El cierre del pabellón ruso y la precariedad del ucraniano (no se pudo instalar y se muestra una pieza de Pavlo Makov, salvada de los bombardeos de Kiev) debidos a la guerra; el borramiento del artista taiwanés Akuliu Pavaljung por las acusaciones de acoso sexual surgidas a principios de año; las protestas de 400 artistas africanos por la elección de RENN como representante de Namibia (designado por europeos y, según los firmantes, perpetuador de clichés coloniales). Ninguno de los problemas que han marcado esta Bienal de Venecia ha podido tapar el verdadero “escándalo” de la edición: que la curadora Cecilia Alemani haya invertido la usual ratio de las bienales pasadas y de la mayoría del sistema de exposición global, es decir, apenas 10% de artistas hombres frente a 90% de mujeres. Muchas quejas, obviamente, sobre todo de la prensa de derecha, pero no sólo (están también los paladines de la incorrección política de todos los colores, que terminan por ser “correctísimos” hacia ciertos relictos culturales que tanto les gustan, y se ofenden mortalmente). ¿Le salió una Bienal perfecta? Claro que no. ¿Una que obliga a repensar varios temas y, en su globalidad, no sufre de supuestas caídas de calidad? Claro que sí.
Arsenal
Empecemos, entonces, con el Arsenal, donde se concentra el controvertido trabajo curatorial. Nos saluda, al entrar, el Elefante gris-verde de Katharina Fritsch, alemana y ganadora del León de Oro a la trayectoria: enorme, realista, solemne pero amigable, resulta menos pop que otros trabajos suyos, pero es una buena introducción a una edición en la que lo colosal y majestuoso vuelve con fuerza (junto a la pintura que últimamente vivía una condición subalterna). Sin embargo, es en la recuperación de nombres y obras “menores” (según el canon, cualquier canon) que las salas curadas por Alemani se vuelven Wunderkammern, especialmente cuando hurgan en el pasado: no tanto las telas de Rosemarie Trockel o las esculturas de Rebecca Horn, por ejemplo, que de alguna manera estamos acostumbrados a apreciar, sino las recuperaciones extraordinarias de figuras relativamente postergadas (Regina Cassolo Bracchi, que trabaja metales brillantes como tardofuturista de los años 30; las poetas visuales Ilse Garnier o Mirella Bentivoglio), postergadas (las acuarelas vanguardo-naíf de la congolesa Antoinette Lubaki y las cerámicas de Tecla Tofano) o directamente sepultadas por la mirada, irremediablemente bizca, masculina (Georgiana Houghton, sin duda la primera abstractista ever, mucho antes que Vasili Kandinsky, obviamente, pero también que Hilma Af Klint).
A los pocos minutos de deambulación ya está claro que, a la vez, cualquier jerarquía disciplinar se licua: impresionan los trabajos protésicos para los desfigurados de la Primera Guerra Mundial creados por Anna Coleman Ladd y las trayectorias de bailarinas menos conocidas como Valentine de Saint-Point o archifamosas como Josephine Baker. Cristalino, de hecho, el interés por el cuerpo y sus reverberaciones (una “cápsula” se titula justamente “Corpo orbita”) que, de alguna manera, resulta obligatorio dada la general atmósfera surrealista del conjunto. Por otra parte, eso está patente desde el título de la edición, La leche de los sueños, y su inspiradora, aquella Leonora Carrington cuya obra y persona reúnen varios de los intereses alemanianos, además de lo femenino: encuentros de mundos aparentemente distantes (en su caso Inglaterra y México), cruce de disciplinas (fue pintora y escritora) y biologías (su atención al reino animal), entre otras. Por supuesto, la apertura incluye también artistas trans y no binarios: por ejemplo, la increíble –como increíblemente inquietantes y simpáticas a la vez son sus figuras elongadas, sobre todo las tridimensionales– trayectoria de Ovartaci (manos a Google, lector/a) y el video (todo violencia y poesía, quizá un poco déjà vu), enmarcado por una luz amarilla muy psicodélica, de P. Staff.
