Proclamo solemnemente en voz alta: “El 4 de setiembre de 1921, hace un siglo, se lanzó The Blot, de Lois Weber”. La reacción más civilizada sería, evidentemente “¡Oh!”. Pero no me hago ilusiones, creo que es mucho más factible un “Y a mí qué me importa, qué diablos es The Blot y quién diablos es Lois Weber”. Es entendible. Aunque en tiempos recientes The Blot viene siendo valorizada como una gran película, y una llena de elementos interesantes, entre ellos el hecho de haber sido escrita, dirigida y producida por una mujer, pertenece a una época del cine ‒el mudo, en los años de afirmación del llamado lenguaje clásico, que se había empezado a consolidar en el correr de la década previa‒ con la que muy pocos espectadores actuales conectan. Además, The Blot se dio por perdida hasta que se encontró una copia en 1975. A esa altura, el gran relato canónico de la historia del cine ya estaba constituido, y fue ese relato el que condicionó qué películas serían copiadas y repartidas para su difusión en los cineclubes, cinematecas y museos del mundo, las clases en las universidades, el juego de las influencias y citas tardías.
El olvido en que cayó Lois Weber es menos explicable. Constan los títulos de más de un centenar de películas dirigidas por ella entre 1911 y 1934. Hay indicios de que el total de su obra pudo alcanzar o incluso superar los 300 títulos. Sólo sobrevive poco más de una veintena. Su carrera regular como directora terminó en 1921, poco después de The Blot, y luego de eso filmó “tan sólo” (para los estándares de productividad de la época) cinco películas más. Su muerte, en 1939, a los 60 años, recibió una atención muy limitada de los medios de prensa. ¿Será que la suya fue una carrera del montón, sin rasgos que merezcan destaque? Los hechos indican que no.
La directora
Nacida en 1879 en el seno de una familia de clase media de Pensilvania, Lois Weber se formó como pianista. Su carrera musical se interrumpió cuando ella tenía cerca de 20 años y decidió abandonar a la familia y vivir en la pobreza, predicando los evangelios en las esquinas como parte de la organización Trabajadores del Ejército de la Iglesia. Esa institución se disolvió en 1900 y ella retomó una carrera como concertista de piano y, eventualmente, cantante.
En 1904 tomó la decisión de dedicarse al teatro, con la extraña motivación de que le parecía que la posición de actriz le permitiría ejercer su espíritu misionero para convertir a sus espectadores a la cristiandad y a una existencia solidaria. Su talento canoro la volvió especialmente apta para musicales, y fue así que llegó al cine: la francesa Alice Guy (primera mujer en el mundo en dirigir una película) la contrató en 1908 para grabar cortos musicales (con el sonido sincronizado en disco) para la rama estadounidense de la productora Gaumont. De ahí Weber pasó a actuar en el cine de ficción. Fascinada con ese mundo, pronto asumió la dirección de cortos, para la Gaumont primero y luego para otras empresas. Casi siempre la dirección era compartida con su marido, Phillips Smalley, aunque el guion solía estar a nombre exclusivo de ella. Ambos actuaban (aunque no siempre), y Lois Weber solía diseñar los decorados y vestuarios, montar las películas y a veces, incluso, revelar los negativos. Pronto se estableció el consenso de que la fuerza creativa de la pareja era ella, y luego de 1916 las películas empezaron a ser firmadas exclusivamente por Lois Weber.
Los Smalleys (como solía llamarse la pareja) estaban filmando para la productora Rex cuando, en 1912, esta se unió a otras cinco empresas para conformar Universal. Carl Laemmle, el magnate de Universal, puso a Lois Weber al frente de una de las divisiones de la productora.
