El año pasado se puso a disposición en algunos países, por primera vez y por período limitado, la muestra gratuita en línea llamada Russian Film Festival. En la segunda edición se preparó, por primera vez, una versión para Uruguay, Argentina y Chile, con subtítulos en español del cono sur, desde el viernes 11 hasta el domingo 4 de julio, Son siete largometrajes más una serie de dibujitos animados, y se pueden ver en la plataforma Qubit (uy.qubit.tv). El sistema puede ser un poco confuso, ya que Qubit es una plataforma por suscripción, y no está claramente establecido cómo arribar al festival gratuito. Por lo normal, googleando “Russian Film Festival Qubit” o algo similar, llegamos ahí. Lo único que se requiere es que uno se registre con la dirección de email, y con eso puede ver todas las películas, durante las tres semanas, y más de una vez si lo desea.

El Russian Film Festival es un emprendimiento de Roskino, el organismo estatal encargado de la promoción internacional del audiovisual ruso y de coordinar coproducciones y otro tipo de vínculos y acuerdos. Roskino es la continuación lejana de Sovkino (fundada en 1924). En la muestra no están los grandes autores que actualmente aportan prestigio a los grandes festivales, como Alieksandr Sokúrov o Andrey Zviáguintsev, ni los blockbusters popularísimos de Timur Biekmanbiétov o Fiódor Bondarchuk, o eventuales obras nuevas de consagrados veteranos como Andrey Konchalovsky o Nikita Mijalkov. El objetivo de la muestra es exhibir la solvencia profesional y la variedad contenidas entre el centenar de largometrajes rusos que suelen lanzarse anualmente. En la normalidad previa a la pandemia, el cine nacional representaba tan sólo 16% de la boletería en Rusia, pero ese porcentaje no muy elevado implicaba, de por sí, unos 31 millones de espectadores, sin contar el público en otro tipo de plataformas y de otros tipos de audiovisuales.

Si estos siete largometrajes pueden tomarse como representativos, una de las cosas más llamativas es la discontinuidad con el cine ruso del pasado. Esto no debería sorprender en una cinematografía que ya se había inventado de cero y destruido en tres ocasiones previas: el elegantísimo cine ruso de la era imperial fue prácticamente borrado del mapa por la revolución bolchevique de 1917, que dio origen al período más intensamente creativo e influyente del cine ruso, que fue, sin embargo, anulado con la imposición oficial de la estética del realismo socialista en 1935. Esta recién llegó a fisurarse cuando hubo atisbos de apertura en la década de 1960, pero los tipos de cine que se correspondían al cine oficialista y al disidente tienden ahora a desaparecer ambos con la oleada globalizadora.

En todo caso, Viento del norte (de Renata Litvínova) tiene un tenue punto en común con el aspecto menos meritorio de Andrey Tarkovsky, que es el gusto por cierta poética verbal ampulosa y algo fácil, donde nadie dice nada concreto, pero lo dice siempre con aires de insinuar “algo más”, sugiriendo una mayor profundidad. El francés tiene puntos de contacto con las últimas etapas del cine soviético, pero eso debe ser por el mero hecho de que su director, el casi octogenario Andrey Smirnov, empezó su filmografía en aquella época. El resto de la muestra parece dividirse entre la estética predominante en Netflix y plataformas análogas, y modalidades establecidas de un cine más independiente.

Si esta muestra se destina a poner un granito de arena para debilitar los bloqueos que el espectador internacional pueda tener hacia el cine ruso, eso no tiene que ver con ninguna peculiaridad estética radical. En todo caso, hay que conformarse con ver a Rusia desde el punto de vista ruso en un audiovisual: el idioma, los nombres, las fisionomías, el paisaje, cierto pudor en el abordaje de asuntos sexuales, la forma muy tímida con que es traído a colación el asunto de la homosexualidad (sólo en dos de las siete películas, curiosamente las dos que están dirigidas por mujeres), la distinta indumentaria de los sacerdotes y los cánticos ortodoxos.

Me resultó desoladora la impresión, a juzgar por esta selección de películas, de que la música rusa, en lo que tenía de diferencial, parece haber muerto. Todo lo que suena es pop (cantado en ruso o en inglés), rock, hip hop, “música de cine” a la manera hollywoodense. En todo caso, sí hay algunas incursiones creativas, aunque despojadas de identidad nacional, como algunos pasajes de la música de Ziemfira para Viento del norte, basados en cristales frotados y percusiones resonantes.

Una vez más, la excepción es El francés, que usa fragmentos de un Cuarteto de Dmitry Shostakóvich. La acción transcurre en 1957. Un estudiante francés comunista, hijo de madre rusa, es aceptado para hacer un curso en Moscú, aunque su objetivo principal es ubicar a un pariente preso en 1935 y del cual nunca más se supo. El director Smirnov fue joven por esos años, y quizá por eso la película transpira tanta autenticidad. Con un presupuesto moderado se logró una reconstitución de época convincente, ayudada por la opción por un blanco y negro lavado que deja los fondos iluminados como meros matices de gris clarito casi blanco. La película está filmada con discreta elegancia y un criterio, que nunca deja de sorprender, de interrumpir las escenas en forma abrupta, dejando algunos asuntos colgados, sin resolución. La perspectiva del francés y la búsqueda del pariente inducen a la acumulación de breves episodios en los que veremos los resquicios, entonces todavía vivos, de las revoluciones de 1917 y de las purgas estalinistas, la fascinación juvenil con el jazz, el tango y el rocanrol, el opresivo estado policial, las condiciones miserables de los obreros en alguna zona lejana del país, algo de corrupción. Hay un tufo de pedagogía anticomunista y antisoviética en todo esto. Pero también hay momentos emotivos, amparados en actuaciones sobresalientes. El final deja mucho abierto y uno se queda con las ganas de que existiera un episodio 2 para saciar nuestra curiosidad sobre el destino de los personajes.

