Ya en el ecuador de esta singularísima edición del Festival de Cannes, se puede decir que los aquí acreditados no olvidarán estos primeros seis días en bastante tiempo, y no por las vivencias típicas de un festival, esto es, el disfrute del cine o los debates enfebrecidos sobre filias y fobias. La delirante organización del certamen supuso un baño de modestia para este leviatán de los certámenes de cine, que debería tomar muy buena nota de las modélicas medidas adoptadas el pasado verano en la Mostra de Venecia y en San Sebastián. Es cierto que las dimensiones de uno y de los otros no son comparables, pero las dificultades estaban ahí y habría que haberlas asumido.
Para comenzar, Cannes habilitó un sistema de reserva de entradas telemático, pero su web se cayó de modo estrepitoso las dos primeras mañanas, cuando se abría a los acreditados. Así que a la tensión que de por sí genera un festival en pandemia hubo que agregarle las dificultades que imponen las tecnologías recién estrenadas.
Para comenzar a hablar de cine –y no de pandemia, casos y cuarentenas–, para que ese organismo vivo conformado por la población que asiste a un festival comenzara a hacerlo de verdad hubo que esperar al tercer día. Por ahí apareció al fin la polémica con ese provocador infatigable que es el holandés Paul Verhoeven, con las tentaciones de Benedetta, una monja en la Italia del siglo XVII. Benedetta es una de las películas que esperaron a las puertas del festival de 2020, finalmente abortado.
Precedida de una aureola de escándalo por su tratamiento de un tema bien conocido en el erotismo literario y fílmico –el del sexo de las monjas en el interior de un convento–, Verhoeven la rebozó en un baño kitsch de pasiones lúbricas asociadas al misticismo. Y, esencialmente, al deseo lésbico desatado de dos religiosas –Virginie Efira y la revelación del cenáculo, Daphne Patakia–, servido por Verhoeven con un sello muy personal: de un lado, una idea del erotismo softcore que anidaba en sus primeras películas, Delicias holandesas (1971) y Delicias turcas (1973), y del otro, un humor burlesco que tiene su ícono, su tótem, su monolito en el muy comentado consolador de madera modelo virginal (tallado sobre una figura de la Virgen María). Este objeto, que también se puede emparentar con la ritualización de las cosas como símbolo del deseo, un fetichismo muy próximo a Luis Buñuel, vino a encender el debate entre los que pensaban que Verhoeven es un genial transgresor y quienes más bien consideramos que todo delataba los desvaríos de un viejo verde.
Pero antes del pase de Benedetta en la pugna por la Palma de Oro, hubo una película altamente estimable, rotunda y elocuentemente política y con la firma del director israelí Nadav Lapid, conocido en nuestro país por sus muy brillantes Policeman (2011), La maestra de Kindergarten (2014) y Sinónimos: un israelí en París (2019), que Cinemateca estrenará el jueves, cuando reabra sus salas. Esta de Cannes se llama La rodilla de Ahed, aunque no tiene nada de la calma y la armonía rohmerianas a las que parece remitir su título. Muy por el contrario, el soberbio film de Lapid, construido como una parábola con clara intencionalidad, desata toda su furia contra un sistema político opresivo y corrupto: el de los gobiernos de Israel. Y como en la última década sólo hubo en el país un primer ministro –que parecía intocable, aunque recientemente haya caído de su pedestal–, podríamos hablar, sin temor a los reduccionismos, de los gobiernos de Bibi Netanyahu.
La furia del personaje protagonista (un atormentado director de cine que antes fue parte de las páginas oscurísimas de la invasión de Líbano por el ejército sionista) se orienta contra la pasividad o la actuación sibilina a favor de ese régimen de hegemonía militar y religiosa. El protagonista viaja a un pueblo perdido en el desierto a presentar una película realizada hace tiempo; allí conoce a la joven directora de las bibliotecas públicas, funcionaria del Ministerio de Cultura y responsable directa de la censura del Estado, que cumple con las leyes de la Torá. Entre ellos se instala rápidamente una fuerte tensión que deriva en largas y muy nutridas discusiones políticas y morales impregnadas de profundos valores cristianos y cuyo desenlace parece tomado de una estampa bíblica. Es La rodilla de Ahed, cuyas secuencias de arranque son ya de una tensión apabullante y, formalmente, muy creativa, un exabrupto lanzado por Lapid contra el escaparate de sus gobiernos criminógenos. De hecho, Lapid declaró en Cannes que la reciente muerte de su padre sólo podía conducirlo a la resignación o a la ira, y ya avisó que se sentía más airado que nunca.
