Es uno de los muchos excelentes títulos disponibles en +Cinemateca, el recién inaugurado sitio de streaming de Cinemateca Uruguaya. Multipremiada y elogiada por cineastas influyentes como Béla Tarr, Gus van Sant y Ang Lee, Un elefante sentado y quieto fue una de las luminarias del Festival de Cinemateca de 2019.

No son pocos los eventos muy dramáticos que ocurren en esta historia. Por lo menos tres personas mueren violentamente (quizá sean cinco). Un joven es buscado por un gángster que quiere vengar un supuesto asesinato. Una promisoria carrera se arruina. Sin embargo, la película no es nada de lo que esa descripción puede sugerir. La sensación es la de un drama intimista, que discurre sin prisa en su metraje de casi cuatro horas de largo. Aun cuando sí ocurren esas “grandes cosas”, el énfasis siempre está en lo que eso nos aporta para la sensación de desencanto que domina a los personajes (y la película). No se trata de cine lento, esa modalidad que convierte la lentitud en un hecho estético. Aquí, al contrario, estamos acompañando el devenir de la anécdota, la forma en que los eventos se van enredando, y el ritmo lento profundiza nuestro conocimiento de los personajes y el involucramiento con ellos y sus situaciones. Y están, además, los grandes eventos dramáticos salpicando el todo.

Estamos en alguna ciudad industrial del norte de China. Todo transcurre en una sola jornada. Alternamos entre cuatro personajes principales que viven en un mismo vecindario, y siempre estamos con alguno de ellos. Al inicio parece ser una narración coral, pero pronto las historias se van entrelazando.

La película está hecha esencialmente de tomas largas y complejas realizadas con Steadicam. La puesta en escena es estupenda, y podemos no darnos cuenta de que casi nunca hay cortes dentro de una misma escena, porque pasa de todo: entramos y salimos de determinado ambiente, subimos escaleras, empezamos con un personaje y seguimos con otro. La toma más larga que observé dura más de 19 minutos (Huang Ling con el vicedecano en un bar). Es increíble pensar en todo lo que se jugó en cada toma del rodaje en cuanto a la intensidad de la actuación, la coordinación de los movimientos de múltiples personajes, lo que ocurre cerca de la cámara y lo que va allá lejos, la coreografía de la cámara. Eso propicia, además, el efecto refrescante de que, por momentos, casi nos olvidamos de en qué iba algún personaje que no aparece hace media hora, así que regresar a él funciona casi como el inicio de un episodio nuevo en una serie.

Pese al estupendo trabajo de cámara y de puesta, lo visual está intencionalmente afeado. La fotografía es descolorida, tirada hacia un azulado verdoso que enfría todo atisbo de calidez. Lo que se ve de la ciudad es espantoso: una arquitectura masiva indistinta, paredes descascaradas, basurales. El restorán no tiene decoración alguna y hay unas provisiones apiladas al lado de las mesas. Se trabaja con una latitud baja: cuando los personajes pasan por una zona menos luminosa quedan sumidos en sombra, si se plantan contra una ventana la luz de afuera parece quemada y la figura queda siluetada. El lente gran angular funciona para deformar las figuras, pero nunca para brindarnos la visión profunda y panorámica que suele ser la ventaja de ese tipo de lente. Al contrario, el foco es casi siempre cortísimo. Aun cuando tenemos un diálogo entre dos personas, por lo general sólo una de ellas está en foco y tenemos que bancarnos esa angustia miope de casi no distinguir las facciones de la otra. Esto vale para el ambiente: capaz que la ciudad de Shijiazhuang, donde se rodó la película, tiene sus atractivos, pero estos nos son negados por el fuera de foco y el color pálido. Esa cortedad de visión contribuye a que nos concentremos en el mundo interior invisible de los protagonistas.

Hace frío y todos usan camperas. Creo que la primera sonrisa (más bien irónica, a medias) viene pasadas las dos horas y media de metraje. Por doquier la gente se ve malhumorada, procede en forma egoísta. Hay olor a basura. Hay bullying. Aún más que lo que se veía en los cineastas de la llamada Sexta Generación del cine chino, el retrato de la China entregada al mercado es espantoso. La gente es clasista y parecería que toda la prédica igualitaria y antiburguesa de los años del comunismo pasaron en blanco.

