Muñecas de piel se estrenó el jueves en condiciones extraordinarias, luego de haber pasado una semana bajo la lupa de la Justicia debido a la acción de amparo interpuesta por la familia de una de las víctimas de la Operación Océano, que fue desestimada, finalmente, por la jueza actuante.
La dramaturgia, basada en la Operación Océano, reúne testimonios reales como materia de elaboración de una obra teatral, performativa y musical.
Cuando los espectadores ingresan a la sala, los personajes ya están habitando la escena. Se encuentran dentro del espacio demarcado como un límite que representa el universo privado en el que suceden los hechos reales. La propuesta escénica permite levantar ese muro imaginario que separa la realidad de la explotación sexual de nuestra vida cotidiana, para mantenernos cómodamente ajenos. Un contubernio entre ignorancia y silencio que funciona como amparo para el victimario.
La obra de Morena se atreve a borrar esos límites. Nos vuelve testigos de la estructura perversa que sostiene vínculos de poder y dominio. Entonces la obra se convierte en una magnífica trampa para el espectador, que ya no puede apartar su mirada. Debe asistir, en su dudosa pasividad, al juego que los personajes proponen: desmantelar, en escena, lo que sucede afuera, en la realidad, pero que ha permanecido escondido en el silencio cómplice de todos.
El foco del asunto no está en la víctima sino en el victimario. Él, que es un varón heteronormado y que forma parte de las redes de sugar daddy, se convierte en escena en una bestia atravesada por instintos que no es capaz de controlar. La obra revela la mecánica compleja del juego que supone el abuso de menores, mostrando al victimario en sus distintas facetas. Por un lado es el animal que sólo atiende a sus deseos, y por el otro es el ciudadano “de bien” que usa el discurso para explicarse, con la intención de invertir los roles. Él pretende ser la víctima, mostrando a esas adolescentes como personas capaces de entender los límites de sus decisiones. Son “las putitas”, y con esa definición espera poner en tela de juicio la cuestión de la culpa, especialmente cuando logra reproducirse en el entramado social. Entonces aparece la muñeca, fija, inmóvil, callada. La que está en una vidriera para que los hombres accedan cuando les viene en gana. En estos personajes podemos ver a todas las víctimas y todos los victimarios como ejemplos del horror humano.
Frente a ellos, una mujer sola, una fiscal armada de documentos para exponer la trama real y ficticia. Podríamos decir que la fiscal se vuelve el espejo de la dramaturga. Cada una de ellas, convencida del lugar que ocupa, lleva a cabo una investigación con el objetivo de sacar a luz el tema de la explotación de menores. Hechos tan enquistados en nuestra realidad que se han naturalizado al punto de mantener la vida cotidiana lejos de lo que nos avergüenza y no somos capaces de resolver.
En la escena se va descomponiendo la historia, desde el relato a la puesta. El agua invade el espacio, borra los papeles en los que se desarrolla la denuncia, y el barro se vuelve un símbolo de la mugre que estaba escondida por debajo. La obra instala todas las historias, todos los cuerpos de adolescentes que se construyen como pueden, ante espejos deformados por una sociedad que siempre les exige más. ¿Quiénes son responsables, al fin y al cabo? Los que importan una estética que hay que reproducir para ser, como un elemento vital del reconocimiento, y los que finalmente gozan de los resultados del sistema. No es posible salir del teatro sin sentirse involucrado de alguna manera. La obra nos interpela, nos golpea en la frente. La trama de la explotación está afuera, se reproduce con tentáculos que no parecen tener fin.
Una sensación de desamparo nos envuelve. Si no tenemos un sistema de justicia capaz de dar respuesta a este mal, ¿qué nos queda entonces? Nos queda el teatro, que desnuda de forma violenta y necesaria la realidad. Nos queda la dramaturgia comprometida de Morena, que presenta desde la estética a la ética este festín de la brutalidad heteropatriarcal que devora cuerpos de mujeres.
Las actuaciones alcanzan todas las fibras emotivas de los espectadores.
El personaje del sugar daddy lo representa Álvaro Armand Ugón, quien levanta al monstruo y al hombre débil que reclama ser visto como bueno.
Mané Pérez, con la convicción que nace de su talento, se planta en escena, echa raíces y, desde allí, da vida a distintos personajes: es fiscal, es esposa, es madre.
Finalmente, la actriz Sofía Lara, en el papel de la víctima, maneja con habilidad la fragilidad, los miedos, la desesperación de una adolescente que quiere vivir. Que reclama su nombre negado. Sin embargo, sólo podrá existir allí donde no se puede morir: en la ficción.
Muñecas de piel. Escrita y dirigida por Marianella Morena. Auditorio Nacional del Sodre, sala Hugo Balzo. Hasta el 8 de agosto inclusive.