François Ozon, por su parte, se ocupa de un caso real de eutanasia en Tout s’est bien passé (Salió todo bien). El padre de Émmanuelle (André Dussollier, que junto a Jean-Louis Trintignant se podría considerar el último baluarte de la escuela francesa de grandes actores del siglo XX), convaleciente en el hospital luego de un accidente cerebrovascular, se despierta disminuido y dependiente y le pide a su hija (una radiante Sophie Marceau) que lo ayude a morir.
Esta es la cuarta vez que Ozon aspira a la Palma de Oro con un tema polémico que es tratado –y ese es el gran valor autoral de su propuesta– con cierto distanciamiento mediante un fino humor que, de a ratos, casi convierte la función en un vodevil. Gracias a ese humor y a cierta atmósfera de cinismo general, Ozon nunca cruza la línea del sentimentalismo, y se sirve de su característica mordacidad para dibujar el personaje de André Dussollier, un homosexual casado con una mujer encarnada por Charlotte Rampling.
Si bien la construcción es la del relato clásico, la película se sostiene muy bien en ese desahogo suavemente humorístico. Falta, quizás, algo de la provocación delirante a la que Ozon nos había acostumbrado. Él mismo dijo aquí que sus films en Cannes siempre han sido más sulfurosos, y que este, además, es su film más casto. Porque sabe que el Ozon que más gusta es el que se mueve tan bien en el exceso.
Secciones paralelas
Hay más puntos altos en la Competencia Oficial, pero también las secciones paralelas se nutren de gran cine. Tal es el caso de Delo (Arresto domiciliario), del ruso Aleksei German Jr., cuyo drama satírico sigue a David, un profesor universitario de literatura, por su radio deambulatorio: el de su apartamento en un pueblo ruso y los diez metros cuadrados alrededor de este. Delo se abre con una cita de Las moscas, de Jean-Paul Sartre, y todo gira alrededor de ese huis-clos que deja los sucesos más densos y sensibles en off.
Tras haber acusado al intendente de su ciudad de malversación de fondos públicos, David es a su vez procesado –injustamente– por haber robado en su universidad (el dinero para la compra de diez sillas), y se lo condena a un arresto domiciliario, a la espera del juicio que podría llevarlo a la cárcel. Todos a su alrededor intentan persuadirlo de que se declare culpable, de modo de lograr la absolución, pero David está empecinado en luchar contra ese sistema. Es, claro, David contra Goliat. German Jr. denuncia aquí la instrumentalización de la Justicia y de la Policía para doblegar la voluntad rebelde.
En lugar de hacer una descripción mecánica y fría de todo el proceso, el director se sirve de un humor inteligente y construye un personaje obstinado y simpático aun en sus arrebatos. El film nos hace pensar inmediatamente en su compatriota cineasta Kirill Serebrennikov, cuya película compite por la Palma de Oro, aunque él mismo, víctima de un juicio similar al que sufre el personaje de German Jr., dejará su butaca vacía en Cannes.
Por otro lado, en la sección Semana de la Crítica se presentó Libertad, la ópera prima de la catalana Clara Roquet, antes guionista de films como Petra, de Jaime Rosales (2018), que sorprende con un impresionante relato de iniciación que es a la vez un cuadro social, poético y político. Libertad es una adolescente colombiana que de golpe se encuentra en la casa de veraneo de una familia burguesa en la que su madre biológica trabaja como empleada doméstica desde hace una década. Pronto será la amiga de Nora, también de 15 años, a quien sus ganas de romper con la imagen de niña modélica le provocarán admiración por la recién llegada.
Las cualidades del film no terminan en esa historia de descubrimientos entre las dos muchachas: la sátira social que Roquet construye con delicadeza y a buen ritmo urde en el film otra dimensión, que le permite al relato varios niveles de lectura a partir de la relación de fuerzas muy claramente invertida entre las adolescentes, símbolo del conflicto de clases que las atraviesa. Una película muy cercana en su temática al film que Manolo Nieto presentó en la Quincena de Realizadores, y con ciertos tintes que remiten al cine de Lucrecia Martel, aunque Roquet ya es una autora con sello propio.
A todo esto hay que sumar, además, obras mayúsculas sembradas por las distintas secciones, cuyos directores se llaman Radu Muntean, Kornél Mundruczó, Mia Hansen-Love, Sergei Loznitsa, Jean-Gabriel Périot, entre otros muchos.
Pocos son los films que han resultado abiertamente fallidos en esta edición de Cannes, pero cuando aparece uno firmado, por ejemplo, por Nanni Moretti –su Tre Piani–, el desconcierto se apodera de nosotros y empezamos a preferir descubrir más nuevos directores a arriesgarnos a desconocer a los viejos conocidos.
Alejandra Trelles, desde Cannes.