“El que lucha con monstruos debe tener cuidado para no resultar él un monstruo. Y si mucho miras a un abismo, el abismo concluirá por mirar dentro de ti”. La famosa cita nietzscheana funcionó, en pleno carácter premonitorio, como la piedra Rosetta de las maravillas y horrores del siglo XX, el tiempo en que el hombre quiso desafiar a los dioses, la naturaleza y la historia. A la lista de artistas, científicos, políticos y militares que quisieron reescribir las reglas de sus tiempos se suman los asesinos, seres que, aun en un terreno más acotado de acción, compartían con los otros el sentirse más allá del bien y del mal. Su “obra” no tiene significado en sí misma, sino por la forma en que reverberaron en la caja de resonancia de la sociedad, como un grito que en sus múltiples ecos termina por configurar nuevas palabras, un nuevo dialecto. Así, los grandes asesinos no son simplemente criminales, sino figuras que traspasan una inesperada iconicidad pop para devenir densas metáforas de su tiempo. Todo está ahí: Ted Kaczynski (alias Unabomber) convirtiéndose en, quizás, el más literal crítico del modernismo; Charles Manson y el asesinato de Sharon Tate como el acto simbólico que cierra el verano del amor hippie de los 60; Ted Bundy como un anticuerpo maligno del despertar sexual de los 70.
El aforismo nietzscheano es igual de relevante a la hora de analizar cómo la sociedad retrata, explica o teoriza a partir de sus asesinos. La maldición inherente consiste en que el relato o la explicación de actos tan terribles deja a su autor como una escoria sucia y venenosa que arma un mito alrededor de su objeto, porque ¿cómo entender al monstruo sin alimentarlo entre los barrotes?
Y acá entran las series sobre asesinos o muertes extrañas, un subgénero documental que nunca para de crecer y al que a plataformas como Netflix le han resultado rentables. Tres series recientemente estrenadas –The Ripper, Acosador nocturno: a la caza de un asesino en serie y Escena del crimen: desaparición en el hotel Cecil– arman el tríptico ideal para ver qué se pone en juego, qué síntomas arrecian y qué queda sin decir en las actuales elaboraciones sobre asesinatos y muertes extrañas.
El regreso de Jack
The Ripper sigue a Peter Sutcliffe, un asesino de mujeres que asoló a la comunidad inglesa entre 1975 y 1980. El modus operandi casi siempre era el mismo: el asesino solía acechar a mujeres solitarias, a las que primero asestaba un golpe de martillo, para después atacarlas con elementos punzantes. Los primeros casos confirmados, en los que predominaba el perfil de mujeres de una zona roja de Yorkshire, lo convertían en una tentadora reencarnación de Jack el Destripador. La acumulación de víctimas puso en jaque las libertades recién obtenidas por las mujeres, y pronto las autoridades empezaron a recomendar que no salieran solas, es decir, sin la escolta de un hombre. El documental de Ellena Wood y Jesse Vile es un gran acierto tanto en lo estético como en su coherencia narrativa. Hay algo en el tono seco, casi estadístico, en que se apilan los casos, que genera la ominosa sensación acumulativa lograda por “La parte de los crímenes”, el más duro de los capítulos de 2666, de Roberto Bolaño.
La lectura feminista galvaniza todo el relato, pero es en el último capítulo que adquiere una furiosa solidez: vemos cómo el caso podría haberse resuelto mucho antes si los detectives no se hubiesen mantenido tan firmes en la hipótesis de que el asesino sólo atacaba a prostitutas. De pronto vemos varios casos de mujeres sobrevivientes a ataques del mismo criminal, que, por no ejercer esa actividad, habían sido descartadas de la investigación: sus testimonios claros y vívidos podrían haber acelerado la resolución del caso, pero, enceguecida por el mito de Jack el Destripador, la inteligencia policial sólo se interesaba en prostitutas o en lo que ellos asumían, desde sus prejuicios, como tales.
Con menos puntería que The Ripper, Acosador nocturno es víctima de un dilema moral y estético.
Los ojos de Richard
Habiendo asesinado (al menos por lo que se puede estimar) la misma cantidad de personas que Peter Sutcliffe, Richard Ramírez fue, sin embargo, un asesino que concentró en tan sólo un año lo que a la mayoría de los asesinos de carrera les suele llevar una década. Mientras que el caso de The Yorkshire Ripper está atravesado por la literatura clásica, lo que lo convierte en un asesino que avanza como haciendo movidas en una partida de ajedrez, el periplo de Richard Ramírez se asemeja más al de un animal depredador que fue arrojado a la civilización. Sus asesinatos feroces, erráticos, no se circunscribían a una sola población ni a un único método, y nada de lo que dejaba a su paso parecía dar idea de homogeneidad: lo único permanente y distinguible era la huella, siempre, de los mismos championes Avia, que aparecía en todas las escenas del crimen.
