La idea de patria es una ficción vinculada a la identidad; un factor de unión que da un sentido de pertenencia en el que podemos reconocernos por medio de ciertos parámetros culturales que están determinados por el lugar en el que nacimos. Ha existido, históricamente, una necesidad de definir cuáles son las claves de referencia, asociadas a grupos humanos que comparten una lengua, un pasado, un destino común, y que están conectados a un territorio, como determinantes del sentimiento de nacionalidad, que parece garantizar su existencia.

Si esta fuera la temática de la obra, se reduciría a una nueva búsqueda de las raíces del ser oriental. Sin embargo, nos encontramos con una propuesta que realiza un doble juego, porque perfila pero también deconstruye la idea central. Por un lado, lo hace desde el título, que parece borrar las fronteras que nos definen como únicos frente a los otros. Por otro lado, la presentación, en escena, del objeto de estudio específico, para instalar una línea de análisis que podrá funcionar, o no, como un espejo de los espectadores.

Cuando ingresamos a la sala vemos en escena a la actriz, que nos interpela a través de símbolos fácilmente reconocibles, para instalar la “uruguayez”. Lo ejemplifica con las posturas del personaje que, por las risas del público, funciona como un arquetipo de lo que somos.

El inicio de la obra se enfoca en la construcción del tipo uruguayo, como una caricatura que exalta los caracteres comunes a todos. Este momento, a modo de prólogo, instala una demostración “académica” de lo que podrían ser los principios identitarios del personaje analizado.

Tal vez este sea el único elemento disonante en la obra, en la que se parodia al uruguayo típico que resulta ser un varón blanco heterosexual. Durante el proceso en el que se describen las características más sobresalientes de nuestra cultura, el humor se entrecorta con la idea de que yo, como mujer, no me encuentro en la presentación del imaginario general, como tampoco la población afro. Me pregunto si esa ausencia podría observarse como una búsqueda consciente para denunciar la deuda que aún tenemos como sociedad.

Una vez delimitado el prototipo anunciado en el prólogo, nace a la escena en sus distintas formas.

El resto de la obra se estructura en cuadros, que enmarcan cada momento como una pintura de ciertos estereotipos de nuestra población, ahora sí, definidos según el género.

La propuesta podría pensarse como un laboratorio en el que vamos viendo los comportamientos de acuerdo al grupo de pertenencia. De esta manera, se irán presentando figuras asociadas a los parámetros de clase social, etnia, franja etaria y disidencias. Los actores arman y desarman cada escena, delimitando la realidad de la ficción. Un juego que mueve al espectador de la atención a la distensión y genera, así, un tiempo para repensarse.

El primer cuadro entreteje líneas que provienen del universo simbólico de nuestra identidad cultural. Dos pescadores, en un acto de paciente espera de que algo suceda, aunque sin muchas expectativas reales. Esa pasividad es interrumpida por un momento de tensión cuando sienten la fuerza de la caña tirando. El agua les trae el resultado de la pesca, que ellos descubren como la base ética de lo que alguna vez nos conformó como pueblo. Es el ideario artiguista que parece sacarlos del letargo. Sin embargo, algo instalado en su naturaleza los impulsa a devolverlo para que la marea les borre la memoria, porque es mejor olvidar y volver a la seguridad que les da la quietud.

Entonces surgen otros personajes dibujados en blanco y negro hasta la llegada de los científicos. Ellos tratan de descifrar la esencia del ser uruguayo, concluyendo que no es necesario sintetizar el gen de nuestra identidad. De alguna manera, esto rompe las barreras que nos separan de lo ajeno. Este cuadro, formalmente, divide la obra en dos tiempos: un pasado en blanco y negro, con el que aún cargamos, y un posible futuro que promete un territorio deseable, donde reconocemos que somos el otro en una realidad que es múltiple y diversa.

El último nivel de análisis lo centramos en la actuación. En primer lugar nos encontramos con un Iván Solarich que impone a la escena su experiencia y su capacidad expresiva con efectividad. Luego descubrimos una sorpresa. La joven actriz Micaela Larroca despliega su trabajo con una fuerte impronta. Ella construye cada personaje, desde la voz al cuerpo, con solvencia y una generosa capacidad de transformación. Entre la tierra de Solarich y el aire de Larroca, la obra adquiere cuerpo y dimensión para definirse en su propia patria, la del teatro.

Nadie es la patria. Escrita y dirigida por Gustavo Kreiman. Con Iván Solarich y Micaela Larroca. Sábados a las 21.00 y domingos a las 19.00. Teatro Victoria.