Todo lo que me molesta de Amélie tiene que ver con lo que me molesta del hombre que fui cuando la vi por primera vez. No es la vergüencita de verte en una foto con un peinado que en aquel momento creías que tenía onda y ahora te parece ridículo. No tiene que ver tampoco con una canción que sentías que te tocaba el alma y ahora te parece una obviedad o una cursilería. Es algo más cercano a volver a cruzarte con alguien de quien supiste estar enamorado y decirte para tus adentros “¿En qué estaba pensando?”. Amélie –la película, pero también su protagonista– es, para mí, uno de esos examores con los que nos cruzamos en plena calle y frente a los que intentamos cerrar la charla antes de que las bolsas reciclables de supermercado terminen por desfondarse. Hace poco se cumplieron 20 años de su estreno y es una buena excusa no tanto para analizar su vigencia sino para ver cómo cambiamos y qué pasó con el cine en estos años.

El arco sin drama

A diferencia de la mayoría de las películas de culto que suelen marcar a las generaciones, Amélie es inusual en lo que refiere a su arco dramático. La película sigue los pasos de Amélie Poulain (Audrey Tatou), mesera de un folclórico café de Montmartre, que un buen día decide paliar sus sentimientos de soledad e introversión ayudando desde el anonimato a algunos de sus vecinos. En el curso de esta misión cuasi divina se topa con Nico (Mathieu Kossovitz), un chico que colecciona fotografías descartadas del Fotomatón (unas cabinas que pululan en París y donde suelen sacarse fotos carné). Amélie se enamora a primera vista y a partir de eso desarrolla una estratagema de acertijos para captar su atención. No hay mucho más que esto. A diferencia del formato clásico de ascenso, caída y de nuevo ascenso que moldea a casi todas las películas taquilleras, Amélie es una escalada geométrica hacia la cima, en la que no hay lugar para la tristeza: la protagonista a veces parece triste, pero la película está imperturbablemente feliz.

Ante tal ausencia de conflicto la esencia de lo que mantiene funcionando a Amélie es un efecto de acumulación: así como todos los personajes son presentados por una especie de minitrivia en la que se indica qué cosas les gustan y qué cosas no (una idea que Jean-Pierre Jeunet había plasmado ya en 1989 con su corto Foutaises), toda la película se estructura como una serie de túneles de conejo en los que queremos ver más y más detalles excéntricos. La clave de Jeunet fue desplegar un catálogo de pequeños placeres cotidianos y ponerles su sello; de golpe, deleitarse por el quiebre de la corteza de una crême brûlée dejó de ser simplemente eso para formar parte de un universo améliesco. Un universo que incluye el corte de pelo de melena milimétricamente desprolija, vestidos colorinches vintage, una fascinación por ciertos objetos antiguos, el gusto por una chanson francaise pasteurizada y un charme heredero del de Audrey Hepburn, pero destilado de toda sensualidad. Pronto, el modelo Amélie se replicó en todo el mundo, aunque con ciertas variantes locales.

Llene los espacios en blanco

A diferencia de la mayoría de los personajes cinematográficos que dejan tras de sí una fuerte iconicidad (y un montón de imitadores), Amélie distaba de tener una personalidad magnética, frases insignes o grandes gestos. Por el contrario, podría decirse que el impacto del cuasi arquetipo de Amélie sucedió gracias a la precisa despersonificación de su protagonista, una caja vacía en la que hombres y mujeres podían proyectar sus fantasías de lo bello y lo plácido. Y es que, aun con muchos precedentes de larga data y relevancia, aquella moza interpretada por Audrey Tautou se convirtió en la definitiva “Manic Pixie Dream Girl”, un término acuñado en 2005 que designaba al cliché cinematográfico de ciertas figuras femeninas excéntricas y encantadoras que asisten al protagonista masculino en la búsqueda de su verdad interior, y que una vez cumplida su misión desaparecen del film o dejan de tener relevancia en la trama.

Pero Amélie exacerba este cliché ya que, al no haber un verdadero coprotagonista, su rol inspirador se extiende a todos los integrantes de la historia, incluso hasta llegar a los mismos espectadores. Entonces, ¿Amélie, como película y como personaje, no es al final de cuentas un dispositivo para hacernos creer que la vida es bella? Y además, ¿no hay de parte de Jeunet un chiste interno en eso de poner como interés romántico de la protagonista a Mathieu Kassovitz, quien fuera director de la controvertida La Haine? Piénsenlo: en un pequeño truco de magia Jeunet marida la refundación mágica de París (encarnada en Audrey Tautou) con su reverso áspero, político y antioficialista (Kassovitz).

La améliezación del mundo

Todavía sobreviven algunos recursos audiovisuales que de tanto ser imitados se convirtieron en canon, como la exageración del jugueteo con filtros (París nunca fue tan verde ni tan roja), tomas de grúa, zooms veloces y close ups semigrotescos (la herencia terrygilliamesca de Jeunet) que, aunque ya están fuera de moda, se convirtieron en una especie de manual para un montón de avisos publicitarios: Amélie fue para la estética publicitaria de los 2000 lo que Corre Lola corre fue a la cultura videoclipera.

Luego de unos 90 obsesionados con el futuro, esa París de sensibilidad cincuentera –en la que Jeunet borró de cuadro a la gente de ascendencia africana que la puebla a diario– se convirtió en la definitiva cristalización (y, a su manera, inauguración) de la obsesión retro y vintage que marcaría estéticamente al siglo XXI. Si bien toda época tiene un período añorado y otro denostado, es a partir del cambio de siglo que esta retromanía adquiere un inédito efecto de aceleramiento. Al comienzo de los 2000, casi como si fuese una reacción contraria a un mundo que entraba en una crisis política y militar marcada por el combate al terrorismo, las casas, los bares y las películas se llenaron de acordeones parisinos, láminas de Coca-Cola y Toulouse-Lautrec; a fines de esa década dicha fascinación fue suplantada por una imaginería indie anclada en los 60 (con un salpicado de setentosidad) y el cine de Wes Anderson. Y no mucho tiempo después, a mediados de la década de 2010, la publicidad recicló y abusó de la estética VHS de los 80. No es sorpresa, así, que en este preciso momento estemos en pleno revival noventero. Podría decirse que nuestro afán retro sigue un ordenado patrón de 30 años de distancia, pero con un extraño aceleramiento que podría llevarnos a nuevos estados de entropía y fusión.

A 20 años de su estreno, lo que queda es una película que podría reclamarle al gobierno francés su tajada del producto interno bruto de turismo. Un film que por unos años condensó un escapismo nostálgico y despolitizado que más tarde cedería a un mundo marcado por una nueva ola del feminismo y la popularización de los estudios raciales. Burlarnos o añorar a Amélie guarda correspondencia con la mirada que tenemos sobre esos tiempos que vivimos y los cambios que operaron en nosotros. Para las chicas que quisieron ser ella y para los chicos que las supimos anhelar, 20 años es mucho.

Amélie. Dirigida por Jean-Pierre Jeunet. Francia, 2001. Con Audrey Tautou.