“Aprendemos pronto que conviene esquivar las abstracciones”, afirmaba hace unos años Gustavo Espinosa en un ensayo sobre su literatura publicado en el libro El animal letrado, compilado por Alma Bolón. Es decir, en palabras del novelista, que “es mejor hablar de un león furioso que de la soberbia, o de una muchacha muerta que de la teología o de la gracia”. El género novela, como sostenía a su vez Jorge Luis Borges, nace precisamente tras ese pasaje “de especies a individuos” en el que el verso “E con gli occulti ferri i Tradimenti” (Y con hierros ocultos las Traiciones) del poema épico de Giovanni Boccaccio es traducido por Geoffrey Chaucer como “The smyler with the knyf under the cloke” (El que sonríe, con el cuchillo bajo la capa).
La historización es convincente, pero Borges aporta además su propio eslabón a esta cadena de versiones. En un fragmento de La vuelta al día en 80 mundos, Julio Cortázar cuenta, en efecto: “Me acordé de unas clases de literatura inglesa allá por la calle Charcas, en la que [Borges] nos había mostrado cómo el verso de Geoffrey Chaucer era exactamente la metáfora criolla de ‘venirse con el cuchillo abajo ’el poncho’”. La anécdota, además de su carácter pintoresco, aporta una dimensión que dice mucho sobre el proceder de Borges como traductor de lenguas y de mitologías. En ese pasaje del idealismo que el argentino ve en Boccaccio al nominalismo chauceriano y de ahí a su adaptación gauchesca, se puede ver el trasiego de lenguas que cruza su obra, pero también el proceso de escritura y reescritura de textos propios y ajenos, que termina por volverse contra esos conceptos supuestamente antónimos. Esa discusión, que tal vez no tuvo sentido durante gran parte de la historia de eso que llamamos desde hace unos siglos “literatura”, fue puesta en debate por Borges como por nadie y es en sus lectores donde encuentra una continuación más fértil.
Espinosa, lector atento del escritor argentino, puede pensarse por cierto como parte de este linaje, sobre todo a partir de su última novela, La galaxia Góngora, un auténtico ejercicio de apropiación literaria en el que la imitación aparece como la forma más alta de la admiración. Ya desde el título hay, por supuesto, un carácter intertextual evidenciado en la referencia (además de la obvia a La galaxia Gutenberg, de Marshall McLuhan) al que tal vez sea el mayor poeta de la lengua castellana: Luis de Góngora y Argote. Así, el libro está dividido en dos partes que, en cierta medida, se pueden leer de manera independiente. La primera, más convencional (sobre todo para quienes estamos habituados a la obra del autor), mezcla los procedimientos narrativos de la novela canónica con los de la crítica literaria, las memorias y el ensayo, y recorre en forma trenzada los destinos del malhadado poeta olimareño Evergisto Richar Cuenca y del tambero Juan Rollfinke, caído en desgracia tras el crack de 1982, mientras que la segunda se compone por el extenso poema de Cuenca que da nombre a la novela, una silva de 1902 versos que alternan el endecasílabo y el heptasílabo y es la continuación alucinada de las Soledades de Góngora.
En la parte novelesca, Espinosa recorre varios de sus espacios habituales y crea un mundo convincente que no deja de establecer lazos con los tiempos del poeta cordobés, cuya poesía y sus sucesivas lecturas son el corazón del libro entero. Efectivamente, los espacios recorridos por la prosa (Vergara y la ciudad de Treinta y Tres, Nueva Helvecia, Montevideo) están impregnados por una imaginería barroca y se encuentran poblados de seres contrahechos dignos de José de Ribera o Diego Velázquez, personajes cuyas fisonomías deformes son reflejo de sus almas atormentadas, seres ambiguos que habitan un lugar intermedio, una semisombra propicia para sus moralidades turbias. En este ambiente degradado contra el que contrastan los cielos límpidos de la poesía, se desarrolla entonces el argumento, que está siempre en tensión entre ese tiempo otro y la historia uruguaya cercana, atravesada de eventos siniestros y marcada por las paradojas del progreso, con su seudofeudalismo y la emergencia permanente de nuevas tecnologías como salidas de la ciencia ficción más deprimente.
En este sentido, hay en La galaxia Góngora una dimensión grotesca que subyace en todos los libros de Espinosa (incluido Cólico miserere, de poemas) y que puede parecer por momentos un poco cruda, como en la figura de Pedro Sáez, monstruo de cine B en la huella de Leatherface o el Buffalo Bill de El silencio de los inocentes. En todo caso, hay en el libro –y todo contribuye a eso– un clima muy bien logrado en el que las muchas referencias (ya sean versos de canciones de Serú Girán o de poemas de Serafín J García) tienen un eco más adelante en la historia, lo que da una idea de autosuficiencia del universo creado, un universo en el que hay, sin embargo, puntos de fuga hacia algo que se puede llamar “nuestro mundo”, no sólo a través de la mención a hechos históricos contrastables, sino también por la presencia, que ya es un rasgo de estilo, de algunos personajes relacionables a la biografía del escritor.
