El epígrafe con las palabras que Platón puso en boca de Aristófanes en El banquete habla del mito según el cual personas que eran como dos caras de una misma moneda fueron separadas y empezaron a buscar sus pares, sus “caras mitades”. Luego de eso podemos tardar un tiempo en ir entendiendo la estructura de la película, su sentido, su identidad. Vamos viendo series de breves secuencias inconexas que involucran distintos grupos de personajes que hacen mayormente pequeñas acciones cotidianas. No hay tensión dramática, no hay mucha psicología, no hay contexto más que lo que vemos en cada uno de los momentos, hay pocos diálogos. Después de recorrer secuencias con siete grupos de personajes distintos, empezamos a regresar para nuevos episodios con algunos de ellos. Aun así, hasta la mitad de la película se seguirán introduciendo grupos nuevos. Parece ser que la idea era realmente impregnarnos de un sentido azaroso, impredecible, y de un muestreo numeroso de personas.

En la medida en que se despliega esa forma de ser del film, nos damos cuenta de que la tónica general es lo que se adelanta en el epígrafe: tiene que ver con el encuentro amoroso, la compañía, el destino compartido. Entre esas múltiples formas de amor, sólo tangencialmente vemos el formato que tradicionalmente se asumía por defecto cuando se hablaba de “amor” (pareja heterosexual). Hay dos hermanas nonagenarias de un pueblito muy chico y frío en medio del campo. Hay dos gemelas ya veteranas, a las que la mujer que les tira el tarot dice que quizá, en algún momento, alguna de ellas puede tener necesidad de satisfacer alguna aspiración individual, pero siempre volverán juntas, porque “separaros es sacaros el aire”. Hay una niña y su madre (creo entender que son gitanas). Hay un joven ciego y su madre (sospecho que son caboverdianos). Hay dos jóvenes varones que disfrutan vestirse de novia y que son pareja. Hay vínculos de humanos con bichos: un hombre con su perrito pug que le lame el rostro todas las mañanas, una especie de ermitaño cuyo caballo blanco parece una duplicación del largo pelo blanco del hombre; un cetrero y su halcón. Está el caso más difuso de la familia de músicos, el único en que parece haber una pareja heterosexual, pero no nos ocupamos tanto de esta, sino del vínculo entre el señor que toca el chelo y una discípula adolescente (¿la hija?), y también –la apertura más grande con respecto a la premisa– entre cada uno de ellos y la música.

Apreciar la mera sucesión de situaciones, ser sensible a ellas y a la diversidad humana general que se muestra es la condición central para apreciar esta película. Pero las potenciales gratificaciones de la obra van bastante más allá. Las imágenes en sí son muy bonitas, en esa estética basada mayormente en encuadres fijos, cuidados, con una luz exquisita. (Es decir, no tiene nada de esa calidad temblorosa, improvisada, más característica de los documentales observacionales.) La cámara puntillosa de Cláudia Varejão contribuye a poner de relieve elementos táctiles, que son objeto de contemplación estético-humana en sí mismos: pienso, muy especialmente, en la cartografía de surcos profundos que marcan los rostros de las dos viejas, y en sus manos muy espesas. Lo mismo vale para la situación casi coreográfico-fotográfica de los dos muchachos con el pelo teñido, vestidos de novias y con botas gruesas zarandeándose alrededor de un caballo.

Otro factor que nos lleva es el misterio de cada personaje, ya que no suele haber instancias de presentación clásica y simplemente la película nos tira directo a determinada particularidad de su mundo que se expresa en una instancia puntual, y luego otra, y con eso lo vamos construyendo (e incluso identificando quién es, entre determinado conjunto de personas, el protagonista). Conocemos al muchacho ciego como hincha de fútbol en un estadio, pero luego nos sorprendemos al verificar que es buenísimo haciendo beatbox, y que aprecia atentamente la presentación del guía de una exposición de arte y que domina la mecanografía en braille. Es especialmente intrigante la línea que consiste, en esencia, en imágenes de videos viejos de una madre rubia que practica equitación con sus hijas chicas. Por un lado ahí no se da el vínculo uno a uno de la mayoría de los grupos, y la textura de video difiere de las de todas las otras historias. La resolución vendrá recién al final, cuando veamos un diálogo, ya con la textura visual predominante en la película, entre las hijas ya adultas que recuerdan a la madre, que ya murió.

Luego está el montaje, realizado con discreción pero con varios puntos de interés: la presentación de las viejas corta la presentación, muy contrastante, de la niña. La siguiente aparición de las ancianas reitera, en otro contexto, la misma estructura de la primera: una de ellas mirando a la derecha, la otra a la izquierda, en ambos casos tomadas desde distancias cercanas, y al final las dos juntas, de espaldas, tomadas desde más lejos. El título surge en la pantalla sincronizado con una campanita resonante que parece prolongarse en la música del ensayo de orquesta. Esta, a su vez, se interrumpe en seco para otro universo estético, es decir, la música de danza actual que escuchan los muchachos. Del caballo blanco del ermitaño cortamos hacia el caballo castaño de los muchachos (que, a su vez, se vincula con el de la madre rubia de los videos). Y la noción de pérdida, contracara de los muchos apegos mutuos que vemos, se nos adelanta en el momentito de suspenso en que el halcón parece haber desaparecido (es uno de los pocos pasajes con música extradiegética, que refuerza la inseguridad inherente al vínculo con un ser alado que vuela por la inmensidad del valle y que se comunica en forma muy limitada, que podría irse del todo en cualquier momento). En forma más drástica, acercándonos al final del metraje, se nos confronta con la noción de que casi siempre, de las dos personas, una se va primero. Y está la contracara de esa contracara en el final conmovedor, en que la relación dual madre e hija de pronto se trifurca con el nacimiento de un hermanito, y el vínculo, ya urdido en el vientre y tendiente a perpetuarse, se nos materializa en el primer abrazo con la madre.

La idea de ciclo siempre implica una especie de optimismo melancólico: todo lo que se pierde es compensado por algo que se viene, pero todo lo que se viene se termina perdiendo. La película es medio así. No son tantos los momentos de jolgorio, el propio tono silencioso, poco hablado, serio, hecho de momentos más bien comunes, en que los logros son pequeñas acciones de libertad y de amor (y no resoluciones dramáticas de conflictos graves expuestos en pantalla), tiende a colorear todos esos muchos afectos que vemos con un aire de consuelo, como si fueran escudos contra una soledad o un despropósito que subyacen al todo. Es ahí donde juega el título de la película, Amor fati, que va por un lado distinto del epígrafe sobre las dos mitades. Amor fati es una expresión latina que quiere decir, literalmente, “amor al destino”. Refiere a la actitud estoica de contemplar con aceptación positiva (y no sólo resignación conformista) aquello que la vida nos depara, aun lo doloroso. Aplicado al asunto general de la película, eso puede aludir al conjunto de pérdidas, dificultades, diferencias, deficiencias que constituyen la vida y que parecen asomar a cada plano, y también a la aparición oportuna y valiosa de esas caras mitades que, al menos mientras están, nos abrazan con su afecto.

Amor fati. Dirigida por Cláudia Varejão. Documental. Portugal / Suiza / Francia, 2020. Cinemateca.