“No me interesan los deportes, pero sí las obsesiones”. La frase, de la cineasta sueca Mai Zetterling, explica por qué el film sobre Múnich 1972 se lleva el oro entre las 53 películas encargadas por los comités organizadores para resumir las dos semanas de los Juegos Olímpicos, tanto de invierno como de verano. Ocurre como en cualquier género: el buen cine sólo aparece cuando se fuerzan los límites que imponen los embalsamadores.
Desde Estocolmo 1912 el formato es previsible y similar. Primero, el desfile inaugural, con las cámaras más preocupadas por las autoridades que por los deportistas; luego, la documentación más o menos sistemática de las pruebas y sus ganadores. El interés es casi exclusivamente etnográfico.
El primer punto de quiebre se produce en Berlín 1936. La Alemania nazi busca que la justa deportiva sea una puesta en escena de su narrativa sobre la superioridad aria. El cine, arte favorito del ministro para la Ilustración Pública y Propaganda del Tercer Reich, Joseph Goebbels, es el canal privilegiado para pasar ese mensaje. La elegida para hacerlo es Leni Riefenstahl, quien ya había mostrado su valía con El triunfo de la voluntad (1935), sobre el congreso del partido nazi en Núremberg.
Riefenstahl no decepciona a Goebbels. Su película en dos partes (Olympia) es tan potente que por años ha sido denostada por su contenido y alabada por su forma. Ni lo uno ni lo otro. Más allá de la abundancia de saludos nazis y de la insistencia en que los alemanes descienden de las estatuas griegas, recordar los triunfos de Jesse Owens –un negro de Alabama– deja la pretensión de los organizadores a la altura de una sátira. Y en cuanto a la forma, si bien sus hallazgos técnicos han tenido una influencia indudable en la historia del cine, resultan por momentos soporíferos, repetitivos y engolados. Favorita para el oro antes del maratónico visionado de una decena larga de films olímpicos, Olympia de Riefenstahl, vieja campeona cansada, quedó fuera del podio.
Bronce: Tokio 1964
El primer intento sistemático de salirse del carril del registro monótono de eventos y ganadores (al menos hasta que pueda verse una versión de calidad decente del film sobre Helsinki 1952 dirigido por Chris Marker, nada menos) fue 1956 Rendez-vous à Melbourne, de René Lucot. Tiene algo de “documental urbano” de los primeros años de National Geographic mezclado con “cine de embajada” pensado para rotarios. Todo muy amable y correcto, aunque con chispazos de interés humano. Mucho mejor es el resultado de la crónica fílmica sobre Roma 1960, de Romolo Marcellini. A pesar de concentrarse demasiado en los atletas locales, La gran olimpíada tiene el imán de locaciones inigualables y saca partido de esa vaporosa liviandad que tenía el cine comercial italiano de su tiempo.
Ambas prepararon el camino para llegar al ganador del bronce. El director japonés Kon Ichikawa venía de componer la sonata pacifista para cuerda y sudor El arpa birmana (1956), que lo puso en la final por el León de Oro en Venecia y por el Oscar a mejor película extranjera. Para asumir la responsabilidad de documentar los Juegos Olímpicos de Tokio 1964, Ichikawa da un golpe de timón radical y deja atrás el enfoque fascista de Riefenstahl, que parecía destinado a fijar de una vez y para siempre el canon de la filmación de justas deportivas.
Ichikawa aumenta el número de cámaras, introduce los “planos almohada” que aprendió del maestro Yasujirō Ozu, y pone el acento en el esfuerzo más que en el resultado. Aunque no llega al nivel sobresaliente que alcanzarán los directores de Múnich 1972, los libera de la obligación del prolijo relevamiento de pruebas y medallas. Además, influye decisivamente en las siguientes películas, al punto de que alguno de los mejores momentos de la de México 1968 (como la carrera de pista en que el camarógrafo se centra en un pequeño pájaro que está posado en un andarivel hasta que es espantado por la estampida de corredores) están directamente inspirados en su estilo.
Pero si Ichikawa deja un legado duradero, ese es la filmación de la maratón. Su trabajo sobre el etíope Abebe Bikila incidió en todas las películas posteriores sin que ninguna logre superar la forma en que Ichikawa muestra la prueba madre de los Juegos Olímpicos modernos. Ni siquiera la que Carlos Saura hizo sobre Barcelona 1992 (de resultado decepcionante para lo que era esperable teniendo en cuenta su trayectoria autoral), y que tituló, precisamente, Maratón.
