Si en los comienzos mismos de la nouvelle vague Jean-Luc Godard llegó a decir “todo travelling es una cuestión moral”, fue en el artículo “De la abyección”, de Jacques Rivette, donde este concepto ético-técnico llegó a su forma más descarnada. En aquel famoso texto, Rivette (posiblemente la figura más militante e intransigente de aquel grupo de franceses que dejarían las plumas por las cámaras) atacaba despiadadamente la película Kapo, de Gillo Pontecorvo, por la elección estética de recurrir al conocido movimiento de cámara para filmar de forma más bella a Emanuelle Riva –que en la película hacía de prisionera en un campo de concentración nazi– cuando se arrojaba a un alambre de púas electrificado. Eran sólo diez segundos y casi todos los estudiosos del cine hemos citado y discutido aquel recurso técnico una y otra vez, al punto de olvidar el resto de la película. Es imposible saber qué habría dicho Rivette (fallecido en 2016), pero enfrentarnos a Blonde es como ver el travelling del suicidio de Riva y sentir esa indignación extendida a dos horas y 40 minutos, sin pausas.

Blonde es un caso extraño porque no es de esas películas en las que se percibe lo fallido asomándose por una grieta fatal, ni tampoco de esas otras, como Cats (Tom Hooper, 2019), en que es imposible no preguntarse qué carajo estaban pensando todos los involucrados en la realización del film. Cuando uno ve Blonde puede entender, detrás de la rocambolesca combinación de formatos, efectos visuales, ralentis y bifurcaciones narrativas, las ideas de base de Andrew Dominik: una especie de ensayo, más que biopic, del corazón del trauma y la naturaleza iconográfica/iconoclasta que envuelve a una celebridad. En definitiva, una mezcla entre lo que viene haciendo Pablo Larraín con figuras como Jackie Onassis (Jackie, 2016) y Lady Di (Spencer, 2021) y una explosión operística al borde del abismo heredada de Hans-Jürgen Syberberg (director de Hitler: una película de Alemania, 1977). Es decir, tomar esa especie de libertad o licencia narrativa para poder captar “la verdadera esencia” de la cosa, pero al mismo tiempo llevarla a un extremo donde lo imaginario es tan masivo y sobrecogedor que se termina por desfondar.

Es así que sumando y restando, comparando y rastreando, el problema que hace de Blonde una película, más que mala, despreciable es justamente moral. Inspirada en el famoso libro de Joyce Carol Oates (que también se tomaba varias licencias autorales), la película recoge diversos momentos de la vida de Marilyn, desde su traumática infancia con una madre psiquiátrica hasta su posterior suicidio, entremezclando este tortuoso terreno con una serie de desafortunados o terribles matrimonios y con amoríos entremedio. El primer y principal problema de esto es que, al contrario de los también súper libres ensayos de Larraín, nada de lo que pasa en pantalla nos permite entender qué es lo que hizo a Marilyn el ícono arrebatador que fue.

Si asumiéramos lo más noble del director, podríamos imaginarnos que él cree que en lo traumático está la esencia humana de su retratada: algo que la vuelve un personaje de carne y hueso, más que una foto o un elemento de cartelería. Sin embargo, es tanto el sufrimiento al que somete a su personaje (y a Ana de Armas) que termina por arrasar con todo. Tal como en la espantosa Joker, donde el palimpsesto de agravios y miserias terminaba tanto anestesiándonos ante el dolor del protagonista como tirando por la borda su inteligencia y avidez, que lo harían el mejor contrincante de Batman, en Blonde Marilyn es –sólo– una víctima 24 fotogramas por segundo. Dicho así, podría ser solamente un dramón, pero resulta que no es apenas víctima de sus circunstancias, sino también de la cámara de Dominik. Ya en una de las primeras escenas, cuando un director la ve irse del set y dice algo así como “pero qué buen culo que tiene”, la cámara la sigue furtiva, casi en un zoom hacia la cola de Ana de Armas que emerge bajo la ropa. Ese zoom es casi un iris shot del comienzo de su carrera: “Todo por ese culo”, podría rebautizar Dominik a su película.

Ya a partir de ahí el resto del film se resume a la cámara reproduciendo esta dinámica de sujeción. No es sólo que filma lo que filma, sino cómo lo filma. En cada uno de los mil virajes estéticos que toma el director percibimos siempre la cámara tomando el lado de los agresores, casi convirtiéndose en su aliado, o en un espectador-participante, como aquellos viejos horribles que gritan “ass to ass” a Jennifer Connelly al final de Réquiem por un sueño (Darren Aronofsky, 2000).

Habría que hacer un ranking de los momentos técnico-morales más bajos de Blonde, pero posiblemente en el primer puesto estén las múltiples apariciones de fetos parlantes en CGI, que refieren a los abortos (espontáneos e inducidos) que atraviesa Marilyn a lo largo de su vida. En uno de esos momentos, un fetito le dice “¿me vas a lastimar?”, y la actriz le dice que no, que el aborto que se había hecho para filmar Los caballeros las prefieren rubias era otro bebé. Pero entonces aquel bebé parlanchín le replica “siempre fuimos el mismo bebé”. Creo haber visto videos aleccionadores sobre los horrores del embarazo distribuidos en colegios del Opus Dei con mayor tino y mayor coherencia estética. Dominik puede decir que estaba intentando recrear el tire y afloje interno de la mente de Marilyn –en definitiva, una conversación consigo misma–, pero lo único que se percibe es la cámara juzgándola, recurriendo a imágenes computarizadas para crear su propio jurado.

El otro momento terrible se da en el último tramo, cuando se filma a Marilyn yendo a la casa de esparcimiento de Kennedy, donde este la obliga a realizarle una felación. La cámara alterna entre un primerísimo plano que siempre está al borde de mostrar la felación completa (hay algo en cómo la filma que parece emular esos videos de revenge porn que se suben a cuentas como Pornhub o xvideos) y un montaje intelectual eisensteiniano de cañones elevándose que, en una movida que haría lagrimar a Gerardo Sofovich, trata de hacer referencia a la erección del presidente (y algo a la crisis de los misiles en Cuba, ya que estamos).

De más está decir que estas escenas entre terrajas y abyectas se dan a cada rato, pudiéndose rescatar, apenas, un montaje extrañamente embriagante de pull ins ralentizados de la famosa escena del subte de La picazón del séptimo año, pero hasta incluso la escena de la muerte, que en otro film podría ser bella o, al menos, interesante, termina siendo tragada por un Maelstrom de caca, revuelto por esta extraña posición de Dominik, que por momentos se asemeja a la caricia de un marido golpeador sobre un moretón todavía caliente.

Lo único rescatable de Blonde es que con films como estos uno se vuelve más feminista: ahí está, desmontado, todo lo que se viene diciendo sobre la male gaze, sobre la política de los cuerpos y sobre la revictimización, en un espectáculo oscuro y necrófilo.

Blonde. Dirigida por Andrew Dominik. Sobre libro de Joyce Carol Oates. Estados Unidos, 2022. Netflix.