Cuando cierro los ojos y lo pienso, estoy encerrado en mi cuarto haciendo lip sync mientras en el equipo de audio compacto suena un CD pirata con el volumen al máximo. Si presto atención lo oigo: sonidos eléctricos y un falsete que se repite en todas las radios y en MTV, en un videoclip con enfermeras y un hombrecito pálido que canta “dime que sí, mientemé”.

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La mentira es una obsesión en Miranda! desde el principio, desde el primer disco, que no oí completo hasta bastante después. El tema clásico de las canciones de amor, saturadas de engaños e infidelidades, de dobles vidas y traiciones, es el hilo que atraviesa la obra entera –hasta su último disco, Souvenir– de la banda de pop argentina, que acaba de cumplir 20 años de actuaciones en vivo y que resonó tempranamente en mí, preadolescente amanerado que se avergonzaba de cruzar las piernas en público e imponía un control férreo al movimiento escandaloso de las manos, copiado de las actrices de sus romcoms preferidas.

En el mundo privado, cuando estaba solo, sin embargo, exploraba con atención esa inclinación por el melodrama, por los musicales y por las historias de amor; en el ahora puedo ver un patrón. Porque esa censura que sentía pesar sobre mí, la necesidad de cubrir algo mío que creía natural, que creía un centro real, eterno e incambiable aunque estuviera hecho de lo más accesorio (gestos, poses), me hacía ver el teatro del mundo con cínica claridad: si yo debía fingir, ser otro, adecuarme y ocultarme, entonces para todos debía ser así, todos debían taparse, todos estaban fingiendo conmigo, interpretando un rol.

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En sus presentaciones públicas, en sus canciones, en sus entrevistas, los integrantes de Miranda! ponían en evidencia ese carácter dramático de lo social de una manera muy explícita. Abarrotados de color, con versos ingeniosos y exagerados, ocultando lo inocultable a plena luz del día, indecisos ante la pregunta y reacios a toda respuesta definitiva, llevaban hasta nuevos lugares una tradición queer que luego busqué en las dragqueens, el glamrock, el Berlín de los 20, los dandys del cambio de siglo...

Hay varios pasajes en casi todas las canciones de Sin restricciones, el disco que lanzó a la banda al estrellato, que hacen referencia precisa a este andar por la vida buscándose, buscando un centro que es siempre elusivo, ilusorio. Ese buscar llegar al otro, perderse en uno mismo del que ya no puede despegarse de su papel, la figura del actor que no distingue más los límites del escenario, del que mira todo en sus apariencias como juegos de imitación, del que ha descuidado incluso su disfraz.

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¿Y cómo no sentir en esos versos, tan sencillos, todo el peso de mis cuestionamientos de aquellos años? Porque, ¿qué era, al final, Ale Sergi? ¿Era gay? ¿Heterosexual? ¿A quién le canta? ¿Por qué se viste como se viste y habla como habla? Esa pregunta, recuerdo, estaba en todas partes. Y mientras los periodistas preguntaban, Lolo invitaba, en una entrevista que se publicó en Rolling Stone, a entrar en el clóset pero sólo para salir más radiantes: decía que cuando tenía un show iba al placard de su madre o al de Julieta Gattas y se ponía lo más brillante, como si la ropa tuviera un efecto mágico.

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Aquello que era auxiliar era puesto por los integrantes de la banda en primer lugar, y en sus shows se veía que los fans respondían al llamado: iban pintados, con brillantina, vestidos de maneras que a mí, en aquel primer concierto al que fui a mediados de los dosmiles, me resultaron extrañas y fascinantes. Recuerdo perfectamente sentirme, por primera vez, en mi lugar entre aquella gente, y a la vez saber que ese lugar no era algo sino todo: no un espacio de definiciones, ni de normas, ni de etiquetas, sino un fundirse, dejar las clasificaciones para los otros.

Miranda! fue así una de las puertas de entrada a mí mismo: donde todos veían un destino, yo elegí ver una pregunta sin resolución, en suspenso. Porque eso que se dice de uno puede no ser del todo verdad pero tampoco es falso, en tanto tiene consecuencias. Lo que uno muestra, lo que los otros ven, determina la forma en que nos hablan, nos miran, nos tratan. Por eso, como Ale, yo dejé de responder. Acepté lo que dijeran de mí, secretamente o no; lo acepté todo, me hice de todas esas cosas, las incorporé como quise o pude, y dejé todo soltarse como cuando cantaba “Vuelve a ti” y me ponía triste y alegre de maneras que ni siquiera podía comprender.