Política: México 1968
Algunas películas oficiales de los Juegos Olímpicos han sido profundamente políticas. Por lo que muestran, como la de Berlín 1936, o por lo que ocultan, como la de México 1968. Dirigida por el nadador y cineasta Alberto Isaac, excluye toda mención a la matanza de estudiantes en la plaza de Tlatelolco ocurrida pocos días antes del evento. Además, Isaac tiene que lidiar con los intentos de censura que querían evitar que se incluyera la protesta de dos medallistas negros estadounidenses en favor de los derechos civiles. Esta última escena, ícono del 68, con los dos velocistas levantando el puño enguantado, está en la versión principal (que se conserva en la Filmoteca de la Universidad Nacional Autónoma de México) pero falta en otras que han circulado internacionalmente. Otras secuencias de gran intensidad del chato y colorido film de Isaac, como el violento partido de waterpolo entre Yugoslavia y la Unión Soviética, tienen también un indudable trasfondo político.
Oro: Múnich 1972
El documental colectivo Visiones de ocho comienza como casi todos los demás: el fuego sagrado y la llama olímpica. El inicio no puede tener un peor pronóstico. El soviético Yuri Ozerov, el mismo que luego fracasará con Salve deporte eres la paz (sobre Moscú 1980), aquí es apenas correcto. Pero necesario. El prólogo de Ozerov les deja las manos libres a los otros siete para que se olviden de las obviedades.
Entonces sube al tatami la directora sueca Mai Zetterling. Lo hace con el segmento El más fuerte, una genial pieza intimista que toma como excusa la halterofilia para hablar de la soledad y atreverse a explorar la maliciosa y contenida alegría por el fracaso del rival. Le sigue un tres veces nominado al Oscar, Arthur Penn, con El que va más alto. Penn abre con un blanco y negro totalmente desenfocado y sin sonido. Durante un minuto y medio –una eternidad en cine– no se ve prácticamente nada, salvo unas sombras que lejanamente pueden identificarse como saltadores de garrocha. La nitidez llega con el color. El competidor sueco –la melena agitada por el viento que su propia carrera genera– salta y flota imposible. Es sólo el prefacio.
El corazón del fragmento de Penn es una justa medieval. Los competidores son un alemán oriental y un estadounidense. No se dicen sus nombres (son Wolfgang Nordwig y Bob Seagren), pero no importa. Corren hacia su salto. No se ven sus piernas. No se ven las pértigas. Parece que cabalgaran. Realmente lo parece. Es una justa en plena Guerra Fría y, aunque cabalguen, esos tiempos no son tiempos de caballeros. El que pierde no saluda al rival. Se enoja con los jueces. No sabemos la razón. Se puede averiguar más tarde y descubrir que fue por la polémica de las pértigas, casi tan grave como diez años antes había sido la crisis de los misiles en Cuba. Durante toda la temporada los occidentales habían entrenado con una garrocha más moderna y liviana. A pocas semanas de la competencia se prohibió su uso en los Juegos Olímpicos porque no eran accesibles a todos los países. Hay una primera marcha atrás pocos días antes del encendido del pebetero: se permite la garrocha liviana. Tres días después, ya sobre el inicio del torneo, vuelve a prohibirse. Todos debieron competir con la vieja pértiga más pesada, aunque los occidentales llevaban toda la temporada entrenando con la liviana. El alemán del este nunca había llegado a entrenar con la pértiga nueva. Nada de eso lo dice Penn. Nada de eso importa para lo que la película dice. El final del segmento es el salto del oro. La cámara capta la aliviada sonrisa en vuelo de Wolfgang Nordwig, que acaba de pasar la barra y está cayendo hacia el colchón y la gloria. La banda sonora se llena con la ovación en estruendo. Es el grito de la grada que lo recibe y amortigua tanto o más que la espuma viscosa y elástica.
Parece que no hubiera cómo filmar de manera interesante una carrera de 100 metros llanos. En su fragmento El más rápido, el japonés Ichikawa lo hace. Veterano en estas lides, el que fuera director de la película oficial sobre Tokio 1964 aquí no se concentra en la maratón sino que se focaliza en su antítesis. Desmembra visualmente esos diez segundos. Su instrumental son 34 cámaras y 6.000 metros de película. Ver, por ejemplo, al lesionado competidor de Trinidad y Tobago caminando al fondo del plano mientras los que siguen en carrera vuelan fuera de foco, es comprender el concepto de velocidad y abandono.
En El decatlón Milos Forman se centra en los jueces más que en los atletas. Retrata la más seria de las competencias con un toque de ese humor, bien checo, nacido en las cantinas de Praga donde Jaroslav Hašek escribió El buen soldado Švejk (1921). Un humor que Forman ya había ensayado en ¡Al fuego bomberos! (1967) y luego desatará, aunque más contaminado por otros estilos, en la oscarizada Amadeus (1984).
En Los perdedores el francés Claude Lelouch tiene una buena idea no tan bien ejecutada. Ver diez minutos de atletas perdiendo puede ser tan agotador como verlos ganar. Apenas la lucha entre un soviético y un iraní alcanza el equilibrio que seguramente Lelouch hubiera querido para todo su segmento, y demuestra, con sensibilidad y ritmo visual, que, para bienperder, un buen perdedor necesita un buen ganador a su lado.
