Ubicada en un hacinado complejo de viviendas correntino llamado Las Mil, Las mil y una es, antes que nada, un drama urbanístico. Tenemos el señuelo de chica-conoce-chica, y en ese escheriano laberinto de monoblocks Iris y Renata se perseguirán, evitarán, seducirán y, sobre todo, intentarán encontrar resguardo o algún recoveco privado en el que poder vivir ese incipiente amor. Similar a algunas piezas tanto de neorrealismo como de commedia all’italiana, en sentido tan reduccionista como ilustrativo toda la película es un interminable periplo para que las chicas puedan besarse o tener sexo fuera de las miradas o las intervenciones –a veces abusivas y peligrosas– del resto de los habitantes del barrio. Así, el complejo Las Mil bajo el lente de Navas se ofrece como el mapa interactivo de un mundo abierto en el que, de durar la película dos o tres horas más, uno podría ubicarse en sus plazas, baldíos, atajos y vericuetos tan bien como las protagonistas.

Con este aspecto en mente, el uso del plano secuencia –y especialmente el tracking shot– se eleva como uno de los recursos primordiales de la directora, a menudo siguiendo a Iris como un perro fiel, casi respirándole en la nuca. Un ejemplo que ilustra lo virtuoso al mismo tiempo que sencillo de este recurso es el primer intercambio entre la protagonista y su objeto amoroso, cuando Iris sigue a Renata desde cierta distancia pero, por vergüenza, intenta buscar una vía paralela para cruzársela de frente, y para eso da la vuelta a la manzana en sentido contrario. En esa escena la cámara, que seguía a Iris, parece perderla de vista y quedarse con Renata, pero minutos después vemos a la protagonista aparecer del lado opuesto del cuadro. Así podemos ver no sólo la cristalización de una estrategia de seducción –torpe, ingenua, graciosa– en tiempo real, sino hasta el cansancio del personaje (y de la misma actriz), que parece haber tenido que dar una verdadera vuelta a la manzana a toda velocidad. Es en estos pequeños detalles, en la densidad del realismo de las distancias y sus efectos sobre los cuerpos que Las mil y una adquiere mayor brillo.

Otro aspecto asociado a esta inteligente noción topográfica es cómo el complejo de monoblocks está organizado de manera tal que todo lo que sucede a ras del piso parece vulnerable a la mirada o los comentarios de otros vecinos, que escudriñan y juzgan; una noción panóptica que se potencia en el hecho de que nunca los vemos, sino que más bien los escuchamos, lejanos e inmateriales.

Acá una nota al pie: lo mejor de Las mil y una se suele encontrar en el background, en todos los aspectos aledaños al tema principal. En contraposición a las charlas entre Iris y Renata –que a veces entran en loops en los que más que realismo narrativo sentimos la dificultad para resolver algunas escenas sin empantanarse– hay algunos momentos de genialidad que pasan casi como un suspiro, como la persecución circunstancial de un vecino por la Policía ante la mirada resignada de Iris y una amiga, o la frase “a vos te veo cara de almohadonera” cuando se especula con el estilo masturbatorio de la protagonista.

Volviendo a esta especie de estratificación por elevación, no es casualidad que el desenlace ocurra en una de las terrazas, como un intento de las protagonistas de conquistar un lugar aislado y peligroso que históricamente les fue vedado.

En este marco, todo el juego de lo visto y lo no visto, lo explícito, lo obviado y lo censurado tiene un peculiar diálogo con la forma en que esa comunidad despliega dinámicas para las nuevas formas de habitar, reformular y expandir las prácticas y performatividades de los géneros y los vínculos. La mayoría de las películas LGBTQI harían de la salida del clóset de la protagonista el asunto medular, sin embargo Las mil y una transita por otro territorio. En esta película las identidades disidentes no son necesariamente censuradas y calladas (al contrario: prácticas hetero y homosexuales se polinizan entre sí, en un continuo para nada segmentado): se exponen y estallan, aunque en esa forma expansiva de mostrarse haya, también, un modo alterno de sojuzgamiento, una especie de permisividad dionisíaca temporal que puede cerrarse como una guillotina en el momento en que el orden imperante se sienta amenazado o, simplemente, se aburra de ese condimento. Si hay una sensación de tensión en Las mil y una no es que las dos chicas sean “descubiertas”, sino que algo más peligroso pueda pasar si la apertura llega a ser total.

En esta reversión del binomio visibilidad/invisibilidad, el gran tema fantasma de Las mil y una es el dinero. En todo el film vemos a personajes que explotan su sexualidad de una manera u otra motivados por el dinero o, al menos, por cierto tipo de intercambio. Tenemos a Darío (Mauricio Vila, el gran descubrimiento de la película) mostrando su cuerpo a adultos que se masturban en una conexión en línea y a Renata (Ana Carolina García), cuya vida alternó entre haber vivido con una especie de “sugar mommy” (más que nada por la diferencia de edad) en Paraguay, tal vez prostituirse y ser una bailarina exótica en una disco de dudosas condiciones edilicias. En esa dinámica de amor pago versus amor sentido la inexperiente Iris (Sofía Cabrera) no tiene mucha idea de cómo actuar o cómo acercarse, siendo todavía, en muchos sentidos, un ángel (¿cuál es el sexo de los ángeles?) o, al menos, una niña.

Los caballos que abren y cierran el film –en un travelling que, de ser este un mundo justo, marcaría un momento icónico del nuevo cine argentino– parecen mostrarlo: la vida acaba de hacer sonar el disparo de largada e Iris sale corriendo igual que ellos, sin saber para qué o dónde está la meta; sin saber si morder el oro de la victoria o huir a la certeza de la curtiembre.

Las mil y una. Dirigida por Clarisa Navas. Argentina, 2020. En Netflix.