En muchos sentidos, esta película está en las antípodas del tipo de cine de arte que explota el glamour de la actividad artística, que mitifica la genialidad o el talento excepcional, el esfuerzo contra todo y contra todos en nombre de la expresión individual y de una noción perfumada de la “gran obra de arte”. Anna, el personaje principal, es simplemente una muy buena profesora de violín en un muy buen conservatorio alemán.

Ese tipo de enfoque prosaico de la música erudita no es común en cinematografía alguna, pero en todo caso Alemania debe ser, junto con Austria, el lugar en que esa opción resulta menos rara, ya que ahí la música de ese tipo está más generalizada, menos confinada a una élite, más impregnada en la domesticidad de una cantidad de personas, y queda un poco más natural hurgar humildemente en las rutinas y miserias del cotidiano de una instrumentista del montón.

La trama curiosea en todos los aspectos de la vida de Anna, al punto de parecer medio descentrada: su dedicación a un alumno talentoso pero problemático, los celos que ello suscita en su hijo, la relación con el marido luthier, un amante chelista, el fantasma de una carrera como violinista estropeada por el temor al fracaso y el consiguiente pánico escénico, los desequilibrios de su intento de compensarlo con el éxito del alumno y del hijo, el vínculo con sus padres.

Retrata con mucha precisión ese ambiente de conservatorios e instrumentistas de música erudita que encaran su labor con seriedad, dedicación y amor pero que saben que no son grandes solistas y, en definitiva, desempeñan su oficio, no mucho más pero tampoco menos que eso. Incluso ahí la película se ocupa de aportar una cantidad de pequeños elementos accesorios que siempre bajan a piso cualquier situación: los traslados en ómnibus, cocinar un pollo, el tiempo insumido en quitarse los abrigos y ponerlos en el perchero antes de tocar. Hay incluso una escena tierna entre Anna y el marido que está sentado en el inodoro.

Paralelamente está la mecánica de la enseñanza y de la ejecución musical: el estudio, lo rutinario y aburrido, las ansiedades, irritaciones, humillaciones, la técnica, lidiar con las madres de los alumnos, los detalles que pueden salir mal antes de subir a un escenario.

No es que la película se confine a esas cosas: hay drama, pero está construido a partir de la dinámica compleja de toda esa nube de información, en la que cada partícula alimenta e interactúa con las demás. La descripción realista está armada de manera que no nos permite sentir lentitud o tiempos muertos; cada dato o cada gesto va aportando a la tensión, a la expectativa. La directora Ina Weisse es sobre todo actriz, y esto repercute en el rendimiento excepcional de todo el reparto, incluidos los adolescentes.

El estilo despojado, clínicamente pulcro, hace recordar a dos directores germánicos: Michael Haneke y Christian Petzold –la cercanía con este último va más allá de la presencia protagónica de su actriz fetiche, la notable Nina Hoss–. El inicio es una muestra de esa precisión escueta. Partimos de un plano general fijo, con encuadre planimétrico, de los profesores evaluando al candidato (que se identifica con la cámara). Salvo para quienes reconozcan desde lejos a Nina Hoss, no hay ningún tipo de jerarquía entre los personajes. Plano a plano, la cámara irá dándole cada vez más protagonismo a Anna, hasta asumir su punto de vista y aislar ese algo más que ella parece sentir por Alexander, uno de los candidatos.

Hay como un gusto perverso en contrastar esa estructura precisa, funcional, con unos cortes alevosamente arbitrarios, transiciones secas que interrumpen una acción en pleno desarrollo y nos tiran de sopetón en otra, con la misma impaciencia económica con que los profesores detienen la audición de un candidato cuando sienten que ya tienen los elementos para evaluarlo. Muchas veces esas interrupciones son aún más impactantes porque mutilan en seco alguna bella ejecución musical, contrastando la sonoridad llena de un quinteto de Brahms con la textura sonora más caótica y vacía del vestuario luego del concierto, o un solo de violín de Bach con los ruidos de cubiertos en una comida. A veces esa interrupción es más significativa porque involucra algún tipo de frotación, que podemos asociar con el arco y la cuerda del instrumento, pero ahora despojada de su musicalidad: la madera lijada por el luthier, el cierre del estuche, los patines sobre el hielo en el partido de hockey.

La historia no llega a tener un centro que se pueda definir sin simplificarla brutalmente. Es un retrato psicológico de la protagonista, y uno particularmente penetrante. Obsérvese, por ejemplo, cómo ella reprocha la severidad y la exigencia casi crueles que su padre aplica al nieto (hijo de ella), pero que luego ella reproduce, en un frustrante remolino entre la herencia y la conciencia crítica. En ese sentido, aun las escenas que no aportan especialmente al desarrollo de la historia contribuyen al retrato, al mismo tiempo que van sumando para un momento de crisis.

Es tremendo, porque Anna parece disponer de todo para hacer todo bien, pero termina con la sensación de que está haciendo todo mal y su mundo empieza a derrumbarse por las grandes consecuencias de factores minúsculos. El final es inesperadamente duro, y también un poco ambiguo: ¿hasta qué punto ella vio lo que pasó en la escalera, y qué puede hacer un ser humano con algo así? ¿Qué se puede inferir de la situación en la que termina la película? Lo lamento pero tengo que mantener la vaguedad para no estropear la sorpresa.

La audición (Das Vorspiel). Dirigida por Ina Weisse. Con Nina Hoss, Simon Abkarian, Ilja Monti. Alemania / Francia, 2019. Cinemateca.