Cristi Puiu ganó el merecido premio a la mejor dirección por esta película en la sección Encuentros de la Berlinale 2020, y Cahiers du Cinéma la ubicó entre las diez mejores del año. Pandemia mediante, se estrenó comercialmente en el sitio de streaming Mubi.
En Uruguay recordamos a Puiu sobre todo por su extraordinaria La noche del señor Lazarescu (2005), principal responsable por llamar la atención del mundo sobre el cine rumano. Era una comedia negra filmada con una estética realista casi feísta, con cámara en mano, sonido aparentemente directo y una luz amarillenta que teñía ambientes, situaciones y personajes deprimentes. Cuesta pensar que es el mismo director de Malmkrog, elegantísima y súper seria película de época con personajes de la elite europea a fines del siglo XIX entre los muebles elegantes de una mansión, con vestidos largos, conversaciones educadísimas llevadas en francés y una fotografía primorosa.
Dicho así, parecería que Puiu hubiese capitulado ante el “cine de arte”. Pero no, es al revés: abandonando la premisa de Lazarescu, de ser divertido aun mientras nos imponía la negrura de su visión del mundo, Puiu realizó su película más exigente y extraña. Me resultó fascinante y la vi totalmente atrapado, pero me hago la cabeza de que una mera descripción honesta va a resultar desalentadora para la enorme mayoría de los lectores.
Dura tres horas y 20 minutos, y en ese tiempo tenemos, esencialmente, a tres mujeres y dos varones reunidos en la mansión de un aristócrata húngaro. Lo que más hacen es discutir pulidamente sobre temas filosóficos. Discurren sobre la guerra, el homicidio, el mal, la moral, la supuesta superioridad de Europa y de las personas blancas sobre el resto de las civilizaciones, el rol de Rusia en todo eso, el cristianismo y más. Aunque la actuación y la enunciación son naturalistas, el armado de los diálogos es bastante distinto de las conversaciones que conozco: cada uno expresa elocuentemente sus puntos de vista, nadie interrumpe a nadie, nadie tiene problemas en demoler con franqueza la idea recién expresada por otro, pero nadie se siente ofendido: es la civilización misma. Estas conversaciones no están insertadas en un drama, es decir, no esperen una situación chejoviana. Nadie se enamora, ni se suicida, ni entra en crisis, no hay revelaciones personales, nadie transita un arco de desarrollo moral o psicológico.
Lo que está en juego son los asuntos abstractos que se discuten y los argumentos para defender o atacar determinadas ideas. Y no hay ningún tipo de ilustración visual de las cosas que se hablan: los integrantes de la generación PowerPoint, o incluso los más recónditos de la época de las pizarras, tendrán que atravesar la experiencia de concentrarse en el mero discurso oral, y uno complejo y lleno de referencias recónditas a Sócrates, los evangelios, la guerra francoprusiana y la eslavofilia, con el único apoyo de la expresión facial (cuando la vemos) de quien habla, de su tono de voz, la exquisitez del decir y las reacciones de quienes escuchan. Y, para colmo, aunque son muchísimos los temas que pueden repercutir en el mundo actual, tampoco está facilitada esa conexión, ya que están expuestos en función de formas de pensar características de la época en que transcurre la acción y mediante referencias que hace 120 años estaban mucho más frescas que ahora.
La película está basada en Tres conversaciones sobre la guerra, el progreso y el fin de la historia del mundo, del filósofo ruso Vladimir Soloviov, amigo de Fiódor Dostoievski y una de las grandes influencias de Lev Tolstoi. El libro se editó en 1900, el año mismo en que murió Soloviov.
Es una opción curiosa la de Puiu al filmar este libro tan poco “cinematográfico”. Para colmo, en vez de tratar de facilitarnos el contacto con el libro, lo cercó de una serie de dificultades adicionales con respecto a la forma y a la exposición de los personajes y de la situación. Todas las cartas están jugadas ahí. Habrá, creo, muchos espectadores a los que, aparte de rechinarles que se trate casi de un anticine verboso, se sentirán aún más excluidos por los aspectos formales raros y desencajados. En mi caso, fue al revés: es tan fascinante observar los juegos formales que ellos funcionan como el estímulo para que la atención no decaiga, lo que permite que estos 200 minutos de exigente gimnasia cerebral funcionen como toda buena gimnasia, es decir, como una inyección de salud.
Si bien Puiu respetó la cantidad de cinco dialogantes, no se trata de los mismos personajes de Soloviov, que defendían sus ideas desde las posiciones más o menos estereotipadas de un general, un político, un príncipe, una dama y uno indefinido llamado el sr. Z, todos rusos. En la película, los personajes parecen tener distintas nacionalidades y no queda del todo claro a qué se dedican. Nos quedamos con la angustia de no estar cien por ciento seguros de quiénes son, pese a que sí tienen nombres propios. Hay indicios de que Olga quizá sea la esposa de Nikolai, pero esto nunca se asegura. No sabemos si la idea de que se reunieran fue la de expresamente armar una tertulia intelectual, o si esas discusiones filosóficas son su manera habitual de entretenerse. ¿En qué país estamos? ¿Precisamente en qué año, más allá de lo que podamos inferir por el vestuario y los objetos? ¿Qué diablos quiere decir Malmkrog? Quizás, algún súper capo en geografía podría llegar a saber que Malmkrog es el nombre alemán de la aldea Mălâncrav, en Transilvania. En Wikipedia, la primera ilustración que aparece cuando uno busca “Malmkrog” es, precisamente, la foto de la casa señorial de la familia Apafi, usada como locación para los exteriores de esta película. Ello explica la confluencia pluriétnica, ya que la región transilvana del Imperio Austrohúngaro era, hacia 1900, un gran menjunje de naciones.
