Se siguen unas a otros las mesetas estériles y barridas por el viento y los valles templados y verdes. Desde detrás de las colinas, las turbinas de viento de los parques eólicos brotan en racimos, como cruces del calvario, aullando y chillando bajo el ímpetu de la corriente; los campos amarillos de trigo y los campos negros de tierra recién arada se extienden como sábanas dibujadas con gradas y arados por las doctas manos de los agricultores. De vez en cuando surgen pequeñas aldeas, aferradas a las laderas de las montañas, con sus casas estrechas, unas sobre otras, sus callejones resguardados del viento, sus ventanas expuestas al sol. Es un paisaje feroz y acre el de la alta Irpinia, una de las regiones más solitarias del sur de Italia, protagonista negativa de las masivas oleadas migratorias que han atravesado la península italiana desde finales del siglo XIX hasta nuestros días. Y protagonista también, a su pesar, de un devastador terremoto, el 23 de noviembre de 1980, que causó la muerte de casi 3.000 personas y destruyó gran parte del patrimonio edificado, descuartizando los antiguos centros históricos. El clásico golpe de gracia para una zona ya de por sí deprimida, en la que la reconstrucción fue extremadamente lenta, la promesa de políticas de desarrollo e incentivos para el empleo no se cumplió y la supresión metódica de los servicios esenciales hizo extremadamente difícil vivir.
En este lugar se realizó el Sponz Fest 2021, una iniciativa concebida por Vinicio Capossela –cantautor, escritor, músico, hijo de dos emigrantes originarios de esta tierra– como oportunidad para reflexionar sobre el sentido de la comunidad y ensayar nuevas formas de relación. El Sponz Fest, desde siempre, no es un festival tradicional, sino un lugar para experimentarse a sí mismo y a los demás, para indagar e investigar, para reconocer la complejidad y rebelarse contra las reglas de la simplificación: una semana en continuo movimiento en medio de los campos de granos y de las callejuelas de los pueblitos, con música, teatro, encuentros, excursiones, talleres, conciertos y bailes al aire libre durante las noches. Una semana dedicada, en esta novena edición, a repensar las área internas de Italia, la áreas del Osso, “el hueso”, según la expresión acuñada en 1958 por el académico Manlio Rossi Doria, que habló de “pulpa y hueso” para denunciar la profunda brecha socioeconómica que estaba surgiendo entre las numerosas zonas del interior y las llanuras urbanizadas. Un paradigma interpretativo que se refería al Sur pero que puede aplicarse a toda la península, donde los desequilibrios entre las zonas rurales y urbanas han ido aumentando y cuyos efectos han sido la despoblación, la emigración, la disminución de las actividades productivas, el abandono de las tierras.
Un antropólogo, una escritora, un historiador, una periodista, un crítico musical, entre otros, se turnaron en el escenario de madera instalado en medio del campo para debatir sobre cómo repensar esas zonas del interior “en una visión vertical de la geografía, que no distingue entre norte y sur, sino entre zonas vertebradas y urbanizadas [...] con la idea de involucrar a otras zonas del país para subrayar que el destino de las zonas del interior es común, independientemente de la latitud”, según dice el manifiesto del festival.
Este análisis hizo visible, de un lado, el potencial de las zonas interiores, especialmente tras la pandemia que puso de manifiesto la fragilidad de las ciudades y cuestionó el modelo urbano, y del otro relanzó la idea del vacío como recurso, siempre que no se convierta en degradación y abandono.
En esta nueva forma de ver los huesos del país se inspiró el antropólogo Vito Teti, que siempre ha sido un agudo observador del mundo del interior y de los pequeños pueblos, y que inventó el término restanza, “quedanza”, una palabra que reúne muchas otras: permanencia, andanza, nostalgia, elasticidad, movimiento.
“Irse y quedarse son dos movimientos estrechamente ligados –dijo Teti a la diaria– en un mundo de grandes transformaciones, donde todo parece girar en torno al desplazamiento, a la inmigración. No debemos olvidar que por cada 1.000 millones de personas que se mueven, hay 6.000 millones que se quedan. No siempre es una elección libre, es una obligación en ambos casos”.
“La ‘quedanza’ no es sinónimo de conservación, de pereza. Permanecer es algo creativo, dinámico, relativo a la necesidad de establecer una nueva relación con los lugares, con la memoria, con la tierra –siguió Teti–. Porque ‘quedanza’ no significa quedarse inmóviles, sino dar un nuevo valor al lugar donde se nació, se creció, donde se decidió vivir, y por esa razón es necesario recrear, a partir de una comunidad destrozada, descompuesta, dilatada, nuevas formas de economía sostenible. Por un lado, necesitamos un movimiento popular, que ya existe; la gente no quiere irse. Por otro lado, necesitamos opciones políticas lúcidas, de gran alcance económico y productivo, que puedan hacer que las zonas del interior vuelvan a ser habitables. Los lugares pueden salvarse si hay gente que los cuide”.