El tuit del dramaturgo Gabriel Calderón era claro y directo: “Acabo de ver que agregaron El club en Netflix, se hacen un favor y se la miran”. El film de Pablo Larraín había ingresado en la plataforma de streaming junto con otras dos de sus películas: No (2012) y Tony Manero (2008). Las tres tienen como protagonista a Alfredo Castro, un actor chileno que el resto del mundo cinéfilo ha ido reconociendo por cuentagotas. “Primero” como el escalofriante detective que llega a esa ciudad argentina de provincia donde la dictadura está derrumbando una sociedad desde sus cimientos, según lo muestra Rojo (2018), de Benjamín Naishtat. “Después” como el fotógrafo amoral que se mete como un catéter en las venas turbias de la Patagonia y muestra en Blanco en blanco (2019), de Theo Court, el sometimiento y el genocidio.
“Antes” (la cronología en el cine es relativa y propia de cada espectador; depende incluso de en qué momento se “nota” qué cosa, y no sólo de cuándo se ha visto cada película, y mucho menos del año de su estreno) su rostro ya había estado en otras partes, dando vida a otros personajes que reflejan distintos islotes de ese archipiélago oscuro y lleno de matices que es “el mal”.
Tres de esas “otras partes” en las que estuvo Alfredo Castro son estas tres películas de Pablo Larraín ahora disponibles en Netflix.
La más directamente política es No. Trata de la campaña publicitaria opositora en el plebiscito chileno de 1988, con el que se pretendía legitimar la dictadura de Augusto Pinochet. La cámara busca generar ese desajuste, ese alegre y dolorido encandilamiento que proponía la estética de los spots, de la mano de un guion “lagunero” (que como un mediocampista sabedor de su talento no se esfuerza al máximo para dar lo mejor de sí mismo). El conjunto es, sin embargo, una buena película que refleja la tensión dialéctica entre amplitud y profundidad, ese problema todavía irresuelto del marxismo euclidiano.
Donde sí encontramos a Larraín aplicado con disciplina es en El club (2015). Ahí no se guarda nada. Mete el bisturí a fondo en la hipocresía de la iglesia católica y muestra un descarnado cuadro de las consecuencias de la pedofilia. Alfredo Castro, que en No era el jefe de campaña de la opción pinochetista –un mefistofélico encantador de serpientes–, en El club es un cura fascinado por los galgos y los muchachos que purga sus crímenes en una casa de retiro, protegido del corto brazo atrofiado de la Justicia Penal. Aunque transcurre en el presente democrático, esta impunidad, sugiere en algunos momentos Larraín, es hija y madre de la otra.
Pero quizá la más política de estas tres películas sea Tony Manero. Ahí la dictadura es apenas un decorado, pero sus causas y sus consecuencias están resaltadas con el fluorescente de esas vidas opacas de un “restorán-night club-pensión de mala muerte”. En ese arrabal de Santiago de Chile un hombre acabado lucha por sentirse, por un rato, el protagonista de Fiebre de sábado por la noche (1977), aunque su sueño se vuelva la pesadilla de los demás. Se hacen un favor y se las miran. Las tres.