En Youtube es posible ver Suspense, de 1913, uno de los cortos de los Smalleys para Universal. Es un mini thriller, en el que un joven tiene que robar un auto para salvar a su esposa, que está siendo atacada por un malhechor en una casa aislada. La tensión es, por un lado, si el marido llegará a tiempo para salvarla y, por otro, si no lo atrapará el auto de policía que lo persigue por el robo. Sin tener el dominio del montaje característico de películas similares del célebre David Griffith, Suspense tiene un visual mucho más llamativo, con ángulos de cámara curiosos, algunos encuadres excepcionalmente cercanos, un uso muy efectivo de la split screen y muy buen manejo del timing.
En 1914 las películas de Lois Weber llevaban entre cinco y seis millones de espectadores por semana, más o menos lo mismo que Griffith o Cecil B DeMille. Ese mismo año se convirtió en la primera mujer del mundo en dirigir un largometraje. En 1916, con un sueldo fijo de 5.000 dólares semanales (equivalentes a unos 125.000 dólares actuales), Lois Weber era el director mejor remunerado de toda Universal. Era toda una personalidad, concedía entrevistas y defendía enfáticamente la autonomía del director en contra de la intervención de los productores. En los hechos, ella gozaba de dicha autonomía: elegía los temas, el reparto (aun si podía parecer comercialmente absurda su negativa a trabajar con actores estrella), escribía, conducía la producción, dirigía. Tenía el respaldo total de Laemmle: “Confiaría a la señora Weber cualquier suma de dinero que ella necesitara para hacer cualquier película que ella deseara realizar. Estoy seguro de que recuperaría la inversión”.
Aparte de la popularidad, Lois Weber se caracterizó por constantes problemas con la censura. Su Hypocrites (1915) contiene los primeros desnudos frontales femeninos de los que haya noticia. En otras películas defendió los métodos anticonceptivos y el aborto. Condenó el antisemitismo y defendió los vínculos de pareja interreligiosos.
En 1917 se fundó Lois Weber Productions, una empresa independiente que incluía un estudio de filmación de 1.100 metros cuadrados. A la productora le fue bastante bien, hasta que, en el clima de los amorales roaring twenties, empezó a sentirse como vetusta la actitud moralizante del cine de Weber. La productora cerró poco después de The Blot, y Weber perdió la autonomía y el favor del público. El cambio cultural no la afectó sólo a ella, sino también a otros grandes de su generación, como Rex Ingram, Erich von Stroheim y el mismísimo Griffith.
The Blot
La obra maestra de Lois Weber es un melodrama delicadísimo, con toques de humor y un fuerte fundamento social. Muestra las vicisitudes de un hogar que depende de los magros ingresos de un profesor universitario y de su hija, Amelia, que trabaja en una biblioteca. Su cotidiano apretado es contrastado con la vida holgada de los vecinos de enfrente y la opulencia de Phil, el pretendiente de Amelia. Como tantas películas de la directora, tiene una moraleja, que se explicita hacia el final: la sociedad muchas veces condecora a soldados, pero no tanto a los docentes, que hacen un trabajo más meritorio y de quienes depende la sociedad y su futuro. La perspectiva es claramente iluminista, con varios detalles en que se enfatiza el valor de la educación, del pensamiento, del conocimiento y del arte. No por nada, el isotipo de Lois Weber Productions era una lámpara.
Esa prédica está volcada en una historia llena de detalles sensibles, situaciones ingeniosas, personajes queribles y dotados de cierta complejidad. Una de las cosas más llamativas y más conmovedoras es la atención sobre lo doméstico. La pobreza de la familia Griggs se registra, sobre todo, desde el punto de vista del ama de casa (la esposa del profesor), quien tiene a sus cuidados el manejo de la economía hogareña. No cuesta mucho pensar que la condición femenina de la directora haya propiciado esas opciones poco frecuentes en el cine de entonces. Uy, que el marido no invite a entrar al pastor, porque eso implica tener que servirle té, y da vergüenza estirar el poco té –y de mala calidad– que les queda y servir unas tostadas untadas con margarina (la manteca es un lujo inaccesible).
