Me ganó el asombro cuando vi la publicación de María Teresa Andruetto en Facebook. Se lamentaba de la muerte de Hugo Fontana, que miraba desde la foto con sus habituales ojos tristes. Supuse que debía ser muy reciente la noticia como para que no lo comentaran sus amigos y colegas en la red propia, hecha de correos electrónicos, de la que aún soy parte. A primera vista, un diario y un editor sabían más que sus amigos. O los amigos habían quedado mirándose la punta de las manos, sin saber qué cosa hacer con esa noticia que crecía como un dolor agudo. Recordé la nota de Hugo sobre No a mucha gente le gusta esta tranquilidad. Se notaba que le había gustado mucho ese cuentario de Andruetto, igual que a mí. Pero nunca se lo comenté, y entonces parecía que no habría forma de juntarnos una tarde a hablar de la obra de la cordobesa, como hablamos otras tardes de otros autores. Paradójicamente, sí podía hablar de él con Andruetto, y alegrarme al saber que en los últimos tiempos habían intercambiado libros y correos.
A principios de 2002, en una librería de usados, conseguí El cazador. Me interesaba conocer autores uruguayos y me sedujo la solapa. Era una edición de Yoea, de 1992. Desde entonces creo que la vida de los libros no termina nunca, al revés de lo que suelen creer algunos editores, que la ubican al año de la publicación. Me pasó lo mismo que me había pasado unos años atrás con La tarde del dinosaurio, de Cristina Peri Rossi, y que, lejos de alegrarme, me avergüenza, aunque ya no piense como el muchacho que fui: al momento de leerlo, de seguirlo línea a línea, sentí que era demasiado bueno para ser uruguayo. Si bien me gustó la trama –un hombre que vuelve del exilio para ajustar algunas cuentas–, me interesó más ese afán estético riguroso, que se parecía mucho a lo que yo quería para mi escritura.
Pasaron algunos años y una noche en la que me había juntado a conversar en un bar de mala muerte con Diego Recoba y Gonzalo Ledesma, que estaban a punto de impulsar La Propia Cartonera, salimos a caminar por Colonia y cuando llegamos al bar de la esquina con Yi, Diego le preguntó a un tipo si era Hugo Fontana. Con un cigarro en la mano y el whisky en la otra, Hugo se encogió de hombros, sonrió y le dijo que sí. Nos quedamos hablando en esa esquina hasta bien tarde. Se lo notaba contento por ese reconocimiento de la gente más joven, él que se decía del club de los doscientos, y de quien aprendí que no alcanza con ser buen escritor para ser muy leído, algo que todavía era parte de mi inocencia. No le comenté esa noche lo de El cazador. Fue tiempo después, cuando me enteré de que en sus orígenes había escrito tres libros de poesía –Las sombras, el sol, Poemas de arena y La voluntad de mentir– y le regalé un poemario propio con la incomodidad a flor de piel de no animarme a preguntarle si había dejado la poesía por la narrativa por no pagarse la edición o porque la narrativa había ido desterrando al verso, luego de ese último título que, remitiendo a Onetti, apelaba a la ficción más que a nada. Esa vez estábamos en su casa, rodeados por varios colegas que el tiempo fue volviendo amigos, y con los que se juntó durante años cada lunes desde 2005, para intercambiar sobre literatura, después de un amplio recorrido por el fútbol del fin de semana, siempre enarbolando su corazón darsenero. A mí me había dado trabajo llegar a esa mesa. Así que me sentía entre pares generosos, un poco más viejos y, sobre todo, más virtuosos.
Fui recibido como un igual en la casa de Hugo, que vivía en Río Negro y Maldonado. Hoy, que vivo tan cerquita, no dejo de verlo en la puerta, ni dejo de querer husmear en esas ventanas diminutas que siempre estaban cerradas, aunque tenga claro que hace años que se mudó de ese lugar. Después vinieron los bares, varios bares que fueron cerrando a medida que ellos se juntaban ahí. Bueno, eso era al menos lo que repetían los lunéticos, como les gusta llamarse. Yo escuchaba, memorizaba autores, muchos de ellos estadounidenses, a los que el grupo entero rendía tributo, como James Salter, Jonathan Franzen o Richard Ford. Mientras veía la computadora de Hugo frente a la mesa donde nos reuníamos, me lo imaginaba escribiendo algunos de esos libros que había disfrutado en los últimos tiempos, como Tierra firme, donde había que ir desatando nudos en una atmósfera onettiana, o los cuentos de Desaparición de Susana Estévez, que me invitó a presentar junto a Carlos Rehermann en el mismo boliche de Colonia y Yi donde nos habíamos conocido unos años antes. Por citar un par de una obra extensa y, sobre todo, rigurosa.
Hugo, además, se parecía físicamente a mi padre. Yo le veía al menos cierto parecido, así que cuando compartíamos una copa en un bar o hablábamos sobre lo que nos gustaba escribir, sentía que encontraba en uno lo que no había encontrado en el otro. Buen periodista, crítico feroz, un delicado narrador –que obtuvo dos veces el premio Narradores de la Banda Oriental– y en el fondo un poeta capaz de escribir estas cosas:
En mí la infinitud / es el trazo de la nada / y una gota de mar / y el campo una mujer / desde donde agolpa la mirada / el mismo país perdido.
Lo vamos a extrañar.