Hubo un giro imprevisto, un pedregoso atajo, una extraña interpretación del mapa que nos llevó al sitio en que “tibieza” se convirtió en un término peyorativo. De golpe, la tibieza se conformó como un sinónimo de cobardía, de apatía y alejamiento. Del otro lado, un sistema de referencias en el que se intenta ver absolutamente todos nuestros comportamientos desde una rara épica en la que se confunde intensidad con profundidad y donde la vida de uno se convierte en una sucesión de instancias en la que las posibilidades de reacción alternan entre la consustanciación fervorosa y la denuncia.
Pero la tibieza es algo mucho más profundo, un valor que tiene que ver con una verdadera noción de empatía, más instrumental, y diferente de la reacción histérica y cerrada en sí misma de sentir –o creer sentir– el dolor de la otra persona en carne viva. Tibieza: la temperatura a la que se mete a los bebés en el agua, la medida exacta para acompañar y no quemar al primer contacto. Tibieza: la posibilidad de escuchar sin el reclamo de colocarse en el lugar del otro, sino más bien reconociendo al otro en su lugar para demostrarle que ese espacio sigue siendo suyo.
En ese sentido, creo que no hay en el cine hispanohablante actual un director más tibio que Jonás Trueba. En muchos sentidos puede ser considerado uno de los más elegantes continuadores del cine de Éric Rohmer, aunque, a diferencia de lo que pasa en las películas del francés, acá las disquisiciones teóricas no suelen estar puestas tan sobre la mesa –o sobre el mantel de motivos cuadriculados en el pasto– sino acompañadas de algo más íntimo y menos sistemático.
El cine de Jonás Trueba se arma alrededor del frío sufrido en esas pitadas de cigarrillo que se dan en las puertas de los bares, de las charlas en los colchones poscoitales, de los encuentros accidentales a la salida del cine, de los cafés en las librerías pequeñas y el alcohol en los after de boliches. Es, fundamentalmente, un cine armado alrededor de la pregunta primordial de si es posible una auténtica comunicación humana.
Así, se puede ver una progresión, la idea de un mundo que se expande poco a poco. Y en esta progresión quizás lo más interesante sea que, a lo largo de su filmografía, el contacto humano, la posibilidad misma de conversar y entenderse, se fue ampliando. Este proceso hacia una auténtica comunicabilidad entre humanos partió de la neurosis original del protagonista de Todas las canciones hablan de mí (2010), un chico que alternaba entre diversas mujeres, cayendo en una sucesión de intermitencias y contradicciones (la película culminaba con la eventual publicación de un poemario suyo, en él que confunden su apellido, Lastra, con Lastre; es decir, el apellido o la identidad de uno como un peso que debe acarrear a lo largo del tiempo), para después ir a los encuentros y desencuentros del amor y el cine (o el amor al cine) en Los ilusos (2013), para pasar después a Los exiliados románticos (2015) y esos hombres a los que todavía les cuesta expresar sus sentimientos. Esta idea del discurso metaamoroso llegaba a su nivel de perfección y equilibrio en La reconquista (2016), un film sobre dos exnovios del liceo que se reencuentran años después, en el que los complejos vaivenes del amor se daban como un diálogo entre pasado y presente.
La virgen de agosto va más allá de estas disquisiciones sobre la naturaleza romántica y se convierte en un film tan sutil como caleidoscópico. Es, antes que nada, una película llena de fe tanto en el sentido amplio como estricto de la palabra. Tenemos a Eva (Itsaso Arana), una madrileña que decide pasar el verano en su ciudad, rehabitándola entre las verbenas y el cambio de población que sucede cuando todos intentan escaparse a la costa. En algún sentido, tal como señaló el director en varias entrevistas, la película se asemeja tanto como se opone a El rayo verde, de Rohmer: en vez de ser la película de una mujer que se desespera al no tener a nadie con quien pasar el verano, es la historia de una que decide pasarlo sola.
Aun así, esa soledad no es tal, ya que en la decisión de quedarse Eva adquiere la mirada de un extranjero, estableciendo vínculos desprejuiciados, como si fuera la primera vez, con el entorno y con la gente. Todos estos vínculos son tan espontáneos como profundos y –volvamos a remarcar la importancia del término– tibios, con esas conversaciones teóricas pero muy humanas que ya son marca de fábrica de Jonás Trueba. Hay un encuentro con un ex a la salida de un cine, disquisiciones sobre Ralph Waldo Emerson, rituales de reiki para mitigar el sufrimiento de la menstruación, charlas en bares, paseos en el río, cánticos reinterpretados de los tiempos de la Guerra Civil Española, y una dimensión mítica (o mística) de la fecundidad que se convierte de a poco en el eje invisible del film.
Pero más que nada, es una película sobre llegar a los treinta y pico y no tener mucha idea de lo que querés hacer con tu vida, de la noción traumática de que empiezan a existir cosas que ya no vas a poder hacer. De la angustia de aceptar que no podés vivir más vidas que la tuya (ahí, el concierto de Soleá Morente con ella cantando: “Todavía tengo tiempo, / todavía... / ¿Quién dirige el universo? / ¿Quién me escucha a mí?”, adquiere una dimensión epifánica tanto dentro como fuera de la película).
Pocas veces se ve un film en el que casi ninguno de los personajes sabe para dónde va su vida, sin que esto se convierta en algo abrumador y conflictivo sino, más bien, en un mapa abierto (y que coincide con esa suerte de deriva psicogeográfica por las calles de Madrid). La forma en que la mayoría de los personajes simplemente se apresta a escuchar, a tender un puente en el que un ida y vuelta sea posible, condice con el estilo de dirección de Jonás, una cámara que se acerca a sus actores y actrices dejándoles su espacio, respetando sus tiempos, como si ese mismo lente continuara la posición de no juzgarlos.
Si algo ha quedado claro es que la profusión de la obra del director (en tan poco tiempo) da para mucho más. Pero lo que sorprende es cómo con estas muestras de talento ya logró que su filmografía no fuese sólo un compendio o un auténtico lugar, sino un estado de ánimo. Un cine al que, más que aprecio, placer o interés, se termina teniéndole fe.
La virgen de agosto. Dirigida por Jonás Trueba. Con Itsaso Arana, Vito Sanz, Isabelle Stoffell. España, 2019. En Cinemateca.