Lo difícil de Múnich 1972 quedaba para el final. En Lo más largo John Schlesinger tenía que narrar el atentado de un comando palestino que costó la vida a 11 integrantes del equipo olímpico israelí. Lo mantiene como un eco de fondo para la competencia de maratón. Sigue al atleta británico Ron Hill, desde su entrenamiento en un paraje rural hasta su sexto puesto en la carrera final. En el medio, Hill, tirado en su cama, dice que el atentado lo afecta, claro, cómo no va a afectarlo, es una distracción para aquello en lo que tiene que focalizarse, que es la competencia. La insensibilidad de Hill, parece decirnos el director, es más común de lo que se querría pensar. La propia carrera, y sobre todo la festiva ceremonia de clausura, contrastan con los 11 ataúdes cubiertos por la bandera israelí. Pero el montaje busca no ser excesivamente explícito y permite que sea el propio desarrollo de los acontecimientos lo que ponga esa idea encima de la mesa.
Plata: Montreal 1976
Es fácil de imaginar. Las jerarquías no han de haber quedado muy felices con el film anterior. Por suerte, de este lado había un sólido equipo del National Film Board de Canadá dirigido por Jean Beaudin, Marcel Carrière y Georges Dufaux.
El resultado es la más equilibrada de las películas oficiales. Alta factura técnica, belleza plástica, documentación (relativa) de resultados, y potentes líneas narrativas. Lo mejor está en las disciplinas menos masivas, y esa es una fortaleza. El decatlón y dos figuras de carismas opuestos: el verborrágico campeón Bruce Jenner (hoy retirada figura transgénero del espectáculo y la política con el nombre de Caitlyn Jenner) y el silencioso ganador del bronce Nikolái Avilov (un soviético con aspecto de curtido jinete de Casupá). O el moroso acompañamiento del equipo húngaro de pentatlón moderno, en un perfil colectivo lleno de sutilezas con algunas líneas de diálogo con profundo subtexto político (“mírame, ¿no crees que merezco un caballo mejor?”, pregunta un atleta a su entrenador en la prueba de equitación).
El mejor momento del film, quizá, está en el punto que más se le ha criticado. La película no sigue a la rumana Nadia Comaneci, aunque estemos precisamente en el evento en que explotó su leyenda, sino que se centra en las gimnastas soviéticas. Pero al hacerlo habla siempre de Comaneci, a la que casi no nombra. “Soñé con los Juegos y vi un 10”, dice a la prensa la soviética Nelli Kim. Ella no lo sabe, pero el espectador sí: el 10 que vio Kim no será el suyo, será el de Comaneci. Y cuando la rumana está en la viga, la película no muestra su rutina, sino que la deja en segundo plano y se concentra en una de sus gimnastas rivales, que no quiere mirarla. “Estoy harta de los Juegos Olímpicos”, dirá esa rival en otra secuencia.
Diploma olímpico: Río de Janeiro 2016
En Los Ángeles 1984 comienza el triste período en que las películas oficiales están conducidas por Bud Greenspan. Es la televisión imponiéndose por encima del cine. Todas las que sigan estarán cortadas con la misma tijera: historias de algunos deportistas en formato de entrevista intercalada con preparación y competencia, prolijo registro de ganadores, ambiente de “color local” en las tribunas y atención a lo protocolar. Apenas se salva La llama eterna, sobre Beijing 2008, visualmente imponente, quizá porque Greenspan sólo produce y quien dirige es la china Gu Jun.
Por eso Días de tregua, el film oficial de Río de Janeiro 2016, de Breno Silveira, es una bocanada de aire fresco y queda en el cuarto lugar con diploma olímpico. Antes que nada, no rehúye los temas espinosos. Muestra el contexto de crisis institucional, dificultades económicas, temor a la epidemia de zika y escepticismo mundial sobre la capacidad real de Brasil para sacar los Juegos adelante. Toma algunos personajes como hilos conductores, pero en su mayoría no son deportistas: un chofer de taxi que estudia una palabra de inglés cada día, el creador de un modesto hostel en una favela, una obrera que trabajó en la construcción de las instalaciones, un ingeniero. En lo deportivo, focaliza tanto en el velocista jamaiquino Usain Bolt, estrella global del deporte, como en el equipo formado por refugiados o en Rafaela Silva, una judoca de Ciudad de Dios, uno de los barrios más pobres de la ciudad. Es verdad que a veces roza la filosofía barata de autoayuda (¿qué otra cosa es, en definitiva, el olimpismo?), pero al final termina imponiéndose esa idea gozosa con la que Río alimentó la llama. Una idea que casi nunca está presente en un evento de esta naturaleza: los Juegos Olímpicos serán todo lo olímpicos que se quiera, pero deberían ser, también, juegos.
¿Dónde verlas?
Casi todas las películas están en versiones restauradas en el sitio olympics.com y se pueden ver gratis. Sólo falta Olympia, de Leni Riefenstahl, que puede verse en Youtube.