Ambientada en el medio rural australiano de hace un siglo, esta película tiene pocos referentes que permitan precisar la época en que transcurre la acción. La historia está basada en un evento ocurrido en 1929, del que el guionista supo porque su abuelo fue un testigo presencial (es el personaje que en la película está retratado como el niño Philomac). Involucró a un aborigen –el personaje real era conocido como Wilberta Jack– que mató a un hombre en legítima defensa. Dado que el muerto era blanco y, aún más grave, exmilitar que había peleado en la Primera Guerra Mundial, el aborigen se vio en un serio lío con la población dominante.

Es increíble que lo que vemos en la pantalla sea 1929, porque podría ser 50 años antes, o en todo caso 23 años antes, ya que proyectan en la plaza del pueblito The Story of the Kelly Gang, una película australiana de 1906 dirigida por Charles Tait, que tiene la fama de ser el primer largometraje narrativo del mundo. La alusión a esa película muda es significativa, porque fue un marco en el género conocido como western australiano (o “western canguro”), que Dulce país perpetúa y homenajea. Las similitudes con el western a secas son evidentes: los personajes angloparlantes vestidos igualito que los cowboys americanos, recorriendo a caballo, con sus pistolas y rifles, paisajes semiáridos. También está la situación de “frontera” entre la región ya colonizada y la otra en la que todavía los nativos son una amenaza y un estorbo para los colonos, el saloon, la poca fuerza de la ley institucionalizada y la necesidad de prácticas menos formales de “justicia”, la posse para perseguir al forajido, la mayoría que quiere linchar al acusado. Vemos relieves increíbles que pueden recordar a Monument Valley. La canción final (un góspel de Thomas Dorsey cantado por Johnny Cash) contribuye a construir a Australia como un análogo de Estados Unidos.

Más allá de que las coincidencias entre ambos países son evidentes, el nombre western es medio anómalo, porque la acción no se ubica al oeste de nada, y ese referente cardinal es una mera trasposición del oeste más conocido del cine. El tipo de ambiente en que se ubica la acción de Dulce país se conoce como outback, y queda más bien hacia el centro del país/continente, en la franja norte-sur de Australia. Más allá de los puntos en común con el western, hay especificidades. Uno puede trazar analogías entre los aborígenes no aculturados y los nativos americanos, pero la presencia de los aborígenes ya sometidos no tiene correspondencia en los westerns posta, salvo en las pocas ocasiones en que aparecían afrodescendientes. Y tiene un sabor distinto ver a uno de esos aborígenes derribar a un soldado blanco con un certero tiro de bumerán.

Hay componentes de aventura por los que la película puede valer como un ejemplar muy contenido de lo que solemos esperar de un western. Pero no hay persecuciones a caballo, duelos ni showdown. Más allá de la ambientación y de esas poquitas escenas de acción, el espíritu es de cine de arte y de “mensaje”, y la realización lo enfatiza con unas curiosas inserciones resnaiseanas desperdigadas por todo el metraje, imágenes que no se corresponden al momento en que la historia está transcurriendo, aunque el sonido sigue siendo el del presente, lo que incrementa la extrañeza. Algunos de tales insertos son flashbacks, otros constataremos que eran flashforwards, algunos parecen ser la visualización del pensamiento de alguno de los personajes. En este último caso, que sean varios los personajes que recuerdan refuerza el hecho de que el protagonismo de la película vaya migrando en forma casi azarosa: el predicador, el aborigen Sam (basado en Wilberta Jack), su esposa, Philomac, el sargento Fletcher, el juez.

Hay otros aspectos arty. Uno es esa afectación de mover la cámara despacito en cada bendito plano. Los paisajes son magníficos y la fotografía es notable (la hizo el propio director de la película, Warwick Thornton), y no hacía falta embadurnar el visual con ese perfume gráfico barato. Lo más insufrible es ese espíritu “12 años de esclavitud”, por el cual los personajes racistas son cien por ciento asquerosos, pervertidos y torturados, como si uno no pudiera cometer un acto que ahora juzgamos negativo y vivir en cierta paz de espíritu. El más extremo de ellos es Harry March, que aparte de ser malísimo con los aborígenes, es alcohólico, fetichiza el propio rifle, es un violador, tiene tendencias pedófilas, es mal agradecido y un asesino psicópata. Nadie lo quiere, salvo por solidaridad racial y de clase. Digamos que no queda mucho margen para reflexiones complejas sobre el colonialismo. Es raro, porque luego de un trabajo de décadas para hacer que el cine se volviera menos maniqueo, hay como una tendencia reciente para volverlo más maniqueo que nunca, y da la sensación de que los cineastas se sintieran como ejecutores de una especie de juicio final profano, condenando a sus personajes pecadores a una inequívoca apariencia demoníaca y una existencia infernal.

Hay muchas cosas que sí son interesantes. Los aborígenes no están santificados. Cuando los salvajes secuestran a Lizzie (una aborigen aculturada) no sabemos bien qué pretenden, pero al parecer la van a violar o esclavizar, es decir, no son “buenos salvajes”. El personaje de Philomac y su complicado vínculo con el patrón (quizá su padre biológico) da pie a toda una ambigüedad con respecto a la supervivencia en un contexto opresivo. Archie, quien cría a Philomac, es un aborigen alcahuete, pero también, cuando está entre los suyos, es el que hace las mayores referencias a su ancestralidad, a cómo su pueblo perdió sus tierras, su modo de vida y su libertad. Y el inicio está buenísimo, con una olla cuyo contenido hierve mientras escuchamos, fuera de campo, dos voces que se agreden con acento australiano, preparando los conflictos que van a seguir.

Dulce país (Sweet Country). Dirigida por Warwick Thornton. Con Hamilton Morris, Sam Neill, Natassia Gorey-Furber. Australia, 2017. +Cinemateca.