tan flagrantemente amateur que cuesta (me cuesta a mí y a todas las personas con quienes hablé al respecto) asumirlas como irreverencias o transgresiones o alternativas, y no como meros errores. Hay planos en que el lente estaba evidentemente manchado. El montaje no tiene ningún criterio perceptible, ni en lo micro (inserciones de planos cercanos en que falla flagrantemente la continuidad de posición y gesto con el plano más amplio) ni en lo macro: ¿qué sentido tiene que veamos a Pablo hojear el libro sobre Petrona Viera cuando más adelante hay una escena en que Yamandú le va a mostrar, al parecer por primera vez, dicho libro? El plano, además, está pegado a otro en que vemos a Pablo, con indumentaria de similar color, abrazado a su novia, lo que resulta muy ambiguo (¿están viendo el libro juntos, aunque la continuidad de la posición de la cabeza de él es defectuosa? ¿O se trata de un intento, no suficientemente claro, de un montaje fragmentado, disyunto? ¿O se persiguió la ambigüedad, con un propósito que se me escapa?).
La edición sonora parece realizada a hachazos, y momentos en que los diálogos son muy difíciles de entender se alternan con otros en que las voces están súper destacadas con respecto al ambiente. Hay encuadres que recuerdan los primeros años del sonoro –cuando los camarógrafos tenían la movilidad muy restringida–, en los que, en el diálogo entre dos personajes puestos uno al lado del otro, se muestra uno pero queda un pedazo de la cabeza del otro en el borde del cuadro. La técnica improvisada puede estar en la base de las actuaciones, que son, casi todas, muy naturales, creíbles. Pero el componente de naturalismo no es el único factor que se suele perseguir en una improvisación: se supone que el improvisador se convierte en coguionista, requiere cierta chispa para resultar en diálogos jugosos, y, en ese aspecto, hay muy poco.
Para disfrutar esas “historias” (algunas de las cuales mal merecen tal nombre) hay que tener el interesómetro regulado en su posición más extremadamente sensible, como para tener una reacción tipo “oh, dos chicos se conocieron en el balneario y charlaron” (hay una historia que consiste en eso) o incluso “oh, un chico y una chica abrazándose en el mar y mirando el crepúsculo”, y todo eso sin el apoyo de una poética que agregue sustancia a esos esbozos o retazos anecdóticos. Es una carencia que se pone de relieve frente a la dedicatoria final “En memoria de Éric Rohmer”, ya que Rohmer se destacaba justamente por los diálogos cargados de sustancia, los personajes sutilmente delineados y unas historias muy elaboradas, y todo eso falta aquí. Lo que sí puede referirse al maestro francés es la idea de un ciclo que tiene por pretexto las estaciones del año (Rohmer hizo el suyo entre 1989 y 1998) y los planos de puesta de sol (Rohmer incluyó uno en El rayo verde, de 1986).
Frente a todo eso, no sé bien qué pensar sobre el inicio del episodio de Lemon Pie, cuya puesta en escena recuerda el cine primitivo, tipo L’Arroseur arrosé (1895, de Louis Lumière), con la muchacha escuchando la conversación desde arriba de la piedra y reaccionando sin que los personajes de adelante acusen su presencia, todos en un mismo encuadre fijo. Y uno no sabe si el efecto raro aplicado a una escena nocturna en la playa (una especie de enlentecimiento) será un gesto estético cuya motivación no se logra adivinar o meramente un error o el intento de corregir algún defecto técnico.
Más allá de todo, y sin que nada de lo que voy a señalar sea suficiente como para redimir lo que siento como graves y demasiadas deficiencias, hay aspectos positivos en la actitud de esta película, que me encantaría ver plasmados en más películas nacionales. Una es el mero hecho de apostar a algo distinto y por fuera de lo clásico, el escaparse del complejo de subdesarrollado. Otra es el encare franco y cariñoso del amor o de la atracción erótica correspondida y feliz. Hay un par de planos que tienen una peculiar tensión sensual. Uno es el detalle en que la mano de Yasmín Acosta, sosteniendo una pinocha, se pasea alrededor de la de Yamandú Guillén (que, gracias al cuento que hace en el prólogo, sabemos con certeza que gusta de la chica). La otra es el momento en que Paula Galarza (una actuación realmente notable) seduce a Gabriel Manfrú, los dos acostados en el pasto. Me gustaría ver a estos cuatro actores en roles debidamente guionados, o en improvisaciones mejor preparadas. Otro aspecto positivo es la tranquilidad con respecto al paso del tiempo, es decir, sin la paranoia de que el espectador se vaya a aburrir, atreviéndose a una toma continua (la de Rohmer no lo era) de dos minutos y medio de una puesta de sol. (El efecto se atenúa luego, cuando vemos otra puesta en un entorno, encuadre y tratamiento muy similares al anterior). Y es muy simpático el tributo nouvellevagueano a esa excelente pintora que fue Petrona Viera.
Historias de verano, dirigida por Gabriela Guillermo e Irina Raffo, con Yamandú Guillén, Yasmín Acosta, Paula Galarza. Uruguay, 2020. Cinemateca, Sala B.