Lo político se insinúa, entonces, por doquier, aunque de maneras poco maniqueas, en la mayoría de los casos. Fiel, eso sí, y como se puede inferir por lo dicho hasta ahora, a la agenda ultracontemporánea, sobre todo ecología y derechos de minorías: se siente por ende la ausencia de otras preocupaciones, sobre temas quizá menos calientes, aunque igualmente irresueltos, por ejemplo, trabajo y explotación: este se recupera, en parte al menos, con la simultáneamente escalofriante y desabrida puesta en escena de una fábrica textil abandonada que ocupa buena parte del Pabellón Italia, por mano de Gian Maria Tosatti. Politicísima la miniexposición NAUfraga de la excelsa Cecilia Vicuña, una sala logradísima con sus célebres ensamblajes precarios y numerosos cuadros de los 70 poderosamente poscoloniales: justamente galardonada con el León de Oro a la trayectoria.
Casi opuesta, por método y medios, pero no por su vis polémica, el ala trabajada por Barbara Krueger con sus desgarradores eslóganes pseudopublicitarios y fotos contrastadas: habitual estética, pero envolvente y con el plus de pantallas ocupadas por mensajes parpadeantes y ácidos. Huelga decir que lo textil, o paratextil, también se multiplica a lo largo de los miles de metros cuadrados de espacio expositivos: de los más sobresalientes, sólo señalo los tapices de los rastros industriales soviéticos de la rusa Zhenya Machneva, los energéticos y multimátericos patchworks de la tunecina Safia Farhat y los cuadros geométricos en relieve del etíope Elias Sime, que trabaja con minucia luciferina miles de minicables eléctricos, microchips y otros descartes informáticos.
En cuanto a los pabellones nacionales no incluidos en los Giardini, señalaría dos, que se ponen a las antípodas tanto por el estilo (fosco uno, colorido el otro) como por tratamiento del tema (mirada a grandes pintores del pasado): el espacio negrísimo y casi zen de Malta, donde Arcangelo Sassolino, Giuseppe Schembri Bonaci y Brian Schembri homenajean a Caravaggio a través de gotas de acero fundido que caen del techo y se apagan espectacularmente en una piscina de las mismas dimensiones de La decapitación de San Juan Bautista del pintor italiano; la sala rugiente de colores de Nueva Zelanda, en la que Yuki Kihara, a través de tableaux fotográficos y una serie de talk-shows creados desde el punto de vista “no binario” Fa’afaline (“como una mujer”) de las islas Samoa, desmonta a Paul Gauguin y su mito en un torbellinesco mix de anticolonialismo y lucha identitaria.
Giardini
Entre los pabellones que habitan el verde de los Giardini también la propuesta es variadísima (aunque más “balanceada” en términos de género): daré apenas un pantallazo de lo más llamativo, además de señalar que el de Estados Unidos hospeda las imponentes esculturas de Simone Leigh, ganadora del León a la mejor artista. Uruguay confirma mis expectativas con una instalación contundente –en perfecto equilibrio entre gigantismo y minimalismo– que concentra redondamente la trayectoria de Gerardo Goldwasser. No se explica mucho el gran furor alrededor del pabellón suizo de Latifa Echakhch, salvo que se tiene que recorrer con la ayuda de pilas y celulares por la oscuridad, en un espacio donde aparecen restos de esculturas populares medio quemadas, con sabor a poco. Sorprende también el gran favor del público para el decepcionante pabellón danés: Uffe Isolotto nos deja con un kitschísimo, aunque poderoso, escenario fantasy, a base de una familia de centauros, tan perfectamente elaborado a nivel formal como inútil. Japón y Corea del Sur parecen disputarse, en cambio, el mayor alarde tecnológico, como era de esperarse: si el colectivo nipón Dumb Type juega con láser y voces leyendo viejos manuales de geografía que se persiguen gracias a los movimientos en la sala, el coreano Yunchul Kim elabora varias máquinas/esculturas más fascinadoras: respiran, se alteran, mudan sus formas según movimientos astrales, autorreferenciales y otras conexiones ocultas, en piezas a medio camino entre la domótica más cool (si hay tal cosa) y HR Giger.
