1999 fue un año raro para el rock. Con MTV aún sosteniéndose como principal fuerza civilizadora de todo lo asociado a la juventud, la irrupción del teen pop dividió las aguas, y los charts se convirtieron en la arena de una disputa esquizoide entre el sonido oscuro y latoso de Korn y el pop acaramelado y lustroso de los Backstreet Boys.

En ese caldo de cultivo ya de por sí hostil es que se pretendió hacer una reedición del Woodstock de 1969, tratando de beber (y sacar unos buenos mangos) del mantra de paz y amor que había marcado a la generación hippie. Sin embargo, de los tres días de supuesta música y comunión de 1999 lo que más se destacó no fue lo musical, sino la apabullante cantidad de denuncias de abuso sexual, daños a instalaciones, infrahumanas condiciones sanitarias y eventuales incendios y saqueos.

Woodstock 99: Peace, Love and Rage (primera parte de una serie de documentales de HBO Max llamada Music Box) intenta elevar este show a material de biopsia de todo lo que andaba mal en Estados Unidos en las postrimerías del siglo XX.

Intríngulis generacional

Los problemas en esta búsqueda son tanto epistemológicos como ético-cinematográficos. En primer lugar, es evidente que más que analizar un suceso del pasado se busca, mediante su repaso, explicar algo del presente: en este caso, el camino de migajas que conecta a esos hombres blancos enojados que destrozaron “el muro de la paz” en 1999 con los que hace unos años protagonizaron marchas racistas en Charlottesville. El principal escollo que enfrenta el director, Garret Price, es querer responder estas preguntas transponiendo anacrónicamente una subjetividad actual a algo ocurrido más de 20 años atrás.

En este asunto hay un maelstrom de sensibilidades generacionales tan embarrado como las ciénagas excrementales que rodeaban los gabinetes higiénicos del multitudinario evento. Por un lado, el documental critica a la generación boomer (personas nacidas entre 1946 y 1964, durante la explosión de natalidad posterior a la Segunda Guerra Mundial) por haber intentado sacar rédito económico de una sensibilidad de antaño, acusándola tanto de oportunismo como de condescendencia con la generación que los siguió. Pero por otro, se critica a esa especie de generación X tardía por su despolitización y su postura entre hedonista y nihilista. Entre estas dos críticas, el tono es millennial y woke (término actual asociado a las personas que se jactan de haber adquirido conciencia social), pero en el manejo de estas sensibilidades prevalece una especie de esquizofrenia generacional. Así, el documental a cada rato critica a la generación boomer por presumir de una sensibilidad que ya no tenía sentido en aquel presente, pero, por otro lado, al horrorizarse ante la veta agresiva de ese nuevo público termina por invocar los ideales caídos del evento originario (casi como si encarnara a esos mismos boomers criticados).

Lo peor del documental es el anacronismo y, por momentos, la ausencia total de sentido común a la hora de analizar algunos sucesos. Quizás el nadir de este enfoque sea cuando diseca la performance del rapero DMX y especula sobre lo histórico que fue para un hombre afroestadounidense tocar en un evento tan multitudinario, para después ponerse a teorizar sobre lo traumático que pudo haber sido para el músico y la poca población negra de aquel show escuchar a un montón de gente blanca corear el “my nigga” de uno de sus hits. En el documental vemos a algunas cabezas parlantes “traumatizadas” por esta cuestión, pero después vemos a DMX en pantalla adueñándose del escenario e instando al público a corear ese estribillo. La respuesta más evidente es que no, que DMX posiblemente estuviera lejos de sentirse horrorizado, más allá de que usaran la “N word” –o quizás divertido por hacerlos decirla–.

El dilema del martillo de oro

El documental hace el amague de explicar las razones que hicieron mutar a los hippies antibélicos del primer Woodstock en el grupo de pibes blancos y enojados que terminarían por destruir todo en 1999, pero una y otra vez naufraga en un concepto que más que definir la etiopatogenia del problema sólo parece delinear su síntoma: la masculinidad tóxica. Al sostener la hipótesis de la masculinidad tóxica (y blanca) como origen total del mal, el documental pierde la chance de explicar qué marco socioeconómico crea el caldo de cultivo para que dicha condición emerja, y así se hace de esta toxicidad una idea que se cierra sobre sí misma y termina traspasando la responsabilidad a las bandas. Esto es doblemente fallido, porque en un momento el documental señala la injusticia de haber adjudicado a Marilyn Manson el rol de inspirador de los asesinatos de Columbine, pero minutos después responsabiliza a ciertas bandas por los desmanes ocurridos en el evento.

Incluso en casos en que las bandas sí fueron flagrantes en su misoginia y (sobre todo) en su terrajez, Price y sus entrevistados tampoco entienden nada (o hacen como que no entienden nada). Si en el documental el villano evidente es John Scher, uno de los promotores del show (quien llega a echarles la culpa a las mujeres por andar desnudas, exponiéndose a los abusos), el Leviatán que los malos desatan de las profundidades es Fred Durst. Limp Bizkit por aquel entonces era una banda conocida por su disposición a lo confrontativo, y para el ambiente ya de por sí caldeado del Woodstock, aquello se anunciaba como la mecha que haría estallar todo. Woodstock 99: Peace, Love and Rage llega a un contradictorio hallazgo en el momento en que Limp Bizkit aparece en escena: es tanto lo que se nos viene preparando sobre lo horribles y peligrosos que son, que cuando tocan “Break Stuff” y se montan en el in crescendo hacia el inminente pogo, uno olvida que era una banda de mierda, y de golpe la destrucción supuestamente incitada por el cantante parece un potente momento de total transparencia ideológica: es lo que querían, es lo que tienen... y más. De la misma manera, se critica a Kid Rock como la epítome del rock de jóvenes white trash descerebrados, pero se olvida que aquella formación era prácticamente una concept band sobre eso.

Y más tarde, cuando la gente empieza a quemar partes del vallado y Red Hot Chili Peppers toca “Fire”, de Jimi Hendrix, el documental agarra aquel suceso sólo por el lado de la instigación y el daño a la propiedad privada, incapaz de ver que aquello fue de lo poco cercano a un verdadero happening artístico en ese evento. Price y sus invitados sólo pueden entender la contradicción como contradicción y la representación como incitación, y no podrían reconocer un evento artístico ni aunque André Breton saltara del escenario y les disparara a quemarropa.

Pero más que nada, lo que más se nota en Woodstock 99 es la miopía de su interseccionalidad: casi al final del film se muestra como contraparte de los desmanes de Woodstock la organización cool del festival Coachella, y lo que parece decir en el fondo es que gracias a Dios hubo eventos más chetos que pudieron albergar a gente más civilizada y no a esa gente blanca pobre que se mandaba tremendas cagadas.

Dejando por fuera lo inexcusables que fueron las decenas de denuncias de abusos sexuales en el festival (y el tratamiento del documental termina reproduciendo la misma espectacularización del abuso que critica, revictimizando a las abusadas), el problema de Woodstock 99... es más propio de una miopía generacional que de un camino mal tomado desde lo artístico. Es efecto de una era en la que se quiere sólo lo bueno sin –citando a Georges Bataille– su parte maldita. Tiempo de pasiones tristes en el que cuesta asumir que parte de la gracia de meterse en un pogo es sobrevivirlo.

Woodstock 99: Peace, Love and Rage. Dirigida por Garret Price. Documental, 2021. HBO Max.