Puiu asumió unos criterios estilísticos rigurosos. Si no me falló la atención, la cámara jamás se desplaza, aunque sí panea frecuentemente de un lado hacia el otro o cambia el foco de un personaje al otro. Hay muchos encuadres simétricos. La mayoría de los planos son larguísimos y los encuadres se despliegan en varios niveles de profundidad. No hay música incidental, pero parece haber gente tocando el piano o escuchando esporádicamente algún fonógrafo, y nosotros nunca vemos directamente esas acciones que producen música (sólo vemos el piano cuando nadie lo toca, y nunca vemos el fonógrafo). Las escenas terminan y empiezan en momentos medio abruptos, como interrumpidos (aunque en forma no alevosa, ya que la película nunca luce estilísticamente modernista).
Esas opciones formales rigurosas generan todo un centro secundario de atención: al mismo tiempo que seguimos los diálogos filosóficos, aislamos cierto conjunto de posibilidades y quedamos observando, en paralelo, cómo se articulan. A veces los personajes están todos ubicados a lo lejos, en plano general, y la cámara queda fija. En esos casos puede pasar que nos cueste entender quién habla, porque algunos están de espaldas y nadie gesticula demasiado. En otras circunstancias, ellos pueden cambiar de un lugar al otro y la cámara oscila entre ellos, y de pronto tenemos a alguien bien grandote en la delantera del encuadre, otro más allá, y esa coreografía elegante e ingeniosa cambia todo el tiempo. La perspectiva del sonido es siempre naturalista, de modo que, al estar lejos, escuchamos a los personajes con mayor dificultad. Puede ocurrir que estén tan lejos (por ejemplo, en el exterior de la casa) que los vemos desplazarse de un lado al otro, agruparse de tal o cual manera, pero no tenemos idea de qué hablan, porque es inaudible, y esos momentos sirven como un reposo. Y hay una extensa escena, cerca del final, en que los conversadores están alrededor de una mesa y la cámara siempre se ubica al centro de esta, alternando entre planos de los distintos rostros. Créanme, es un espectáculo bellísimo, delicadísimo.
Hay una opción extraña con respecto a la centralidad de lo que vemos. Es que, por lo general, en escenas de conversación alrededor de una mesa, quienes atienden son relegados a una jerarquía visual muy de fondo. Pero aquí no: el criadaje se entromete en los encuadres, y a veces podemos distinguir que está pasando algo llamativo (una niña quiere molestar a los invitados y la criada adulta la sujeta y la saca de ahí), pero esos eventos quedan allá atrás, reencuadrados por una puerta, casi inaudibles, aunque es imposible ignorar esa acción distrayente. La película está dividida en capítulos, uno por cada uno de los cinco conversadores, y uno más que, curiosamente, está dedicado al mayordomo. Durante su capítulo, casi no se habla, sólo se susurra (no hay que perturbar a los señores), y podemos estar largos minutos viendo acciones anecdóticamente intrascendentes y que tienen que ver con el cuidado de la porcelana, servir una botella con vasos de agua. Y observamos también la réplica reducida de la relación de poder dentro de la jerarquía de los empleados (el mayordomo abofetea a un subordinado por haber lavado mal una taza). Mientras tanto, ahora son los conversadores quienes son el fondo, y cuando los empleados se les acercan, entreoímos frases sueltas de algún asunto interesante, pero queda por esa. Ese momento aislado de inversión de jerarquías funciona como un vago comentario social, y también como un elemento más de capricho formal.
Pero hay algo aún más radicalmente extraño. Puse arriba que no hay drama en la película, pero hay una excepción gigante. Allá por las dos horas de metraje tenemos un breve momento de misterio y suspenso que, de pronto, estalla en el evento más dramático que se pueda concebir. Tenemos un fade out, como hubo varios, y de pronto, por el resto de la película todo sigue como estaba antes (lo cual es absurdo). Quizá los tiempos están barajados, y ese evento a las dos horas de metraje es el último de la anécdota, y lo que vemos en la última hora y 20 de película ocurrió antes. O quizá el tal evento dramático fue imaginario, pero esto no pega con nada en la película. O lo que sigue es sobrenatural, y tendría que ver con que es justo ahí cuando predominan los diálogos sobre resurrección y el Anticristo. El hecho es que, al final, la película termina así nomás, en un punto tan arbitrario y neutral como varios otros, y jamás resolveremos el misterio. Formalmente, funciona como un golpe fuerte en una película que ocurre toda con delicadezas, y por si uno se empezaba a fatigar, nos inyecta el combustible para renovar la atención y el placer.
Quienes tomen “intelecto” o “intelectual” como términos despectivos, no se molesten con Malmkrog. Pero la ingeniosa austeridad, la belleza de la forma, y el contacto con discusiones inteligentes y argumentadas pueden ser un gozadísimo refresco ante nuestro mundo cotidiano de intercambio de estupideces alrededor de una grieta y de tantos novelones de Netflix.
Malmkrog. Dirigida por Cristi Puiu. Basada en obra de Vladimir Soloviov. Con Frédéric Schultz-Richard, Agathe Bosch, Ugo Broussot. Rumania (con insumos de Serbia, Bosnia-Herzegovina, Macedonia, Suiza y Suecia), 2020. Mubi.