Si desde esta tapa de disco el venerable pianista cubano Rubén González parece sonreír como un niño con juguete nuevo, es porque es posible que sea efectivamente así. En un año en que ya se empieza a celebrar el cuarto de siglo transcurrido desde la grabación en La Habana del original Buena Vista Social Club –y los otros discos que se grabaron con él, como el de la foto–, una de mis historias preferidas de un álbum que guarda muchas historias es la que cuenta que González llevaba una década retirado de la música cuando fueron a buscarlo para que se sumara a la grabación. El llamado fue intempestivo, ya que originalmente el disco iba a testimoniar el encuentro entre músicos cubanos con un contingente de sus similares de Malí, que –según la leyenda– nunca llegaron porque no consiguieron visa para el viaje (o, como también se supo decir por ahí, mucho menos legendariamente, les apareció una oferta más jugosa económicamente y usaron lo de las visas como excusa). Como sea que haya sido la historia, el asunto es que con todo listo para grabar, estudio y músicos esperando, hubo que improvisar, y así fue que el bueno de Rubén recibió la invitación.

Niño prodigio del piano, egresado con 16 años del conservatorio de Cienfuegos, González se mudó a La Habana desde su natal Santa Clara para estudiar medicina, pero justo en ese preciso momento –a comienzos de la década de 1940– en la capital cubana se estaba llevando a cabo una auténtica revolución musical que tenía dos grupos en primera fila. Según reconstruye el crítico británico de jazz John Fordham para el comentario incluido en el segundo disco solista de González, por un lado estaba la orquesta del nuevo danzón de Antonio Arcaño, con violín y flauta al frente, liderada por los hermanos Israel y Orestes López, cuyo ritmo sincopado escandalizó a la sociedad habanera de la época, al punto de que fueron prohibidos en muchos salones. Israel luego destilaría por su cuenta ese nuevo ritmo hasta alcanzar su forma más pura, conocida como descarga. Por otro lado, doblando la apuesta de Arcaño, aparecía el son del conjunto con dos trompetas de Arsenio Rodríguez, al que se sumó González –que siempre aseguró disfrutar de ambas propuestas musicales, algo que sus discos demuestran cabalmente– a las pocas semanas de estar instalado en la ciudad. Así fue como aquel proyecto de médico abrió la puerta para empezar a convertirse en lo que terminaría siendo: uno de los gigantes del piano de la escena de La Habana.

Sin embargo, cuando llegó esa tardía invitación para grabar, Rubén no sólo llevaba una década retirado, sino que ni siquiera tenía en su hogar un piano donde practicar. Así que, apenas recibió el llamado, se pasó todo el tiempo que pudo en los estudios Egrem, practicando y practicando cuando no estaban grabando. Además del fallido disco con los músicos de Malí, el proyecto original incluía la grabación de otro disco, sólo con artistas locales, bautizado Afro Cuban All Stars, y en él también tocó González. Y como, sesión tras sesión, todos se dieron cuenta de que el maestro estaba cada vez más a punto, decidieron utilizar los últimos dos días de estudio que les habían sobrado para grabar otro disco más, que no estaba planeado, con él como protagonista.

Aunque hace tiempo que era una auténtica leyenda al piano, González nunca había grabado un álbum solista, una injusticia que los productores del Buena Vista Social Club decidieron reparar. Fue así que, acompañado por los mismos músicos con los que grabó el trabajo producido por Ry Cooder, que abrió un nuevo acto en la carrera a todos los semijubilados colegas de su generación y los convirtió en estrellas internacionales, a los 77 años grabó su debut como solista, el admirable Introducing Rubén González (1997). Una apuesta que dobló tres años más tarde con un segundo opus, el extraordinario Chanchullo (2000) –registrado cuando tenía 80 años y aún le quedaban tres más antes de despedirse de este mundo–, en el que el solista y su grupo suenan aún más sueltos y contundentes, en pleno dominio de su arte luego de haber tocado sin parar durante todo ese tiempo.

La foto muy apropiadamente elegida para ilustrar la portada de aquel demoradísimo debut es obra de la fotógrafa costarricense –criada en México y actualmente instalada en Berlín– Cristina Piza, quien por entonces vivía en La Habana y se dedicaba a retratar a los músicos sobrevivientes de la vieja guardia incluso antes de que el proyecto del Buena Vista tomaran forma. De hecho, este retrato sonriente de González está fechado en 1995, un año antes de que lo sacaran de su retiro –cuando ya no tenía un piano en su casa– para participar en unas grabaciones que nadie imaginaba que podían llevarlo tan lejos. Nadie salvo él, que a pesar de su avanzada edad nunca había dejado de esperar que llegara su momento. Cuentan que, muchos años antes, le habían predicho que el éxito le llegaría con su madurez, y González estaba convencido de que así sería. Por eso el esfuerzo, apenas llamaron a su puerta, de conseguir su instrumento y tocar y tocar. Hasta que esa sonrisa de niño viejo con juguete nuevo se quedara con él hasta el final.