Para despedir el año pasado desde su columna, Juan Forn eligió escribir sobre uno de sus cantantes de rock preferidos, el norteamericano Warren Zevon. La columna recordaba uno de los temas más emotivos de su carrera, “Desperados under the Eaves”, que compuso atrapado en una habitación de un hotel de mala muerte, del que finalmente pudo escapar sin pagar. Contaba entonces que Zevon había regresado al hotel cinco años después, ya consagrado y dispuesto a cancelar lo que debía, pero al escuchar el tema le dijeron que la cuenta estaba saldada. Y entonces decía Forn que cada Navidad y Año Nuevo desde que le prohibieron el alcohol, a la hora de brindar escuchaba esa canción en su cabeza, y pensaba lo mismo, que su cuenta, también, estaba saldada.

Se puede suponer que la cuenta de la que hablaba el escritor argentino es la de cada año que se termina, sumas y restas de una cotidianidad que se cierra y al mismo tiempo vuelve a comenzar. Pero es inevitable pensar que también estaba refiriéndose a las cuentas pendientes de una vida veloz y urbana como la que llevó hasta que una pancreatitis feroz lo dejó en coma al cumplir los 40, y lo obligó a reinventarse desde la ciudad balnearia de Villa Gesell, donde murió sorpresivamente el domingo, con apenas 61 años. La sorpresa fue porque, a pesar de tantos achaques, Forn gozaba –aparentemente– de buena salud, al punto de que su hija Matilda había decidido festivamente pasar el fin de semana largo con él. Y porque estaba en su mejor momento como autor, cosechando los frutos de las columnas que publicaba los viernes en el diario Página 12 desde que había hecho borrón y cuenta nueva, en las que repasaba, descubría y entrecruzaba vidas o momentos olvidados de artistas de todo tipo, y que lo habían convertido en un autor querido y festejado por unos lectores que multiplicaron el dolor por su pérdida en las redes.

Su muerte fue un baldazo de agua fría para sus amigos, colegas y allegados, que disfrutaban de su conversión en maestro zen luego de haberlo visto ganar y perder en el juego de la fama y el poder durante una vida profesional cuyo estilo podría resumirse con el título de otra canción de su admirado Zevon, “Dormiré cuando esté muerto”. La leyenda cuenta que pasó de ser cadete de la editorial Emecé –en sus columnas confesó que cada vez que le tenía que llevar un paquete a Borges o Bioy, lo abría antes de entregarlo– a terminar dirigiéndola, un sitio que también ocupó en Planeta, desde donde revolucionó la literatura argentina con su colección Biblioteca del Sur, un triunfo editorial en el que apostó por autores jóvenes y glorias de culto; de Fresán a Dal Masetto, digamos. Haría lo mismo luego con el periodismo cultural, al frente del suplemento Radar, que fundó y dirigió durante sus primeros cinco años, hasta que llegó el momento de parar.

Niño bien que terminó rebelándose contra su crianza de la mano de la cultura rock y los poetas malditos, Forn –que murió con apenas un año más que Maradona– tuvo una carrera más cercana a la de un jugador de fútbol que a la del escritor que siempre quiso ser, presentándose en sociedad a los 27 años con su novela Corazones cautivos más arriba, y luego alcanzando el éxito con los cuentos de Nadar de noche. Más tarde vendrían Frivolidad y Puras mentiras, dos novelas que ni arañaron el suceso con el que el propio Forn medía todo por entonces –y de las que posteriormente nunca se confesó muy orgulloso–, y por último María Domecq, eslabón perdido entre aquella vida rápida e influyente y las columnas con las que la escritura le dio una segunda oportunidad.

Compiladas sucesivamente en volúmenes como La tierra elegida, Ningún hombre es una isla o El hombre que fue viernes, y finalmente en los cuatro tomos de Los viernes, aquellos textos fueron lo último con lo que Forn trabajó, dejando listo –estaba anunciado para agosto– un libro en el que los entrecruza, intentando contar el siglo pasado a partir de los pliegues de su historia cultural, bajo el ahora aún más apropiado título de Yo recordaré por ustedes, tomado de su columna de viernes sobre el cineasta Jonas Mekas. Justamente estaba celebrando que había entregado ese libro, junto con el Día del Padre, cuando se descompuso en la sobremesa y nunca más se recuperó. El velatorio fue en Villa Gesell, en la terraza de un centro cultural vecino a la playa, por donde pasaron –con estricto protocolo y cubrebocas– sus amigos de Buenos Aires y también los que lo adoptaron en la ciudad balnearia. Sus cenizas se esparcirán en las aguas de ese mar que Juan Forn aseguraba que lo limpiaba, le destapaba las cañerías y siempre lo terminaba acomodando, como escribió en otra de esas columnas que –quién lo hubiese dicho– terminaron pagando la cuenta, y demostraron ser su verdadero lugar en el mundo.