La hija y el yerno de Wang Jin quieren mudarse a un barrio donde sólo pueden conseguir una vivienda diminuta, y entonces lo quieren confinar en un asilo de ancianos. Jin hace un extenso paseo por el asilo y es la cosa más deprimente, sin gracia y solitaria que se puedan imaginar. El motivo por el cual la pareja se quiere mudar es para que la hija de ellos, nieta de Jin, pueda beneficiarse de mejor educación y tener algún futuro, ya que la educación, según el nivel social de los barrios, es tremendamente desigual. El propio vicedecano del liceo del vecindario dice que sus alumnos no deben hacerse ilusiones: su mejor perspectiva es la de convertirse en vendedores callejeros de comida. Campean la corrupción y el bandidaje. Los servicios públicos no parecen ser una maravilla: el tren no puede salir, hace días que no se recoge la basura. Las mujeres tienen que prestar favores sexuales para obtener ciertos beneficios mínimos. En fin, todos sabemos que China tiene un Estado fuerte con un proyecto holístico que viene conquistando para el país un enorme poder global, pero, al menos a juzgar por lo que se ve en películas como esta, ese proyecto se cumple a expensas de la gente del montón.

Los personajes ni se sorprenden por las cosas malas que les pasan, porque dan por asumido que la vida es así. Es peor que esas películas que tienen un final desgarrador y te hacen llorar: aquí no hay ocasión para que lloremos, porque la tristeza está desparramada por doquier.

Sin embargo, nos alcanzan constantemente dos fuentes de luz. Una es el cuarteto de personajes principales, que se caracteriza por, justamente, conservar rasgos de sensibilidad y compasión y, pese a compartir el pesimismo general, no abandonan el anhelo de algo más. Son sumamente dignos, y sus miradas están impregnadas de una melancolía que difiere del mero sometimiento al juego de la supervivencia que domina a la mayoría. Los queremos. ¡Y qué actuaciones! Con ellos y sus acciones vivimos pequeñas alegrías, como cuando los pasajeros del ómnibus se ponen a jugar a los pases con una pelota al borde de la carretera, en la madrugada. Ling queda gratamente sorprendida al ver a su madre, con quien no podría llevarse peor, ponerse totalmente de su lado en un momento crítico. La nieta de Jin es puro amor. Yu Cheng será un matón, pero se quema la mano para ayudar a un desconocido que sufre un accidente.

La otra fuente de luz es la notable cinematografía, de una rara personalidad e inteligencia. Hay varias razones por las que esta película fea es muy bella. El guion es estupendo, y esto vale para los diálogos, la forma de presentación de los elementos, el desarrollo y la manera en que las distintas historias se van cruzando y resonando unas en otras. El inicio es un ejemplo de su poética especial. Es la única ocasión en que escuchamos una voz over (la de Cheng, el primer personaje al que vemos). Cortamos a un travelling mostrando la nieve con huellas de pasos, la imagen moviéndose de arriba hacia abajo (es decir, el camarógrafo filmando el piso delante suyo mientras avanza). Ese movimiento armoniza con el plano siguiente, en que la cámara asciende de abajo hacia arriba (visualmente, es el mismo movimiento que el plano anterior), que empieza en el perrito blanco –que luego va a tener su importancia en la anécdota, y además rima visualmente con la nieve que vimos recién–. Mientras la voz está contando que en la ciudad de Manzhouli hay un elefante que está todo el tiempo sentado, el movimiento ascendente nos lleva a la imagen del viejo Jin, sentado. Quizá lo del elefante sentado aluda a la firme tranquilidad desapegada de la meditación, pero claramente no es el caso de Jin, quien está muy terrenalmente triste.

Una de las cosas más formidables de la película es la manera en que nos confina al entorno espiritual/mental de cada personaje, dejando el entorno, en buena medida, fuera de campo o fuera de foco. Cosas cruciales ocurren más allá de los bordes del encuadre, indicadas sólo por el sonido o por las miradas de los demás, o si no, ocurren en campo pero sin recibir la consagración del foco: pasa así con la visión del cadáver del suicida, o cuando Li Kai apunta su pistola. A veces sólo reconocemos al personaje por el contexto o por la voz, ya que está tan desenfocado que es imposible distinguirlo por la mera visión. La música incidental, de autoría de Hua Lun, es una belleza, y contribuye a teñir con un clima muy especial cada una de las pocas ocasiones en que suena.

A la tristeza de la película misma se suma el dato adicional de que el director, Hu Bo, cometió suicidio, a los 29 años, en cuanto la finalizó, antes aun de su estreno y consagración. Era un talento cinematográfico inmenso, y sólo podemos especular sobre qué otras maravillas podría haber aportado al mundo, cómo se hubiera desarrollado. Su ópera prima resultó ser también su canto de cisne. Quizá este largometraje fue una elaborada nota de suicidio. En todo caso, es una nota ambigua, que incluye todos los buenos motivos para morir pero también unos cuantos para seguir viviendo.

Un elefante sentado y quieto (Dà xiàng xídì érzuò). Dirigida por Hu Bo. Basada en libro del director bajo el seudónimo Hu Qian. Con Peng Yuchang. Wang Yuwen, Li Congxi. China, 2018. +Cinemateca.