Mark Jenkin es un cineasta nacido en 1976 en Cornualles, la pequeña nación céltica en el extremo suroeste de Gran Bretaña. Luego de trabajar en Londres, en 2002 tomó la decisión, muy a contracorriente, de regresar a su región natal –que no tiene propiamente una industria cinematográfica– y hacer de ella el escenario y núcleo temático de sus muchos cortos y largometrajes documentales y de ficción. Desde su posición muy subterránea, su reputación no dejó de crecer hasta culminar en esta Bait (“carnada”), primera obra suya que se estrena en Uruguay.

La anécdota es simple en la cadena de eventos y compleja en sus implicancias. Martin, un pescador venido a menos (se quedó sin barco), subsiste a duras penas pescando al borde de la playa con una red artesanal y una trampa para langostas. La parquedad de sus resultados se debe, suponemos, a los avances de la pesca industrial muy tecnificada, pero la película no insiste en este aspecto, sino en otro, sociocultural, que tiene que ver con la modificación radical de la comunidad debido al reciente predominio del turismo, que desplazó a la pesca como base de la economía local. Algunos se benefician económicamente de ello, pero Martin resiente el desvanecimiento de las tradiciones y raíces. Su hermano convirtió la lancha que solían compartir en vehículo para giras turísticas. La casa de su infancia fue comprada por una familia inglesa, que la decoró con pintorescos motivos localistas y náuticos, la bautizó Cabaña del Piloto de Barco (Skipper’s Cottage) y arrienda sus habitaciones para visitantes, es decir, presenta una caricatura exotista de lo que se supone que es una persona como Martin. Los prejuicios cruzados entre forasteros y locales, los intentos de Martin por conservar la dignidad, su apego al pasado, la división familiar, todos estos factores cooperan para el incremento de la tensión que va a estallar al final de la película, rompiendo el tono descriptivo-naturalista en un par de episodios muy dramáticos.

La película es súper independiente y artesanal. Jenkin escribió, dirigió, fotografió, montó y musicalizó. Sus opciones van más allá de ese espíritu de autoría absoluta y falta de recursos, ya que la elección de rodar en 16 mm y blanco y negro no es, en principio, ni lo más barato, ni lo más sencillo, ni lo más comercial. Desarrolló un sistema propio de procesamiento químico de la película, de muy baja toxicidad aunque técnicamente muy imperfecto, que le permitió hacer el revelado él mismo en su casa. Rodó con una vieja cámara Bolex de resorte que no admite más que 28 segundos de negativo y no tiene posibilidades de sincronización con una toma de sonido directo. La consecuencia de todo esto es un blanco y negro bastante contrastado y granulado, en aspecto 4:3 (casi cuadrado), con frecuentes oscilaciones de densidad y manchas de polvo que se zarandean por la imagen como si se tratara de una vieja copia deteriorada, sin posibilidades de hacer planos extensos, y con el sonido íntegramente realizado en posproducción, incluso los diálogos, que son todos doblados.

Hubiera sido aún más barato rodarla, por ejemplo, con un iPhone, y seguramente alcanzaría un resultado mucho más parecido a una película “normal”. Dentro de un bajo costo manejable para una producción súper independiente como esta, esas decisiones no estuvieron todas vinculadas al costo: fueron más bien estéticas. Es más, en 2012 Jenkin firmó un manifiesto, Silent Landscape Dancing Grain 13 (Paisaje silencioso grano danzante 13), escrito, por supuesto, con una máquina de escribir analógica, con 13 premisas que pautarían todo su cine a partir de ahí, en un eco de las restricciones autoimpuestas por los cineastas daneses que hace un cuarto de siglo pergeñaron el Dogme 95. No son las mismas reglas que las de los daneses, pero sí el mismo espíritu de, voluntariamente, plegarse a ciertas normas que, a su vez, conducen a un marco estilístico. Tampoco se trata de una constricción obsesiva, ya que la regla número 13 consiste en violar alguna de las reglas anteriores.

Para muchos espectadores y críticos, el aspecto exterior de la película resulta tanto o más fascinante que su conmovedora historia, y hay quien lo ve casi como un discurso paralelo, desmotivado. Si pensamos bien, la dimensión formal de cualquier película siempre es considerablemente independiente de su “contenido” anecdótico o temático-moral, sólo que, cuando usa recursos más convencionales y naturalizados y los usa bien, no llaman la atención sobre sí mismos y tendemos a percibir un todo armonioso. En casos como el de Bait, los recursos están tan por fuera de los usos actuales que es imposible desviar nuestra atención de ellos y concentrarnos únicamente en los personajes y ocurrencias. Pero ambas dimensiones se encuentran en la tozudez y la nostalgia: como su protagonista Martin, o aún más como el joven sobrino de este, Neil, Jenkin opta por regresar a las tecnologías y los correspondientes recursos expresivos de una tradición casi extinguida pero llena de sabores, reminiscencias y encantos, que dan la impresión de alguien cuya aldea cinematográfica natal fue alguna filmoteca y no la televisión o el cine de la era de los blockbusters y sus suburbios artísticos festivaleros. Es un cine de resistencia, que se rehúsa a industrializarse, y resulta imposible no proyectar el rostro de Martin a la personalidad autoral detrás de las cámaras: curtido, barbudo, resentido, pero dignificando su derrota con el justificado orgullo de su ancestralidad córnica (pura fantasía mía: Mark Jenkins no se parece en absoluto, físicamente, al actor Edward Rowe, pero la similitud de su actitud con la de Martin sigue valiendo).

