First Cow tiene la cualidad de no poder ser más pequeña y a la vez más grande de lo que es. Es una historia sencillísima sobre la amistad, una que podría haber sido otra pero terminó siendo esa; el arco vital de dos hombres a los que, entre todos los que había en el mundo, les tocó ser esos, y en esa imprevista y casi irrelevante unión alcanzaron una gigantesca metáfora de lo que es Estados Unidos (o llamémosle por su nombre de pila: el capitalismo).
Los mismos huesos que encuentra la chica al inicio del film, ahí, juntos, casi relajados, tienen la extraña virtud de, aunque no se nos ofrezca contexto ni nada, no proyectar rasgos macabros. Más bien parecen los restos de dos personas que tuvieron una serena felicidad en compañía y murieron sin más, algo similar ‒aunque en una situación opuesta por su no dramatismo‒ a esa pureza romántica y resignada de los cuerpos de amantes vueltos roca por la lava del Vesubio.
Pero, nuevamente, esos huesos no son los de esos dos hombres, sino los de una nación construida a partir de la rara mezcla de espíritu aventurero, emprendedurismo, puritanismo y resignación.
Kelly Reichardt ha dedicado toda su carrera a retratar esa compleja sensación de arraigo/desarraigo de lo que significa ser estadounidense. En Wendy y Lucy (2008) una chica que vive en su auto y tiene que alternar entre varios sitios y empleos de mierda debe enfrentarse al sacrificio máximo de abandonar a su perra, el ancla o amarre a lo perdurable que tiene en su vida, lo único que le podía devolver su mirada o existencia. En Meek’s Cutoff (2010, también disponible en Mubi), Reichardt se sumerge en el formato western para disolverlo a su condición más esencial: la historia de un grupo de familias que tratan de avanzar por el “Oregorn Trail” (una de las principales rutas usadas por un montón de grupos migratorios norteamericanos que probaban suerte en el lejano oeste) y que tienen que enfrentarse a la falta de agua, el terror (real o mitologizado) a los ataques de los nativos y las indicaciones de un guía que puede (o no) ser un charlatán. A su vez, Certain Women (2016) es un caleidoscopio de mujeres también enfrentadas a esa soledad exponenciada por el tejido urbano de un país pensado a partir de pueblos conectados y alejados por larguísimas carreteras; Old Joy (2006), posiblemente la más minimalista de todas sus obras, es sobre dos viejos amigos que se adentran en una zona boscosa en busca de una fuente de agua termal que en realidad parece el lugar de reencuentro de algo que ellos fueron y dejaron de ser hace mucho tiempo. En todas estas obras, la sensación de no tener lugar al que volver se complementa con la noción crucial, casi física, de lo que es la escasez de un recurso: el agua en Meek’s Cutoff, el dinero en Wendy y Lucy, unos bloques de piedra necesarios para la construcción de una nueva casa en Certain Women. Uno de los aspectos más gloriosos del trabajo de Kelly Reichardt es cómo nos adentra en el drama de los protagonistas por lo esquivo de esos recursos y cómo cada vez que tienen contacto con ellos sentimos algo como un momento místico.
Los dos protagonistas de First Cow están igual de desvalidos: uno es un cocinero que se sumó a una excursión en busca de oro y pieles y el otro es un chino de múltiples talentos que viene en plena huida de una banda de rusos que le quieren dar muerte. Ninguno tiene lo que se podría decir un lugar, pero en realidad nadie lo tiene. Ahí, en un nuevo mundo en el que todo es un gran bosque embarrado y lleno de peligros y “oportunidades”, se genera una temporal y frágil ‒subrayemos estos dos adjetivos‒ equidad entre los hombres. En ese entorno, un pancito de canela, algo sencillo pero delicioso en un mundo en el que nada sabe bien, adquiere una importancia tal que las personas de abolengo y fortuna llegan a hacer fila entre un montón de pordioseros a los que nunca dirigirían la palabra.
First Cow marca con una naturalidad sorprendente el pecado original del capitalismo, el conflicto inicial de intereses que oficia como Big Bang constitutivo de la división de clases: el hombre más rico del pueblo (o como se le pueda llamar a aquel barrial con leños que emergen de la tierra como dientes afilados) se mandó traer de Europa una vaca, y los dos emprendedores forajidos se dan cuenta de que si la ordeñan a escondidas pueden hacer unos pancitos que no tardan en venderse como iphones en un Black Friday. El dueño de la vaca, pese a que su animal da poquísima leche, no asocia que los realizadores de esos platillos que lo retrotraen a Inglaterra son los mismos que causan la escasez de su fuente de recursos. Cuando los descubre sale a matarlos, sin darse cuenta de que el producto final por el que paga es superior a lo que podría ganar con la vaca sola y llena de leche. Así, el intento de ajuste de cuentas perfectamente podría haber sido la renegociación de un contrato comercial. La historia es sólo eso, pero en este error de perspectiva, en la incapacidad de reconocerse como dueño de los medios de producción, de distinguir la mano de obra, la materia prima y el producto final, está el germen de todo; casi podría decirse que tras ese percance, Estados Unidos dedicó toda su historia a reconectar esos puentes levadizos; dinamitarlos, reorganizarlos, moverlos, subirlos y bajarlos.
Pero más allá de todo, lo más potente de First Cow es ver en pantalla a dos hombres que no se conocen pero que se vuelven amigos, quizás no íntimos, pero lo suficientemente cercanos para guardar entre sí esa especie de lealtad que impone la necesidad. En un mundo en el que todos los contratos sociales parecen dinamitarse, ver en una película a dos hombres que se respetan y que se cuidan aun teniendo intereses diversos (lejos de la envidia, la ambición, el amor o el homoerotismo) es una especie de hallazgo grandioso, algo casi más impresionante que encontrar en una simple caminata los esqueletos de dos anónimos devorados por la historia.
First Cow. Dirigida por Kelly Reichardt. Estados Unidos, 2019. En Mubi.