Al filo.

Al filo.

El cazador de ballenas (de Filipp Iuriev) es la única película de la muestra que no está hablada predominantemente en ruso. Es un ejemplar de world cinema, cuya acción transcurre en una comunidad chukchi. Es también un film de coming of age, centrado en un adolescente fascinado con una modelo erótica de cámara web. El contraste entre esa rubia de Detroit de cuerpo escultural en un ambiente acogedor, y las cabañas oscuras, el paisaje árido y la población ínfima de la comunidad se explora ya en la sorprendente escena inicial. La textura es la del cine realista reciente: cámara en mano y cierta estética de la desprolijidad, con una selección aparentemente caprichosa de escenas que, sin necesariamente sumar a una narrativa, aportan a la descripción geográfico-antropológica de ese pueblo apartado de todo centro urbano, que vive de la caza artesanal de ballenas, habla chukchi, en el que hay pocas instancias de entretenimiento y casi ninguna perspectiva de futuro y donde varios aspiran a cruzar el estrecho de Bering y migrar a Estados Unidos. En el último tercio la película gana un viso más aventurero, con momentos poéticos e imaginaciones del protagonista que interrumpen el tenor estrictamente realista.

Doctora Liza (de Oksana Karas). Para obtener la dosis de morfina necesaria para que una niña moribunda no padezca sufrimientos atroces, una doctora comete una severa desprolijidad administrativa que la pone en la mira del departamento de narcóticos de la Policía. Fue un episodio, aparentemente real, en la vida llena de ocurrencias de Ielizavieta Glinka (1962-2016), quien coordinaba una ONG que suministraba medicamentos y otros tipos de ayudas para pacientes terminales y para personas sin recursos económicos. La película pretende ser sobre todo un homenaje a esa gran mujer, y es también un cuento moral que muestra cómo, en el correr de las 24 horas que dura la anécdota, el duro oficial encargado de atraparla va abandonando su perspectiva egoísta y burocrática. Quizá aún más relevantes son los comentarios sobre los aspectos hipócritas de nuestra enajenada sociedad del simulacro.

El hombre de Podolsk (de Siemion Sierzin) es un ejercicio kafkiano. Un joven es detenido sin explicaciones y, en la jefatura (donde transcurre casi toda la acción), es interrogado por un pequeño grupo de oficiales. Estos, además de que nunca le dicen el motivo de su detención, le hacen toda clase de preguntas que no parecen tener pertinencia alguna con nada de tipo policial. A veces lo amenazan y hacen notar su posición de subordinación y dependencia, y luego lo instan a “entretenerse” con ellos, bailando, nadando, comiendo. Es interesante esa situación, que muestra las distorsiones operadas por un sistema de autoridad en las relaciones entre las personas. Queda bien en evidencia el origen teatral de la idea y cierta artificialidad en los recursos que los cineastas ingeniaron para disfrazarlo.

Viento del norte también está basada en una obra teatral. Se ubica en un país imaginario de una época imaginaria (una en que existen autos y aviones pero la gente usa luz de velas y se viste como a fines del siglo XIX). La película se regodea en los elementos generadores de su estética: las escenografías y vestuarios sobrecargados, cierto clima de decadencia aristocrática invernal, componentes de grotesco y absurdo, actuaciones caricaturescas, pero cuesta discernir algo más allá de eso.

Al filo (de Eduard Bordukov) es una dramatización, con los nombres modificados y varias circunstancias inventadas, de los triunfos del equipo ruso femenino de esgrima en los Juegos Olímpicos de 2016. Es una de esas películas deportivas en que las dos protagonistas rivalizan salvajemente, parecen existir como para ver a la otra ser derrotada, intercambian comentarios mordaces y bravucones. Sin embargo, luego de determinada ocurrencia límite, son llevadas a acercarse, en vez de competir empiezan a apoyarse, y la película muestra que esto es positivo para ambas, a nivel personal, moral y deportivo. La cinematografía no podría ser más pueril, llena de esos efectos que parecen concebidos para las viñetas alrededor de los intervalos comerciales de la transmisión televisiva de algún evento deportivo.

¡Más adentro! (de Mijail Siegal) es una comedia bobita sobre un director de teatro serio llevado a dirigir videos porno. El asunto picante y los personajes juveniles son meros pretextos cancheros para una película miserablemente pudorosa, y además llena de incongruencias.

Los organizadores agregaron la primera temporada (2015) de la serie animada Kid-E-Cats, destinada a niños preescolares, en versión doblada al español.