Si bien no soy precisamente un as de la cocina, me di cuenta de que algo andaba mal cuando las papas fritas que estaba masticando me resultaron insípidas. Después me cayó un rayo paranoico cuando retrocedí unos minutos la película de la vida y tomé conciencia de que tampoco había sentido el olor de las alargadas amarillas mientras se doraban en el sartén. Entonces, traté de no dar vuelta la maquinita de la paranoia y apelar al empirismo con una prueba de fuego: fui hasta la heladera, agarré una feta de salame y me la puse exactamente debajo de la nariz. Nada.

El hisopado por coronavirus me dio positivo, pero por suerte no tuve muchos síntomas. Básicamente, una congestión nasal más potente que la que acostumbro a tener por mi leve alergia: se siente un ardor en las fosas nasales que se extiende por la cabeza como si fuera una rinitis radiactiva. Eso me duró cuatro días. El sábado me dan el alta, pero el olfato y el gusto siguen siendo tan sólo un recuerdo.

No hay frase más trillada que “uno no sabe lo que tiene hasta que lo pierde”, pero se hace demasiado verdadera cuando se experimenta en nariz propia, por más que hace más de un año que se publican artículos y más artículos sobre el tema (de hecho, seguramente la mayoría de nosotros aprendimos lo que significa “anosmia” gracias al coronavirus). Porque, al menos en mi caso, la pérdida de ese sentido no fue como cuando una tapada de nariz común y corriente hace que de los olores lejanos no se tengan noticias pero de los cercanos sí, sino que tuve una pérdida total, como si el virus hiciera clic en Inicio, Panel de Control, Configuración de Sentidos y corriera la barrita de Olfato de 100% a 0%.

Como soy obsesivo con tendencia a la verificación, hice una prueba con el aromatizador que tengo pegado en la pared del baño. En épocas de precoronavirus le daba un toquecito y el olor del apabullante y rimado “menta y vainilla, dulce maravilla” me inundaba el apartamento al punto de resultarme molesto, por eso solía usarlo como esa ventana rara en el medio del ómnibus: sólo para casos de emergencia. Le di el toque, me paré al lado y, claro está, nada.

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El olfato es un sentido infravalorado. La naturaleza dotó a varias especies con una capacidad olfativa prodigiosa. Los tiburones huelen la sangre –y el miedo– a varios kilómetros de distancia, pero nosotros, los humanos –demasiado humanos–, no lo tenemos tan desarrollado, y encima la cultura no lo estimula tanto como a los demás sentidos. La prueba está en que no existe arte para la nariz. Al oído lo podemos estimular con Beethoven y sus sinfonías, a la vista con Rembrandt y sus pinturas, para ambos sentidos juntos tenemos a Fellini y sus películas, pero lo más elevado para el olfato son esos frasquitos de Chanel no sé cuánto.

En cualquier libro de semiótica respetable se explica que los olores son signos que, en su mayoría, funcionan como síntomas e indicios. En menor medida están los artificiales e intencionales, como, justamente, los perfumes, con los que nos rociamos a placer para “indicar limpieza, rango social, disponibilidad erótica, etcétera”, como escribía Umberto Eco en Signo (1973).

Aun dentro de mi hogar, aprisionado por el coronavirus, la pérdida de olfato me desorienta en varias situaciones cotidianas, más allá de perderme la romantización evocativa del olor, del tipo: “Ay, la carqueja me hace acordar a los domingos de tarde en lo de mi abuela”. Así las cosas, no quiero imaginar lo que pasaría si el que pierde el olfato es el miembro de una tribu en medio de la selva o alguien cuyo trabajo depende de ese sentido, como un sommelier (da lo mismo oler un Château Lafite Rothschild de miles de dólares que el vino suelto que venden en la esquina).

Tengo un temita con la garrafa: si estoy cocinando y siento un poco de olor a gas, enseguida controlo. Qué esperanza, será otro día –por suerte, no fumo–. Cuando guardo la ropa recién lavada me viene el reflejo condicionado de, cada dos o tres prendas, acercarme una a la nariz y sentir el efecto del suavizante que le cargo al lavarropas hasta donde dice “max”. “Ah, no, es verdad, no tengo olfato”, me dije a mí mismo el otro día, y enseguida me acordé de que ni me había molestado en poner suavizante justo por ese motivo.

Y qué decir del ritual de bañarse. La mitad de la experiencia de sentirse limpio pasa por el olor del champú y del jabón. Ahora, echarse desodorante se convierte en un acto de fe. Si no siento el olor de la tan publicitada protección antitranspirante que dura 48 horas, no queda otra que creer.

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Pero el olfato no sólo me orienta dentro del hogar: también me ayuda a sentir el entorno, aunque yo no quiera. Apenas reconozco las caras de los vecinos de uno de los apartamentos de abajo, pero tengo claro que cocinan mejor que yo, o al menos más variado, porque la ventana de su cocina queda justo en el piso de mi patio y los olores suben con más entusiasmo que el dólar. Hace unas horas, sentado en el sillón, mirando televisión, sentí un sonido de fritura que venía de por ahí abajo, pero lo que sea que estuvieran cocinando se olía tan vacío como mis papas.

El lado positivo de la anosmia es que tampoco nos enteramos del catálogo de olores que no podemos evitar emitir y que está muy lejos de ser agradable. Nariz que no huele, con razón no se siente. Voy a probar de vuelta el aromatizador. Me quedo parado varios segundos frente a él y de repente siento una reminiscencia de menta y vainilla. Pero lo que percibo es apenas la nota más grave de un acorde brillante, las sombras de una colorida foto; nada de dulce ni de maravilla.