Entre los algoritmos que se cruzaron en mi infancia, años 70 en el caserón familiar de la calle Francisco Simón, hubo numerosos discos de vinilo. Una educación musical desordenada, lo tengo muy claro. Pero, y lo más importante, una educación sentimental cien por ciento romántica, y de eso se ocupó la curiosidad infantil sobre el amor y diversos conceptos derivados (pasión, culpa, infidelidad, soledad), que si bien todavía no podía comprender en sus escabrosos términos, recuerdo el desconcierto que provocaban y de hecho eran parte de un misterio más intrigante que el de las brutales canciones en inglés que supe inyectarme del Abbey Road y del Sgt. Peppers beatleros que había dejado olvidados un tío, o de la locura eléctrica de Queen en A Night at the Opera, uno de los primeros y hermosos discos de mi hermana mayor (después ella sumaría a su primera colección a los hermanos Gibb, Kenny Rogers, Abba), porque a mis nueve años estaba definitivamente enfrascado en las turbias tardes almibaradas de Radio Montecarlo y en las noches musicales del programa televisivo 300 millones que devorábamos en familia.
Sumo entre mis algoritmos familiares a mis tías abuelas (a mi abuela no, porque era más dada al tango y a Cacho Castaña), y las recuerdo pegadas a la tele disfrutando del rey Raphael. Mis estrellas eran otras, un poco más juveniles: Camilo Sesto y Ángela Carrasco, la pareja latina perfecta de la canción romántica. Conozco y disfruto cada entresijo de la respiración entrecortada y fraseos amorosos de la Carrasco en “Quererte a ti” o “Tú también me haces falta”. También los excesos de la angustia masculina que derrocha Camilo en “La culpa ha sido mía” o “Vivir así es morir de amor”. Y sobre todo, las coreografías sorprendentes de una nueva estrella que rompía todo, que me rompía todo. Raffaella.
No me acuerdo cómo fue que llegué hasta el Palacio de la Música de 18 y Paraguay. En ese sitio, luego de probarlo en una de las cabinas, fue donde compré mi primer disco: Hay que venir al sur. Lo gasté. Después junté un poco de dinero para sumar el vinilo Fiesta a mi pequeña colección y completé un año después mi primera trilogía con Applauso. Tres discos de Raffaella. Un montón de canciones excitantes.
Pasaron miles y miles de discos inolvidables. Pero nada supera el pecado original. Esos primeros romances con canciones que se saben de memoria. Me toca ahora, ante la noticia de la muerte de Raffaella, repasar la torre disparatada que fui construyendo en tantos años, entre escuchas desordenadas y siempre ligadas de una y otra manera a la emoción, a una educación sentimental que hasta el final sé que me tendrá reservada alguna que otra sorpresa.
Porque mientras busco en YouTube un link que me lleve a viajar por “Hay-que-venir-al-sur-disco-completo”, y tenga incluido el sonido de la púa, como debe ser, mi amigo Maxi me recomienda el primer video de un dúo que se llama Wet Leg, que inmediatamente me parte la cabeza (la canción se llama “Chaise Longue”, prueben esa droga, háganse ese regalo postpunk minimalista), y la manera inexpresiva de cantar de la cantante de Wet Leg me recuerda a Ariadna de Los Punsetes, pero más me recuerda a una canción de Keren Ann que se llama “Sugar Mama”, y más atrás comparece Suzanne Vega y su “Blood Makes Noise”, pero sé que siempre termino en Blondie, que viene a ser –vaya ironía setentera– la rubia que sepultó definitivamente a la Raffaella de mi infancia. Eso sucedió cuando conocí a Debbie Harry cantando “Call me” y los discos de la tana fueron quedando relegados por otras románticas oscuridades.
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Apenas hago sonar la primera canción de Hay que venir al sur sucede algo inesperado. Es “Black Cat”. No me la esperaba. Lo juro. El beat de bajo y batería es new wave. La guitarra es disco y tiene feeling funk. Se suman arreglos que podría haber metido el mismísimo Giorgio Moroder. Y aparece Raffaella. Esa voz. No me lo esperaba: Raffaella suena a Blondie en versión tana. Edulcorada y liviana, por supuesto, tengo más que claro que hay miles de kilómetros entre el CBGB y la RAI, pero el espíritu es el mismo. De ahí viene todo, también lo tengo claro. De esa y otras canciones que se meten en otros algoritmos personales. No voy a referirme al legado increíble de las grandes canciones de Raffaella: la epifanía en la que ingreso en la reescucha de “Black Cat” es más que suficiente.
Recorro entonces todos los surcos del lado A, uno por uno: después de “Black Cat” viene “Cosa Nera” (increíble, dance hall mixturado con aires latinos); “Dancin’ In The Sun” (otra locura que empieza en blues y se pone pistera eurovisión); “Lola” (acá debo puntualizar que mantiene dignidad tanguera más que calamareces varias, “si bailas no estás sola / y nunca lo estarás”, gracias Raffaella, “casi todo en el amor es un misterio”, otra vez gracias); y cierra “Amoa” (un momento french hawaiiano bizarrísimo). El lado B arranca con “Hay que venir al sur” (nada para agregar, mega hit latino con flamenco edulcorado y adrenalina disco, “sin amantes / ¿quién se puede consolar? / sin amantes / esta vida es infernal”), y después “Lucas”, ay, Lucas (recuerda mi madre que es la canción que más me gustaba, y no me sorprende porque habla de “un chico de cabellos de oro” que engaña a Raffaella con otro chico, vaya historia que en 1979 no podía comprender y por eso seguramente no dejaba de escuchar una y otra vez), “California” (la más rockerita del disco, la que tenía aquello de “estoy harta de este sitio, me quiero largar” y que después deriva en un speed village people), “Nos veremos mañana” (balada soul sesentera romántica a full), y un final music hall con “A Million Dollars (twist, rock clásico y orquesta de película de los 50, sólo falta Rita Pavone con “Datemi un martello” de bonus track).
Cierro los ojos. Los abro y vuelvo a estar en la calle Francisco Simón. El televisor Grundig blanco y negro de 20 pulgadas y canalera con botones. Año 1979. El presentador dice que el próximo videotape es de Raffaella. Va vestida de riguroso negro. Es “Black Cat”. Me encanta. Me meto ahí, y la verdad que la paso bien y siento que no he traicionado a cierto niño que tiene claro que una canción romántica vale más que mil pogos.