El documental se centra en los perfiles de los ocurrentes investigadores que llevaron el caso, pero de algún modo se desinfla al momento de la aprehensión del asesino. No es sólo que al documental se le acaben las ideas ahí: hay algo estructural que requiere que no se profundice. Y lo que parece verse en el fondo es la necesidad de quitarle el halo icónico a Ramírez (su flacura morrisoniana, la insolencia de la sonrisa oculta tras los rayban negros, su dentadura de tiburón, la insigne gorra de AC/DC, el pentagrama satánico dibujado en su mano), el mismo que lo convirtió –al igual que a Ted Bundy– en un extraño ícono sexual, la nueva mirada del abismo sobre nosotros. El problema de esto no es sólo que se pierda la posibilidad de ahondar en un personaje mucho más intrincado, sino que se contradice con la espectacularidad algo morbosa con que son presentados varios de los asesinatos. Es un caso raro, porque la forma en que se reconstruye la escena del crimen es tan terraja como evocativa: planos cenitales infundidos por un soundtrack tonal a lo Hans Zimmer, cross-cuts, ralentis minuciosos sobre las gotas de sangre que salpican desde las armas ensangrentadas, y la reconstrucción de la escena del crimen con ese tipo de filmación inmaterial y levitatoria que suele tener el cine de David Fincher. Y sin embargo, cuando llega el asesino, el estilo se vuelve sobrio, casi culpógeno. Un auténtico caso de mala fe sartreana aplicada a lo cinematográfico.
Si Acosador nocturno es una víctima de su propio sentimiento de culpa, Desaparición en el hotel Cecil es horrorosamente coherente con su terrajez narrativa. La historia no está centrada en un asesino, sino en la extraña muerte de Elisa Lam, una chica canadiense que en 2008 adquirió el estatus de leyenda urbana luego de que se difundiera un video en que se la veía actuar de forma errática y misteriosa en el ascensor del hotel del que habría desaparecido.
En su momento, el palimpsesto de teorías sobrenaturales y conspirativas tapaba lo que, para cualquiera que sepa un poco de psicología, era un evidente brote psicótico capturado en cámara. Sin embargo, el posterior descubrimiento del cuerpo de la chica dentro del tanque de agua de la azotea aumentó el caudal de teorías divagantes.
Una lasaña de divagues
La gran mayoría de los documentales que aparecen en Netflix son, detrás de su asunto, narraciones pobremente cifradas sobre asuntos políticos e ideológicos del presente. Así, Desaparición en el hotel Cecil es más un documental sobre el poder de manija de las redes sociales que uno sobre la vida de una pobre piba que no la estaba pasando muy bien y terminó muriendo de una forma tan darwiniana como trágica.
El problema es que, si bien se aclara todo en el último capítulo, es tanto el nivel de falopa conspiranoide de youtubers tristes y patéticos, que cuando llega al final uno ya se siente desgastado. Hay algo no solamente inconsistente sino también irresponsable en cómo se trata de estirar la historia y generar misterio suficiente para mantener al espectador prendido del caso, a costa de varias personas que, desde el vamos, se sabe que tienen elementos mucho más concluyentes. El problema es que las pelotudeces esgrimidas están tan a la vista que a uno le da un poco de vergüenza ajena cómo la serie juega al abogado del diablo para después lavarse las manos.
En algún sentido, los personajes retratados tienen cosas similares a los de No te metas con los gatos (Don’t Mess with Cats, Mark Lewis, 2019). La única diferencia es que en esa los descubrimientos de los youtubers terminaban confluyendo en la resolución del caso, mientras que en esta su presencia es más que nada molesta y entorpecedora.
La serie parece tratar de mostrar los riesgos que implica para unos y otros este deseo de que la realidad sea más fascinante que simplemente triste. Sintomáticamente, por el contrario, la trama está cayendo todo el tiempo en el encanto de esas teorías, recortando y pegando entrevistas, estirándose y siendo repetitiva sólo para generar los golpes de efecto que (re)quiere.
The Ripper, dirigida por Ellena Wood y Jesse Vile, 2020
Acosador nocturno: a la caza de un asesino en serie (Night Stalker: The Hunt of a Serial Killer), dirigida por Tiller Russell y James Carroll, 2021
Escena del crimen: desaparición en el hotel Cecil (Crime Scene: The Vanishing at the Cecil Hotel), dirigida por Joe Berlinger, 2021.