Dos pabellones, el alemán y el español, apuntan al vacío: si en otros contextos se los podría tildar de esnob, en este, tan repleto de objetos e inputs, resultan una bocanada de aire casi necesaria. Por un lado, Maria Eichhorn, sustrayendo algunas partes de la estructura actual y excavando el piso, deja a la vista elementos originales del edificio teutón, construido en 1909, alterando su aspecto actual, prácticamente idéntico al de 1938, cuando los nazis lo reformaron por completo según sus parámetros: sutil arqueología de corte minimalista que se convierte en una clase abierta sobre arquitectura e ideología. Por el otro, la intervención de corrección que el siempre brillante Ignasi Aballí aplica al pabellón español: reconstruye sólo los muros perimetrales en su interior, girándolos diez grados y alineándolos a los pabellones lindantes, los de Holanda y Bélgica, una normalización que resulta tan espuria, adrede, como muchas de las que nos condicionan.
Justamente para Bélgica, Frances Alÿs exhibe videos –y delicados e insólitamente pequeños cuadritos– de niños jugando a juegos improvisados y no, en una especie de canto etnopoético desafiante y emotivo, en situaciones de extrema violencia o pobreza (con una exaltación del momento desesperadamente lúdico, además, que adhiere por completo al espíritu surrealista de esta Bienal). Más ligero es el juego propuesto por Jonathas de Andrade para Brasil: dos enormes orejas funcionan de entradas y salidas de un espacio donde el cuerpo se une a las palabras provocando sobre todo diversión. Pese a haber ganado el León de Oro como mejor envío, la instalación Feeling her Way, de la inglesa Sonia Boyce (primera artista afrocaribeña en representar a su país) –videos sobre entramados multicolores que cubren todas las salas de cinco notorias cantantes británicas que improvisan, dialogando, mientras atraviesan géneros diferentes–, es lograda desde un punto de vista conceptual, pero un poco dispersiva en su recorrido. Más redonda es la propuesta de Grecia, de la directora Loukia Alavanou, que por su lento sistema de visionado (realidad virtual) genera colas infinitas en los Giardini: una reescritura video de Edipo en Colono donde se “catapulta” al espectador, a través de sus lentes VR, en el medio de la escena: quizá falta algo desde el punto de vista técnico para apreciarla cabalmente.
Finalmente, se puede cerrar (aunque hay decenas de obras más sobre las que valdría la pena hablar) con lo mejor de los Giardini. Primero, Francia con el falso set y falso cine de Los sueños no tienen título, de Zineb Sedira, un paseo entre tensiones nacionales (Francia y Argelia), entre ficción cinematográfica (con reconstrucciones de un set y un biógrafo) y realidad, entre lo personal (con reconstrucciones de la casa de la artista) y lo político, y entre presente y pasado: una colección pulsante de estímulos realmente avasalladora. Luego, el envío australiano, Desastres, de Marco Fusinato: el estridor se escucha ya desde afuera del amplio pabellón, por la monstruosa amplificación (12 grandes altoparlantes), pero una vez adentro el sonido penetra, con su potencia, en todos los poros, y el shock es agrandado por una enorme pantalla sobre la que corren miles de imágenes aleatorias en un flujo imparable: dicho bombardeo visual-sonoro, que no deja tregua, agotando e hipnotizando a la vez, es generado por el mismo artista, heroicamente presente en sala durante toda la Bienal, y su guitarra eléctrica. Una saturación sensorial de tal intensidad que obliga a repensar en la más espaciada y menos aguda, pero igualmente aturdidora, que vivimos todos los días frente a nuestras pantallas.
Ya se ha indicado esta Bienal 2022 como un punto de quiebre. Por cierto, no faltan argumentos (ni puntos álgidos de calidad por denotar la aserción en términos positivos), y la visita, más que recomendable, parece confirmarlo. Además, por raras conjunciones astrales, o simple Zeitgeist, la exposición de Alemani se da en paralelo a la salida de la antigombrichana, y flamante, Historia del arte sin hombres, de Katy Hessel, libro que recorre seis siglos ocupándose sólo de artistas mujeres (y que, por supuesto, está provocando reacciones mixtas). Algo, parece, está cambiando en serio, los puntos de vista se multiplican, hay que reescribir genealogías y cánones. Una alegría.