Se suele decir, y no sólo a raíz de la reciente muerte del expresidente argentino Carlos Saúl Menem, que el menemismo tuvo su réplica en Uruguay, fundamentalmente en los años en que gobernó Luis Alberto Lacalle. Con diferencias leves, es evidente que los rumbos fueron similares y que el cambio neoliberal que se estaba experimentando con fuerza en Argentina sedujo a los gobiernos uruguayos de la década. Pero pocas veces se menciona, al dar cuenta de esa influencia y cercanía ideológica, que también en lo cultural y lo simbólico lo que el menemismo generó en Argentina marcó fuertemente la década de los 90 de nuestro país y quizás aún lo siga haciendo.
El menemismo ha dejado, además de una herencia tristísima en muchos aspectos, una gran cantidad de frases célebres y eslóganes. Quizá el que mejor sintetiza su proyecto cultural sea el de “pizza con champán”. El lema exponía dos grandes objetivos de la nueva Argentina menemista: por un lado, el acceso de la Argentina al mundo, el ascenso del tercer mundo a las grandes ligas; y, por otro, la posibilidad de que cualquier ciudadano tuviera acceso a ese modelo por medio del consumo. Como nunca antes, desembarcaron en Argentina las multinacionales, que en la mayoría de los casos hacían inversiones muy fructíferas para sus intereses y dejaban pocas migas para las arcas de un Estado que empezaba a desaparecer. Como nunca, se creó la fantasía de que se podía ser del primer mundo consumiendo lo mismo que todos.
Comenzaron a pulular contenidos relacionados con el star system y el glamour locales, y Miami se volvió una palabra más que recurrente. Las revistas como Gente, Semanario y Caras empezaron a poblar los quioscos, las casas y las peluquerías, y Punta del Este volvió a ser el centro de atención de la televisión en los veranos. Los programas dedicados a la temporada subieron su rating y eventos como el desfile de Roberto Giordano se robaban toda la atención. Por primera vez, el mundo estaba al alcance de la mano y cualquier familia de clase media uruguaya podía ir una tarde a Bikini o a La Barra y encontrarse con algún famoso. Ese consumo pareció dar la idea de prosperidad y de que se iba por buen camino. En cuanto a políticas culturales, por ejemplo, ¿para qué se iba a pensar en la necesidad de un Estado, si el mercado, de alguna manera, ya había ordenado todo y encima lo había democratizado?
El ámbito editorial es un buen ejemplo. La apertura indiscriminada de los gobiernos rioplatenses a la inversión extranjera y el descalabro económico permitieron que por primera vez llegaran con fuerza los grandes grupos editoriales a editar sus libros acá y a publicar también a autores locales. Fue una revolución: por fin nuestros autores podían leerse en todos lados, y, sobre todo, quienes se dedicaban a la literatura podían hacer una diferencia económica. La disponibilidad de presupuestos y cachets de esas empresas provocó un desequilibrio en el sector: las editoriales locales no podían pagar lo que pagaban las multinacionales y, a su vez, los autores ya no querían publicar en las editoriales de siempre, que pagaban menos. Poco duró el sueño, y cuando los efectos de la fiesta neoliberal se hicieron sentir en la economía los grandes grupos se fueron y el sector, que de parte del Estado había sido tirado a la buena de Dios, quedó patas para arriba. El problema no fue la llegada de inversores o de empresas internacionales, sino que el Estado, en una fiesta infinita de pizza y champán, dejó que las empresas gobernaran, a cambio de pertenecer.
La delgada línea entre política, corporaciones y celebridades se notó también en los modelos que se empezaron a reproducir. Los jóvenes emprendedores, cancheros y un poco garcas, que se basaban más en el consumo y la imagen que en otros valores y se podían encontrar en casi cualquier programa televisivo argentino pero también en los programas de radio, en la música y en el cine, pasaron a ser ejemplos a seguir. No es casual que en la segunda mitad de la década el llamado Nuevo Cine Argentino, con directores como Lucrecia Martel, Adrián Caetano, Pablo Trapero y Martín Rejtman, llegara con obras que revisarían y deconstruirían esa noción y hasta el propio modelo sociocultural menemista. Lo mismo en la literatura, con la generación de los 90, que comenzaría a contar otro relato, con la propuesta total de Belleza y Felicidad que lo ironizaría, o, en música, con movidas como la del rock chabón.
Todas las áreas habían empezado a poblarse de emprendedores con una visión mercantilista y empresarial de la cultura, y Uruguay no era la excepción. Se vaciaba el Estado, las propuestas culturales se reducían a emprendimientos personales de personalidades, y el apoyo estatal a proyectos culturales se cambiaba por la “acción solidaria”, la caridad y las donaciones privadas.
Cuando el barco se hundió, cambiaron nombres y formas de hacer las cosas, pero la semilla estaba plantada, y a pesar de las crisis de principios de siglo, ese modo de concebir la sociedad, el Estado, la cultura y la administración pública no desapareció. Es posible ver en la actualidad políticas públicas que privilegian el rédito y la rentabilidad por encima de la justicia social, la democratización o la equidad, y todavía se siguen delegando en privados cuestiones por las que debería velar el Estado. La fiesta, bastante más devaluada que en los 90, sigue siendo una realidad para pocos y un espejismo para el resto, y eso también recibió la influencia decisiva de un modelo que tuvo en Carlos Saúl Menem a una de sus puntas de lanza.
Lejos está de acabarse la rabia, a pesar de que el perro ya no viva.