Otro es yo
Un lugar particular del impulso llamado autoficcional que ha definido a las letras uruguayas recientes lo ocupa una constelación de libros que invitan a ser leídos en conjunto a través de alusiones recíprocas y cuyo punto de quiebre puede situarse en 2016, con la publicación espaciada por unos meses de Todo termina aquí, de Espinosa, y Febrero 30, de Amir Hamed. De este modo, si en la primera aparecen explícitamente mencionados, en la novela de Hamed se encuentran apenas velados tras apodos varios personajes que fueron rápidamente leídos como enmascaramientos de, entre otros, el autor y Espinosa, con quien existe una extensa amistad documentada en reseñas, comentarios, presentaciones de libros, entrevistas y, por supuesto, la ficción, con su poder contagioso. Este contagio de la ficción, que en Febrero 30 se declara en el origen de la enfermedad del protagonista, tiene en los años sucesivos a la muerte de Hamed (ocurrida en 2017) nuevas formas, principalmente en los libros Cien agujeros de gusano (2019), de Gustavo Alzugaray, y ahora también en La galaxia Góngora, en los que la contagiosa ficción muestra su lado reparador. Por su parte, esta construcción fantástica de un grupo de amigos, asimilable a lo explorado en Adán Buenosayres (1948) por Leopoldo Marechal, responde en parte a una necesidad de recuperación de un tiempo, pero también de un ambiente cultural que fue, por decir algo, descuidado por la crítica, y amenaza con quedar perdido con el abandono de la práctica de la historia literaria.
De esta manera, La galaxia Góngora supone, en varios niveles, una puesta en escena de la recepción de un libro, un estudio del aparato literario en todas sus partes (concursos, crítica, academia, lectores) y la historia del devenir de una obra, la de Cuenca, escandalosamente marginal, inconmensurable con las expectativas de lectura de su tiempo. Es crucial, por eso, el modo en que Espinosa va hilando la trama de este libro, que construye su peripecia en torno al azar y al carácter destructor de acciones que en principio parecen alejadas: así, la paranoia de la represión, las discusiones sobre el compromiso y el deber ser de la literatura, el quiebre de la tablita en el 82 y la amnistía pactada al salir de la última dictadura tienen consecuencias impensadas para los protagonistas del libro, que no pueden sino ser espectadores de ese desarrollo de los acontecimientos, esclavos de la contingencia. Hay por eso, como en Góngora y en casi toda la literatura de su época, un deleite por la tormenta, por el naufragio, por el desorden, por el extravío, a lo que Espinosa suma su fascinación por los bordes, por la relación entre un afuera y un adentro de la ciudad y las figuras que, de cierta manera, logran atravesar esos límites o, al menos, vivir en ellos.
El exiliado
La figura del poeta que es Cuenca se construye entonces justamente en ese borde, en ese lugar de no coincidencia, de manera que se convierte en una suerte de extraño héroe romántico, arrogante e incomprendido, incapaz de mirarse desde la distancia, como sí hace el narrador de esta novela con todos sus personajes, incluido el que tiene por nombre Gustavo Espinosa, de quien se critica paródicamente la prosa afectada.
En este juego con las formas, de glosas y de “plagios”, el libro levanta un muro de humor que no logra empañar los momentos de mayor potencia expresiva en los que se pone a prueba el dominio de Espinosa de una prosa singular y reconocible como pocas en el panorama actual. Porque si “los libros bellos”, como sostiene Marcel Proust y replica el narrador, “están escritos en una suerte de lengua extranjera” (frase que, por otra parte, dispara las reflexiones de Hamed en un ensayo también contenido en el libro citado al principio de esta reseña), todo ejercicio de escritura es un trabajo de traducción, ya entre lenguas como en esas abstracciones –belleza, melancolía, inocencia– que toman cuerpo. En prosa y en verso, de la España barroca al Uruguay del siglo XX, perdido en una deriva fantasmal entre la tradición (Julio Herrera y Reissig, Pedro Leandro Ipuche) y el fin de la historia, la acción se sitúa de forma conflictiva en ese licuado de los tiempos que abre grietas por las que pueden asomar los titanes del pasado, colarse transmutados como esa máquina extraña y opaca que se hace presente en el mundo bajo la forma de un refugio y luego, sin más, nos expulsa.
La galaxia Góngora. De Gustavo Espinosa. Montevideo, Hum, 2021. 240 páginas.