El arte visual increíble de Bait puede evocar los documentales británicos de fines del cine mudo e inicios del parlante, porque el blanco y negro contrastado y granulado se parece a la emulsión ortocromática que se usaba entonces, y porque estamos acostumbrados a verlos en copias deterioradas. También puede evocar el cine independiente de los años 60 por el sonido doblado, la producción barata y los actores poco conocidos. La cantidad exagerada de manchitas de polvo y las oscilaciones de densidad remiten a la obsesión del cine underground por la materia fílmica y sus accidentes. Y aunque la aldea pesquera en que se ambienta la acción es medio intemporal, los signos de la actualidad están (algún celular, algún auto moderno), contribuyendo a una curiosa y estimulante sensación de anacronismo.

De todos los referentes históricos que permean la textura formal de esta película, los principales vienen por el lado de las tres escuelas de cine mudo más atentas al montaje: David Griffith, el cine soviético y, más aún, el impresionismo francés. Es un cine obsesionado con los rostros, con esos primeros planos bien cercanos que revelan, en el decir de Jean Epstein, un “teatro de la piel”, y también el impacto eisensteiniano de esos planos todavía más cercanos que aíslan los ojos y la nariz del protagonista como parte de un “montaje de atracciones”.

El sonido es de una gratificante libertad. En muchas ocasiones hay elementos de la imagen que no se sonorizan, mientras que otros sí, y volúmenes que, en algunos casos, son mucho más tenues que lo que sería esperable, y en otros son mucho más fuertes. Esta distorsión del espacio sonoro genera un clima onírico, contradictorio con el naturalismo. Hay algunos objetos expresamente subrayados con una resonancia totalmente artificial, que funcionan casi como primeros planos sonoros (la caja con instrumentos de pesca cayendo sobre la arena, un mortero, una puerta que cierra, una bota pisando).

El montaje alternado parece usarse como en las mencionadas corrientes del cine mudo, es decir, para generar un ritmo ágil, marcado, y una especie de contrapunto por interpolación (y que, forzando un poco, podemos asimilar a la trama de la red de pesca). Hay un momento especialmente interesante, cuando Martin está charlando con la dueña del pub y, en otra parte del mismo pub, Wenna discute con los muchachos que juegan al billar. El ritmo aquí parece expresamente calculado para generar un patrón abstracto, cada vez más veloz en la alternancia entre un espacio y el otro en la medida en que ambas situaciones se tensionan, hasta que el grito de la tabernera (“¡Silencio!”) finalmente termina y conecta las dos situaciones.

El montaje tiene otras discontinuidades. Hay elipsis y sinécdoques (vaso llenándose de cerveza / vaso ya vacío). Hay también saltos temporales, casi siempre flashforwards, pero sólo confirmamos que lo son cuando la línea de acción principal arriba a la imagen que había sido anticipada, como ocurre, cerca del final, con el motivo del vidrio roto. A veces esos saltos tienen una finalidad comparativa, como cuando se yuxtaponen la pelota blanca del billar con la luna llena, o cuando se yuxtaponen dos imágenes de Steven en distintos momentos y lugares pero con una postura física similar.

Si, por un lado, tales discontinuidades parecen estar peleándose contra la fluidez del relato, están también resaltando algunos núcleos temáticos, aunque podemos darnos cuenta recién hacia el final, sobre todo con la imagen simbólica del vidrio roto, de alto impacto expresivo. Y ese énfasis en la forma aísla varios otros motivos relevantes: los detalles técnicos de la pesca artesanal y del manejo de la embarcación, los pescados, las puertas que se cierran, la latita de galletas con plata ahorrada, los puños crispándose (¡qué motivo tan bolchevique!). La rutina de Martin de colgar las bolsitas con pescados en las cerraduras de las puertas de sus clientes está siempre emparentada con el mismo paneo de derecha a izquierda.

Al mismo tiempo que ese tratamiento parece potenciar la expresividad de algunos momentos, existe una fuerza contrapuesta de restricción pudorosa de la dramaticidad: los dos momentos más intensos (una muerte, un abrazo) están como distanciados, secos, cosa que también podemos asimilar a esa contención viril del personaje de Martin y su negativa a convertirse en objeto de piedad. Pero esta contención no bloquea la emoción, simplemente le da un marco expresivo particular, dignamente proletario, a una película tan bella, original y realizada con particular maestría.

Bait. Dirigida por Mark Jenkin. Con Edward Rowe, Isaac Woodvine, Chloe Endean. Reino Unido, 2019. Cinemateca.