Todo el tiempo estamos palpando lo duro que es vivir al borde. No se trata de esa especie de miseria absoluta del vagabundo de Chaplin, quien, de tan desprovisto, trasciende la carencia, ya que el mundo se convierte en su hogar. Aquí tenemos algo más parecido a lo que asumimos que era la condición de la mayoría de los espectadores de hace cien años, pero al límite. Está la amenaza de perder la casa si no pagan la hipoteca. Están los revestimientos raídos de las sillas y sillones y la alfombra deshilachada. Están los calzados desgastados y el sentido de resignada humillación. La incomodidad se convierte en desesperación cuando Amelia se enferma y tiene que alimentarse bien, pero no hay manera de costearlo.
Cuando se hizo The Blot, Lois Weber Productions ya venía en decadencia y el estudio había sido vendido. Por eso, cosa rara para la época, la película se rodó toda en locaciones, incluso los interiores, y con mucha luz natural (ayudada, cuando era necesario, por equipos de luces). Esto termina colaborando con una fresca sensación de naturalismo. No recuerdo otra película de hacia 1920 que muestre en forma tan vívida el interior y el funcionamiento de un almacén de entonces.
Por momentos, las actuaciones remiten a la década previa, como, por ejemplo, los gestos amplios y las contorsiones corporales cuando Amelia ve a su madre robar el pollo de la vecina. Pero esos toques son raros, y lo que realmente llama la atención es la sutileza de las actuaciones, sobre todo en los primeros planos. Son especialmente notables los de Louis Calhern, en la medida en que su personaje (Phil), empujado por el amor hacia Amelia, va asimilando la dimensión de la pobreza y palpando de cerca sus consecuencias prácticas, pero no puede demostrar mucho de eso para no herir el orgullo de los Griggs y para no quedar mal con sus amigos ricos.
El estilo visual es menos llamativo que el de Suspense. La película tiene la misma tendencia de las realizaciones de Griffith a entrecortar las escenas: aunque determinada acción puede ser compleja y autónoma, casi siempre aparece alternada con otra, como si se sintiera la necesidad de atraparnos a través de la multiplicidad de eventos simultáneos que van cocinando el drama. La más expresiva de esas alternancias, casi “soviética”, es la que opone el lujoso banquete en el Country Club con situaciones expresivas de la parquedad de recursos en los hogares Griggs y Gates.
Siempre afín a los efectos ópticos, Weber usa un recurso llamativo en los intertítulos: varios de ellos contienen un recuadro en que seguimos viendo, en movimiento, determinado personaje o situación. Es decir, esos intertítulos no llegan a interrumpir el discurso visual, tan sólo lo confinan en un recuadrito dentro de la imagen, que a su vez juega con el texto escrito.
La perspectiva ideológica es la que un marxista tildaría de utópica: la solución consiste en hacer ver a los poderosos, con buenos argumentos éticos, que ciertas injusticias son injustas, y ante la fuerza de ese procedimiento se operan los cambios. No son ni siquiera quienes padecen la injusticia quienes elevan la voz, sino Phil, un integrante de la élite que, motivado por el amor hacia Amelia, gana conciencia y empieza a militar por el cambio. Más allá de todas las críticas que se pueda hacer a ese paradigma, la película nos muestra esos problemas de una manera conmovedora y profundamente empática.
El happy end no lo es del todo; queda claro que Amelia se va a quedar con Phil y es factible que sean felices, pero ¿hasta qué punto no pesa la conveniencia de que la fortuna de Phil vaya a salvar a su familia? ¿No queda un sentimiento sin resolver con Gates, el pretendiente pobre pero más intelectual y artístico que Phil? En realidad, la imagen final que vemos es la de él, que camina derrotado y solo. Aunque parece que la pobreza de la familia Griggs se va a resolver, la película cuida de no dejarnos totalmente con esa solución fácil, recordando que se trata de un problema extendido.
The Blot. Dirigida por Lois Weber. Con Claire Windsor, Louis Calhern, Margaret McWade. Estados Unidos, 1921.